Criminales desmembrados por cuatro caballos. La época de los suplicios.
Imaginen esta situación: un asesino, cualquiera, que mató a alguien, obtiene su condena; será desmembrado por cuatro caballos en la plaza pública. Situemos la época: siglo XVII.
Sin ninguna posibilidad de apelar
dicha condena, el acusado es amarrado por sus cuatro extremidades a cuatro
caballos que, cuando tengan la señal, van a largar a correr enfurecidos,
descoyuntando vivo al criminal. ¿Se imaginan ese dolor? La persona forma una
especie de cruz con su propio cuerpo, y la fuerza de los corceles es tal, que
termina dislocando cada una de las extremidades, dejando el torso únicamente. A
veces pasaba que, aún así, la persona seguía con vida. Entonces ese torso
desmembrado era quemado vivo hasta convertirse en cenizas.
Todo esto sucedía ante los ojos
de la muchedumbre: el pueblo, los vecinos, conocidos, familiares de la víctima,
que gritaban desaforados al ver realizarse delante de sus ojos la más cruel
venganza. El crimen estaba saldado, anulado. Se creía que volver a manifestar
la muerte, con doblegada violencia, a luz del día, lograba dominar esa
violencia original. Es decir, la justicia de aquella época aplicaba una versión
magnificada de la ley del talión (“ojo por ojo, diente por diente”): a un
ladrón, le cortaban la mano; a un blasfemo, se le taladraba la lengua; se
quemaba vivos a los impuros, y así.
Había que ser muy cojudo para ser
un criminal en esa época. Verdaderamente. Imaginen el escarmiento que recibían,
era “el teatro del infierno”, como
dice Foucault en Vigilar y Castigar. Esta obra es esencial para el desarrollo
que quiero hacer, porque justamente él hace una especie de genealogía de las
formas de castigar a lo largo de la historia (principalmente desde el siglo
XVII hasta la modernidad), y da cierta información sobre los efectos de estas
técnicas. Sería genial poder contar con estadísticas criminológicas a lo largo
de la historia, pero no estoy segura de si alguna vez se hicieron. Pero atención,
porque hay ciertos datos muy interesantes que quiero apuntar, para pensar a
partir de ellos.
Primero ubiquémonos en tiempo y
espacio. Cuando hablamos de suplicio, esta forma atroz de dar muerte a un
culpable de algún hecho criminal por medio de una violencia inusitada y legal
en manos del Estado soberano, estamos hablando de Europa en el siglo XVII. Si
citamos únicamente a Foucault, se centra específicamente en Francia, lo cual es
bastante conveniente teniendo en cuenta que es ese país donde sucede, un siglo
después, la revolución que dará origen a las repúblicas que hoy conforman
nuestra realidad socio-política.
¿Quiénes eran supliciados? Acá
tenemos un gran abanico de opciones, desde las más leves hasta las más graves.
Había casos de empleadas domésticas que, por hurtar o robar alguna pertenencia
de su amo, eran denunciadas por éste y condenadas a la horca. Así, sin más.
Delitos que hoy consideraríamos de menor envergadura, en esa época eran
castigados con todo el rigor. No había espacio para dar el mal paso. Así y
todo, por supuesto, asesinos hubo siempre y muertes violentas también, por lo
cual a un acusado de matar a alguien, le tocaba la pena más dura, que muchas
veces combinaba varias técnicas del hacer sufrir. Porque eso era lo que le
pasaba a quien osaba desafiar la ley: sufría, y mucho. Los mayores tormentos le
esperaban a quien, por el motivo que fuera, decidiera salirse de las normas.
Me pregunto cuántos inocentes
habrán muerto injustamente. Es válido cuestionarlo, porque seguramente habrá
sido así. Imaginen que no había proceso legal. Alguien acusaba a otra persona
de cometer tal o cual fechoría, la policía de la época se encargaban de apresar al sujeto (tengamos
en cuenta que, con una densidad demográfica infinitamente menor, no había muchas
dificultades para encontrar a alguien), y los magistrados procedían a establecer
el nivel de pruebas mínimo que conducía a una segura condena.
Acá entraban a jugar cuestiones
como la identidad del denunciante, versus la categoría del acusado. Vale decir,
a una persona respetable se le tomaba todo por cierto, y a alguien de menor
categoría no se le creía nada de lo que decía. O sea que hubiera sido muy fácil
deshacerse de alguien diciendo mentiras, que eran tomadas por ciertas, y a las
cuales se les aplicaba una dura consecuencia. Digo todo esto para marcar que, probablemente, este sistema de justicia antiguo y arcaico tenía muchas fallas.
Los reformadores del siglo XVIII apuntaron justamente a las “lagunas del proceso penal”.
