¿De qué hablamos cuando hablamos de “efecto contagio”?


Llegué a leer Totem y Tabú por un gancho que encontré en “Un mundo feliz”, de Huxley. Es increíble cómo una pista te lleva a la siguiente. Y es que está todo escrito. Tuvimos a uno de los mayores genios de la historia, en el siglo XX. Tanto hizo y adelantó Freud que, incluso, me atrevo a pensar, que dejó preparadas las bases para un futuro muy posterior a él y que ni siquiera pudo tener plena consciencia de ello. Así de enorme era su inteligencia.

¿A qué  me refiero? En la metáfora futurística de Huxley veíamos cómo, en un mundo ideal imaginario, los seres humanos nacidos en laboratorios y exentos de relaciones familiares vivían pacífica y alegremente, ayudados –bastante- por el soma (la droga de la felicidad). La eliminación de la familia como institución formadora social es lo que me llevó a pensar en el tabú (por el horror al incesto), y de ahí directo a Levi Strauss y Freud. ¿Y con qué me encontré, de tropezón, en esta maravillosa obra? Con la explicación teórico-técnica del mismísimo efecto contagio. Imaginen mi sorpresa y mi gratitud, pues las piezas van encajando. No estamos tan desprovistos como creía, hay un suelo teórico y lo construyó, por supuesto, el maestro Freud.

Paso a explicar. ¿Se acuerdan cuando hablábamos de las “restricciones tabú” de las tribus totémicas que estudiaba Freud en Australia? Eran esas series de prohibiciones que funcionaban como reglas y normas que ordenaban el funcionamiento social, y cuya transgresión acarreaba un fuerte castigo. Ahora bien, como vimos, estas restricciones tabú eran muy distintas de las prohibiciones morales o religiosas con las que podemos estar más familiarizados hoy en día. Las restricciones tabú “recaían, en su mayoría, sobre la absorción de alimentos, la realización de ciertos actos y la comunicación con ciertas personas”. Y todas ellas, dice Freud, “parecen reposar sobre una teoría: que determinadas personas o cosas entrañarían una fuerza peligrosa, transmisible por el contacto como un contagio”.

Es decir, en un primer nivel, el sólo hecho de tomar contacto (nivel físico) con una cosa o con una persona tabú, ya ejercería sobre uno “una fuerza peligrosa”. Eso creían los hombres primitivos. Y estaban muy bien orientados, aunque pasados de superstición por algo que veremos la semana que viene. Lo importante, por el momento, es tomar en cuenta que esta superstición sobre el poder contagioso de ciertas cosas y personas no estaba del todo alejada de la realidad.

¿Se acuerdan, por otro lado, cuando tomamos el caso de la serie de Jeffrey Dahmer, el monstruo de Milwaukee que asesinaba y se comía a sus víctimas? Y decíamos que era un tema controvertido que atraía tantas críticas polarizadas porque incluía muchos temas tabú (necrofilia y canibalismo, por ejemplo). Miren qué nos dice Freud en Totem y Tabú: “El hombre que ha infringido un tabú se hace tabú a su vez, porque posee la facultad peligrosa de incitar a los demás a seguir su ejemplo. Resulta, pues, realmente contagioso, por cuanto dicho ejemplo impulsa a la imitación”. Jeffrey Dahmer transgredió tantos tabúes que él mismo terminó convirtiéndose en un tabú caminante. Por eso la controversia, por eso el horror y el espanto. Y, por eso también, tantas ganas de mirar para otro lado y tanto morbo de no poder dejar de mirar.

Entonces, es a partir de aquí cuando Freud nos descubre el mecanismo psíquico y operativo del efecto contagio. Resulta que hay un poder contagioso inherente al tabú (a la transgresión de la norma) que posee la facultad de “inducir en tentación e impeler a la imitación”. Y, nuevamente, nos refiere al totemismo para ilustrarlo gráficamente:

“Cuando el ejemplo de un hombre que ha transgredido una prohibición induce a otro hombre a cometer la misma falta es porque la desobediencia de la prohibición se ha propagado como un mal contagioso. El tabú es una prohibición muy antigua, impuesta desde el exterior (por una autoridad) y dirigida contra los deseos más intensos del hombre. La tendencia a transgredirla persiste en lo inconsciente. La fuerza mágica atribuida al tabú se reduce a su poder de inducir al hombre en tentación: se comporta como un contagio, porque el ejemplo es siempre contagioso”.

Wala! Touche Freud. Nótese cómo el autor habla de la propagación de la desobediencia como “un mal contagioso”, o lo que es lo mismo, como una enfermedad social, aspecto que vengo recalcando desde hace varios posts. Y la tendencia inconsciente que abriga fuertes deseos de transgresión es lo que tratamos la semana pasada, cuando hablábamos de ambivalencia afectiva. Lo que se suma hoy, como frutilla del postre, es “la naturaleza infecciosa del tabú”, tal como la nombra Freud. Es un virus, como lo fue el coronavirus en 2020. Por eso, insisto, los crímenes intra hogar en constante crecimiento e incidencia son un síntoma de la enfermedad de nuestra sociedad.

