Las madres no

Las madres no pegan. Las madres son buenas. Las madres no matan. Estas premisas dominan nuestro subconsciente colectivo y nos determinan. Por eso, como bien señala la autora vasca Katixa Agirre en su libro “Las madres no” (2022), en los cuentos infantiles la mala siempre es la madrasta, nunca la madre. El psicoanálisis nos cuenta que la figura de la madrasta representa en realidad la disociación de la mente infantil. La madre y la madrasta, en verdad, son una. Una es la cara oscura de la otra. Cuando la madre se comporta de manera cruel y malvada, se convierte en la madrasta; la otra, ya no es la madre. Hasta que no vuelva al camino de la bondad y la ternura, no le será devuelto ese honor.

Incluso señala una verdad contundente que tiene que ver con que la tradición judeocristiana ha llevado a extremos absurdos esta disociación, hasta el punto de haber inventado la figura de la madre virgen. ¿A qué se debe, se pregunta la autora, esta obsesión recurrente por los embarazos virginales? Si una mujer cae en las garras del sexo, ya no es madre, es puta. La que no es una asesina, la que no es puta…esa es la madre: la que da la vida.

Sin embargo, las madres matan. Lo vemos a diario en las noticias. Matan a golpes a sus bebés y niños pequeños, indefensos e inocentes. Maltratan sistemáticamente, desde la omisión de no hacerse cargo de una crianza activa y responsable, presente, hasta extremos de violencia como gritar, insultar, golpear y hasta incluso asesinar. “Las madres no siempre son como nos han contado”, dice Agirre en su libro. “Una madre puede ser cruel. Pensar lo contrario es plegarse a prejuicios anticuados sobre la feminidad”. Exacto: prejuicios que funcionan como la antesala de los pensamientos más elaborados, los que surgen de una búsqueda más franca.

Encontré el libro de Katixa en un estante de El Ateneo Grand Splendid. Libro pequeño con un título potente que captó automáticamente mi atención. Estoy escribiendo mi propia novela sobre una madre que asesina a sus hijos y necesito referencias. Por desgracia no las hay muchas. Este ejemplo viene del país vasco. La autora relata a través de una protagonista escritora como ella el caso de una madre que ahoga a sus mellizos de siete meses de vida. Toda la obra discurre sobre ejes básicos como el móvil del crimen, la investigación, el juicio y, cómo no, la insania mental. Claro, una madre que mata a sus propios hijos encuentra reflejo en una locura no diagnosticada, intempestiva, asesina y cruel. No podemos pensar que una madre, de quien tenemos esa representación establecida de bondad y ternura, sea una homicida cruel e inescrupulosa. “La crueldad de una madre no tiene por qué estar siempre ligada a la locura”, reflexiona Agirre. Y agrega: “El mal existe. Preferimos explicaciones: que es producto de las desigualdades sociales o de los desequilibrios mentales. Eso nos tranquiliza. Tenemos prestaciones sociales y pastillas para eso. Pero, en ocasiones, el mal simplemente está ahí: el lado oscuro del ser humano en su forma más pura y destilada. Existen las madres malvadas. Existen madres que consideran a sus hijos su creación. Desde esta lógica perversa, se arrogan el derecho a destruir lo que ellas han creado”.

¿Interesante, no? E incómodo. Por supuesto que es incómodo pensar en esta posibilidad pero no podemos seguir evadiendo la realidad, tildándola cada vez de esquizofrenia, brote psicótico, bipolaridad, etc. Máxime cuando está comprobado por las estadísticas que todos tenemos más probabilidad de morir a manos de un familiar que de un desconocido. Y no, no hay una epidemia de enfermedad mental.

“Es fácil matar niños. El infanticidio solo exige omisión”, dice Agirre. “Si alguien quisiera acabar con la vida de una criatura y librarse de toda culpa, un laissez faire despreocupado es suficiente: una canica entre las piezas de construcción, una silla junto a la ventana abierta, una caja de detergente bajo la mesa de la cocina. Solo es cuestión de tiempo. Sentarse y esperar. El crimen perfecto”. Como el de dejar a un bebé encerrado en un auto por horas. Negligencia y evasión de la pena.