Imaginen que todo el proceso
judicial se desarrollaba en secreto, el acusado no sabía quién lo había
acusado, qué pruebas se presentaron, no tenía derecho a una defensa propia ni
mucho menos por medio de un abogado. Los jueces recibían informes escritos con
argumentos que intentaban demostrar la culpabilidad del acusado. Cuando había
pruebas “urgentes o necesarias”, como
un testigo ocular del hecho, era todo muy fácil. Cuando las pruebas eran
semiplenas, o tan sólo indicios, se combinaban para llegar a una especie de
conclusión y cerrar el caso. El juez sólo veía al acusado y lo interrogaba
capciosamente una vez antes de dictar la sentencia. Y siempre se trataba de
obtener la confesión por parte del acusado, por los medios que fuera. Se usaba
la tortura para hacer confesar. Se decía que el acusado ganaba resistiendo, y
fracasaba confesando.
Más allá de la confesión o no, la
condena era irremediable. Incluso si no se era sentenciado a un suplicio,
delitos menores obtenían siempre una dimensión de suplicio. ¿Qué significa
esto? Que, por ejemplo, alguien que incumplió con el código de alguna manera,
podía ser sentenciado a una multa o al destierro, y a eso se sumaba: una marca
en el cuerpo, latigazos, exposición pública, siempre una dimensión de
vergüenza, humillación, y el castigo corporal, claro. La justica caía sobre los
cuerpos. Los hacía sufrir. Se pensaba en esa época que el dolor corporal
provocaba una especie de expiación de los delitos. Era como si quemar en la
hoguera a un violador, lo purificara. No sólo a él, sino al delito mismo.
Creían todos, la justicia y el pueblo, que la venganza contra los culpables,
resarcía de alguna forma y restablecía el statu quo.
Por lo dicho anteriormente, se
desprende que la población en general participaba de estos actos de justicia. Y
participaba activamente. Algunos por convicción e interés propio, y otros
porque era obligatorio. Así es, se convocaba a todos a ver y presenciar el
espectáculo del horror. Mientras el verdugo desmembraba y colgaba uno a uno los
órganos vitales del supliciado, cual si fuera una carnicería, todos los ojos
tenían que ver las posibles consecuencias de sus actos.
Dice Foucault algo que me parece
clave, sabemos que el tema principal de este autor es el poder, y nadie mejor
que él ha expuesto cómo funciona, cómo circula. “El suplicio no restablecía la justicia, reactivaba el poder”. A lo
que apunta es que, más allá de castigar la infracción, intentar dar justicia al
hecho, vengar a la víctima, compensar a los familiares, atemorizar al pueblo,
más allá de todos esos objetivos, que por supuestos estaban presentes, el
suplicio era una forma que tenía el poder de hacerse valer. Es decir, cada vez que
alguien desafiaba el poder, incumpliendo una norma, faltando al código de
convivencia, el primer damnificado era el poder mismo. Poder como investidura
de las instituciones. En la época de los suplicios el poder era el soberano, el
monarca, que reunía en su persona todo el poder absoluto. Si lo trasladamos a
nuestra época, en la cual el poder circula en toda la base de nuestro sistema,
de forma constante e imparable, estaríamos hablando de ¿la democracia? ¿la
república? ¿la nación? De todo eso, y más. Es la estructura misma.
Rousseau, en “El contrato
social”, refiere a este hecho diciendo que “en
un estado bien gobernado hay pocos castigos, no porque se concedan muchas
gracias, sino porque hay pocos criminales. La excesiva frecuencia de crímenes
asegura su impunidad cuando el estado decae”.
Vayamos a los números. Foucault
nos brinda algunos datos interesantes en “Vigilar y Castigar” que sirven
perfectamente para ilustrar el estado situación. La ordenanza de 1670 en
Francia es la que le da el marco a las penas y a cómo se desarrollarán los
suplicios. Según sabemos, a través de esta obra, tan sólo un 10% de los
crímenes denunciados terminaban en suplicio. La gran mayoría de las penas tenía
como castigo el destierro (un 50% de los casos), y otro tanto, recibía una
multa económica.
No es muy difícil concluir que la
baja tasa de criminalidad se debía al efecto coercitivo de la justicia. Volvamos
al inicio: había que ser muy valiente para mandarse una macana en esos tiempos.
Por delitos que hoy ni siquiera son denunciados, una persona podía terminar
muriendo ahorcada o quemada. Ni hablar de los asesinos. Les conté lo del
desmembramiento por cuatro caballos, pero hay relatos aún más atroces. Hay
casos de acusados que eran torturados durante días y días, desde privarlos de
agua y comida, atenazarle distintas partes de su cuerpo, hacerlo agonizar
durante horas en la rueda, degollarlo vivo, romperle la cabeza con una maza.
Incluso el suplicio a veces continuaba una vez ya muerto el acusado. Se
supliciaba el cadáver.