Hablemos de tentación. “Cuando un individuo ha conseguido satisfacer un deseo reprimido, todos los demás miembros de la colectividad deben de experimentar la tentación de hacer otro tanto; para reprimir esta tentación es necesario castigar la audacia de aquel cuya satisfacción se envidia”.

Realmente me quedo sin palabras. Es que, reitero, está todo dicho, sólo hay que unir las piezas. Cuando vemos en la tele que una mamá y su novia mataron a golpes al pibito insoportable de cinco años, y que además lo habían violado, podemos sentir la tentación de hacer lo mismo con el bebé de dos años de mi pareja o con mi propio bebé de dos años. Los invito a hacer click en esos hipervínculos y prestar atención a la cronología de fechas. El caso de Lucio Dupuy se da a conocer el 27 de noviembre de 2021. Tan sólo una semana después, el 6 de diciembre, muere un bebé de dos años en Neuquén, violado y golpeado por su padrastro. Y dos semanas después, otro caso similar, idéntico: un bebé de dos años asesinado a golpes en Córdoba por su mamá y su pareja. En este tipo de secuencias es donde debemos advertir el efecto contagio. Nunca creí en las casualidades. Los crímenes suceden por fuera de los medios, por supuesto; en la esfera de lo real, lo no mediatizado. Pero no puedo dejar de ver en esas coberturas extensas y morbosas de crímenes tabú (violar a un hijo es un tabú) la semilla a plantar en la mente de alguien que puede estar albergando la misma odiosa tentación y que ve, en la concreción de alguien que ya lo hizo, la luz verde para avanzar. Lo que explicamos de lo verosímil: “que no pasen a discurso (los crímenes), que no se vuelvan verosímiles y, por ello mismo, posibles”.

Freud nos dice “es necesario castigar la audacia de aquél cuya satisfacción se envidia”. Esto me remite a lo que decíamos sobre Jeffrey Dahmer y Josef Fritzl (el loco de Austria): “Yo creo que personas como ellos cruzaron una línea que divide lo social de lo que está más allá. Y creo, además, que lo gozaron tanto que nunca pudieron regresar”. Ahí está el goce, la satisfacción, el placer de lo no debido. El placer de matar, eso de lo que no se habla y, por eso mismo, sigue haciendo escollos.

¿Y qué pasa si no se castiga al infractor? Freud nos lo explica:

“La trasgresión de determinadas prohibiciones tabú trae consigo un peligro social y constituye un crimen que debe ser castigado o expiado por todos los miembros de la sociedad, si no quieren sufrir todos sus consecuencias. Este peligro surge realmente en cuanto sustituimos los deseos inconscientes por impulsos conscientes, y consiste en la posibilidad de la imitación, que tendría por consecuencia la disolución de la sociedad. Dejando impune la violación, advertirán los demás su deseo de hacer lo mismo que el infractor”.

¿Se entendió la importancia de castigar debidamente? Por eso todo el sistema está en falla. Porque “la cárcel ya no da miedo”, porque los criminales no obtienen su debido castigo, porque reina la impunidad. Que un crimen quede impune no atañe únicamente a la/s víctima/s concreta/s de ese crimen, sino a la sociedad toda. Por esto mismo que estamos exponiendo: por la posibilidad de contagio. Porque si no hay justicia, ¿qué mensaje le llega a los futuros criminales? El mensaje de que es posible avanzar.

Cuando pensamos, erróneamente, que los primitivos eran infantiles y menos avanzados, deberíamos parar un segundo y observar lo siquiente. ¿Saben qué hacían cuando el castigo divino no procedía inmediatamente después de la transgresión? Se impacientaban, como si un peligro los amenazara, y se apresuraban a aplicar ellos mismos el castigo al infractor. Eso da cuenta de su sabiduría. Aún sin saber por qué, sin conocer los orígenes de tales mecanismos, conocían sus efectos y sabían cómo combatirlos. Algo de lo que nosotros, seres civilizados del tercer milenio, parecemos haber perdido noción alguna. Por eso es de vital importancia que un crimen tan violento y tan impune como el de los rugbiers contra Fernando Baez Sosa, asesinado a golpes a la vista de testigos y cámaras, obtenga su debido castigo. Porque “el ejemplo es siempre contagioso”. No sólo no debe quedar impune, sino que NO PUEDE QUEDAR IMPUNE. Y por eso, detrás de los padres de la víctima, se para la sociedad entera, porque si permitimos que esos nenes de mamá consentidos y déspotas no se pudran en la cárcel, ¿qué creen que pasará luego con otros jóvenes que sientan la demoníaca tentación de matar a golpes a alguien que los molestó, por más mínima que haya sido esa molestia? No habrá freno, no habrá contención. Y la consecuencia será, como advirtió Freud, la disolución de la sociedad, la más caótica y violenta anarquía.

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