Pero yo agregaría algo más: no sólo es fácil matar niños fingiendo un descuido. También, y sobre todo, es fácil matar niños por la enorme desproporción de poder entre adultos cuidadores y niños. Es una relación esencialmente asimétrica en la cual el adulto, por su dimensión física y etaria, desborda a la criatura que no es más que un ser pequeño, frágil y desesperadamente indefenso. No sólo no tiene cómo defenderse –ni física ni mentalmente-, sino que tampoco tiene a quién pedir ayuda (me refiero específicamente a niños de 0 a 3 años).

Fuera del contexto bélico –dice la autora-, en nuestro occidente civilizado y pacífico, el peligro para los pequeños reside en casa. La violencia doméstica”. Así es. Hoy los hogares son los escenarios de los crímenes más macabros, incluso superando a la ficción. Como el caso que tratamos la semana pasada sobre el hijo que asesinó y descuartizó a su padre anciano de 88 años y lo metió en una valija. Ahí también hay abuso de poder, pero a la inversa: el más fuerte acabando con la vida del más débil, el hijo adulto de mediana edad contra el padre anciano. Es lo mismo que con los niños, pero al revés. Siempre, como denominador común, vence el más fuerte corporalmente hablando. Ese es el que se convierte en asesino por primera y única vez.

Ahora bien, en la novela de Agirre, en ocasión del juicio a esta madre asesina, uno de los médicos citados a declarar dice lo siguiente: “El relato que refiere la paciente es muy claro. Sintió el impulso y, en lugar de hacerle frente, se dejó llevar”. Este médico fue llevado a declarar por la defensa en su intento de probar la insania mental de la acusada y lograr así su excarcelación. Lo más importante de esa frase se divide en tres partes: 1) “sintió el impulso (de matar) y, 2) en lugar de hacerle frente (resistencia, cultura), 3) se dejó llevar (placer)”. Entonces, en primer lugar sobreviene una pulsión, un instinto, un deseo irrefrenable de (en este caso matar). Como todos sabemos –incluso los asesinos-, no todo deseo puede ser satisfecho. Es decir, no puedo romperle la cabeza de un golpe a mi viejo que me tiene cansado, no puedo acuchillar a mi maestra porque no me aprueba, no puedo matar a patadas a mi hijo porque no me hace caso, no puedo tener relaciones sexuales con mi hermano/a, no puedo dispararle a mi ex porque me dejó, etc. Para todas esas cuestiones interviene un mecanismo psíquico súper afilado llamado represión, invento de la cultura propiamente humana y aquello que nos diferencia, en esencia, de los animales. Que podemos contenernos. Que podemos vivir en comunidad sin aniquilarnos unos a otros. O podíamos.

¿Qué sucede cuando la represión no interviene, llega tarde o es simplemente desoída? Sucede la muerte: una catarata de placer liberada, un orgasmo. “Se dejó llevar”. ¿Se dejó llevar por qué? Por el deseo: el deseo de matar.

Cierro con esta reflexión de la autora citada que me parece sumamente sensata: “Hay quien se acerca al abismo del alma con tanta frecuencia que al final es dominado por uno de estos dos impulsos: tirarse a uno mismo o empujar al de al lado. Pulsión de muerte. La mayor dosis de poder que puede probarse. El poder de acabar con todo”.

Dos cosas: la autora equipara el suicidio al homicidio de la misma manera que planteo en este blog. Como dos versiones de un mismo hecho donde lo que difiere es el objeto. La pulsión de matar es la misma, lo que varía es si me elijo a mí mismo como víctima (altruismo) o a un otro (egoísmo). Y agrega el temita del poder. Yo hablé de asimetría, abuso de poder y ella me agrega lo siguiente: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Pero lo contrario resulta asimismo cierto: una gran responsabilidad conlleva un gran poder. Esa responsabilidad que siente todo aquel que sostenga una nueva vida entre los brazos, ese poder. Un poder que, para algunos, es irresistible”. Es el poder de hacer morir o dejar vivir, en términos de Foucault y su biopolítica. Voy a releer Genealogía del racismo para analizar los crímenes intra hogar desde esta óptica y me reporto con nuevas reflexiones. En síntesis, es ya ineludible que la cuestión del poder está imbricada en estos nuevos crímenes que se suceden de forma alarmante y sospechosamente similar. El “me tenía cansado” para referirse al bebé llorón, al nene inquieto o al anciano molesto, no es sino una muestra de un poder de matar que encontró una vía de escape para concretarse. Y lo hizo a través de sujetos permeables a una especie de cambio social del cual son, ni más ni menos, que el síntoma visible.

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