La figura del verdugo no es
menor. Era algo así como “el campeón del
rey”, dice Foucault. Este personaje cumplía un rol clave. A él le era
permitido cometer un crimen con la mayor violencia jamás vista, y esa violencia
era absolutamente legal. Él tenía que superar la violencia del crimen que había
dado origen a ese castigo. Tenía que subir la apuesta. “El verdugo era el agente de una violencia que se aplicaba, para
dominarla, a la violencia del crimen”. Sabían, ya en esa época, que por los
medios que fuera, tenían que aplacar cualquier acto de sublevación contra las
normas sociales. ¿Conocían el posible desenlace?
Cuando Foucault dice que, por
medio del suplicio, el poder soberano buscaba reactivar su poder, es sumamente
interesante porque da justo en el clavo. No se trata, solamente, de aplicar
justicia. Cada acto criminal desafía al orden en su totalidad. Cada criminal
que se sale del código, de la norma, infringe una ley, es un enemigo público.
Rompió el pacto social, diría Rousseau. Y el poder soberano, la soberanía en su
conjunto, conformada por cada una de las personas que forman parte de una
comunidad o sociedad, se ve amenazado hacia su disolución. Por eso, en el
Antiguo Régimen, aún cuando sus métodos salvajes sean altamente cuestionables,
tenían muy clara esta cuestión, recurrían a toda la fuerza posible para ganarle
la pulseada a ese pequeño acto revolucionario.
No por nada, Foucault termina el
primer capítulo de Vigilar y Castigar diciendo que si se lograba, por
intermedio de todos los recursos nombrados, hacer que el culpable confiese y se
arrepienta, se triunfaba sobre él. Pero un acusado que resistía semejante
prueba sin doblegarse, desplegaba en ese mismo acto un poder imposible de
cuantificar.
Pensemos esta otra escena: no es
una plaza pública, es una avenida peatonal, en plena temporada de verano,
repleta de turistas y jóvenes saliendo de los boliches. Es de madrugada. Ya no
estamos en el siglo XVII. Las cámaras de vigilancia en cada esquina del centro
de las ciudades registran y graban las 24 horas a los ciudadanos que transitan
la vía pública. Un grupo de diez adolescentes comienza a atacar a golpes y
patadas a otro joven de su misma edad, que está solo, que no se defiende.
Alrededor, varias personas miran sin atreverse a hacer nada, sin poder
involucrarse. Es una golpiza feroz, que por el número de sus atacantes dura
apenas unos pocos minutos. Rápidamente acaban con su víctima. La rematan de una
patada matadora en la cabeza.
Los verdugos son adolescentes musculosos
de 18/20 años, jugadores de rugby, un deporte que despliega una técnica y una
fuerza arrolladora, contra una pelota, y contra sus adversarios, dentro de
normas específicas y válidas para que sea un juego, donde el que gana, se alza
con una copa, un campeonato, ni idea.
En este ejemplo, de una noche de
terror de enero de 2020, la copa que creyeron ganar estos verdugos, fue la
cabeza de una persona. Un chico como ellos. Que tomaron como presa por una
excusa, la más absurda de todas. No importa. Lo remataron públicamente. Con
decenas de testigos oculares, más la grabación de las cámaras de seguridad. En
el siglo XVII se imaginan la condena que hubieran obtenido. Me atrevo a decir
que ni siquiera hubieran podido concretarlo. Pero supongamos que sí. Les
hubiera tocado la pena máxima: el desmembramiento por cuatro caballos. Por
favor que se entienda, no planteo volver a esa época, ni justifico la violencia
por parte criminal ni por parte de la justicia. Estoy intentando hacer un
ejercicio de comparación para mostrarles cómo la benignidad cada vez mayor de los
castigos, que se inicia con la reforma judicial en el siglo XVIII, persiguiendo
una mayor “humanidad” en el tratamiento de los criminales, termina inclinando
la balanza hacia el otro extremo.
Hoy, estos diez verdugos que
liquidaron a golpes a una persona en la vía pública, con pruebas “urgentes y
necesarias”, como se decía en el Antiguo Régimen, están debidamente presos,
esperando un juicio sospechosamente demorado y, atención con esto, tienen
derecho y se les permite presentarse en la causa como “damnificados”. ¿Se dan
cuenta el nivel del horror renovado al que tenemos que asistir? Hemos pasado,
en cuestión de cuatro siglos, de una violencia inusitada del estado hacia los
criminales, a una violencia desenfrenada de los civiles entre sí, con la total
ausencia y displicencia de una justicia que mira, atónita e incapaz de resolver
la multiplicidad de conflictos que se sublevan frente a ella. ¿Cuál será el
próximo desenlace? La necesidad de un cambio radical es obvia y urgente.

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