Laura se fue, se desconectó del lazo social que la unía a la vida
Es de madrugada, hace frío, un mayo cualquiera en Buenos Aires. Te despertás algo sobresaltado, un ruido, no sabés bien de dónde viene. Volvés a cerrar los ojos e intentás dormir. De repente, ves a tu hermano salir corriendo de la cama cucheta de abajo que compartís con él, seguido de tu vieja que lo corre con un cuchillo. Escuchás gritos. Aturdido y asustado bajás de la cama, te tiemblan las piernas, gritás fuerte “Mamá!! ¿Qué hacés?”.
Ya sobre el pasillo ves cómo descarga puñalada tras
puñalada contra la espalda de tu hermano de 15 años, que yace inmóvil en el
piso del living. Horrorizado, abatido, asustado como en la puta vida lo habías
estado, corrés para escapar de ese horror. La puerta de salida está cerca, sólo
tenés que buscar la llave. Tarde. Tu vieja te agarra por la espalda y te
derrumba. Tenés sólo 12 años y estás asustado. Tu mamá, tu primer amor, empieza
a apuñalarte con saña mientras intentás defenderte con tus pequeñas uñas
sujetando su cuello. Las lágrimas brotan sobre tu rostro mientras la mirás fijo
a los ojos, sin comprender, en lo que serán tus últimos segundos de vida.
No estuve la madrugada del 21 de mayo en el
departamento de la calle Aguirre en Villa Crespo, donde ocurrió la triple
masacre que hoy, y por un breve lapso, acaparará los titulares, pero, siguiendo
la reconstrucción de los hechos que hicieron los investigadores puedo intentar situarme
en los pocos segundos finales de ese nene de 12 años, el último en morir, antes
del suicidio de su madre.
Casos como éste tan solo reafirman mi tesis acerca
de la variación en el paradigma de criminalidad en este cambio de siglo que
parece acarrear también un cambio de estructura social. Estamos en un proceso
de cambio social que no escatima en consecuencias muy probablemente
inevitables. Una sociedad patriarcal en vías de deconstrucción puede ser la clave
para entender un poco por dónde va la cosa. Algo anticipé acá
y voy a ahondar mucho más cuando termine de leer el libro de Luigi Zoja,“El
gesto de Héctor”.
El mayor peligro hoy está en los hogares. Es
interno. El enemigo, el que puede acabar con tu vida, ya no está afuera,
acechando. Te despierta a mitad de la noche para apuñalarte. Te remata a patadas porque te mandaste un moco. Los crímenes que más incidencia están teniendo
son los crímenes intra hogar como yo los llamo.
Vamos por orden. En primer lugar, Laura Leguizamon
no estaba loca. No necesito conocerla ni ser psiquiatra para afirmarlo. El
crimen que ella cometió no es atípico (o por lo menos pronto va a dejar de
serlo), ni es producto de una alteración mental de tipo somática. Es muy
interesante ver cómo los medios de comunicación, como espejo y reflejo de la
sociedad que ayudan a construir, se apuran literalmente en catalogar el caso
como consecuencia de una enfermedad mental. Listo. Caso cerrado. Como los
monstruos tipo Jeffrey Dahmer o Josef Fritzl, entre tantos otros. La etiqueta “monstruo”, “loco/a”, funciona como
un parche, una curita, nos ofrece una explicación verosímil tranquilizadora y
nos dice que esos crímenes aberrantes son excepcionales, que no ocurren a
menudo y que no representan un peligro. Lamento decirles que Laura Leguizamon -basado
en los testimonios de testigos, familiares y vecinos-, era una persona normal,
con una familia normal y un día todo voló por los aires y acabó de la peor
manera. Lean este blog para encontrarse con los casos más resonantes de los
últimos años (y sólo trato los de mayor difusión).
En síntesis, la cobertura mediática nos dice que la
señora estaba loca, estaba mal medicada o no estaba medicada y por eso asesinó
a su marido y a sus dos hijos y luego se suicidó. No es tan simple. Si así
fuera, no habría tantos casos sucediendo todo el tiempo. Reitero, no hay una
epidemia de salud mental, no podemos estar todos locos. Hay que hurgar un
poco más.
De hecho, fíjense que hace pocos días, a principios
de este mes, una madre empujó a su nena de dos años a la ruta en General Roca,
Río Negro, cuando venía un camión para acabar con su vida. Un grupo de
ciclistas que justo estaba en el lugar pudo evitar la tragedia por eso la
noticia no trascendió lo suficiente. ¿Esa madre también estaba loca? ¿Todas las madres que matan a sus hijos están locas? ¿Por qué no
podemos pensar en otra explicación?
Siempre que hay un caso de estos me dedico a ver,
no solo las noticias y los encuadres mediáticos, sino los comentarios en redes
sociales. Me permiten ver los sentidos que están en circulación. En Twitter
(para mí siempre será Twitter, fuck you Elon), predomina la desazón y la
empatía por las víctimas pero, sobre todo, un desconcierto referente a los
motivos que pudieron haber llevado a esa madre a cometer esos crímenes. El foco
estaba puesto en “la mente humana”, percibida como una especie de laberinto
oscuro y atemorizante. Rescato un comentario que me pareció muy interesante
porque comparaba a esta madre asesina con las asesinas de Lucio Dupuy para
decir que ellas sí eran asesinas y Laura no porque estaba enferma. En rigor de
verdad, y ateniéndonos a los hechos, las tres son asesinas porque las tres
cometieron homicidio. Luego discutimos los móviles y el contexto, pero los
hechos describen la misma mecánica asesina: se acaba con la vida de menores
de edad en el interior de los hogares familiares donde no hay cámaras ni es
posible la intervención de ninguna fuerza policial o institución social. Los
padres tienen la soberanía sobre la vida de sus hijos menores. Esto,
durante siglos, no sólo no representó un problema sino que era una ventaja ya
que los niños estaban cuidados por las personas con el mayor interés en su
bienestar. Esa era la definición de familia, un grupo de convivientes
vinculados presumiblemente por lazos de amor y fraternidad.
Hoy, lo que se observa, en este tipo de casos
que se van perfilando con cierto patrón común, es una criminalidad que, en
primer lugar, se aleja por completo del objetivo material. Es decir, uno de los
principales móviles para un crimen tiene que ver con el atentado contra la
propiedad privada (robo, hurto, secuestro, venganza, ajuste de cuentas, etc)
que luego desemboca, o no, en un homicidio. En esos casos, el objetivo
principal no es matar, sino robar u obtener algo a cambio (dinero o también
dádivas simbólicas como puede ser la revancha). El homicidio sucede o no como
un complemento. Esos crímenes, por supuesto, seguirán exisiendo. Lo que intento
marcar es que hay un crecimiento sospechoso de crímenes intra hogar, es
decir, crímenes que suceden:
-
En el
interior de los hogares familiares particulares
-
Perpetrados
por familiares directos o con vínculos de tipo afectivos
-
Sin
ninguna otra finalidad que la de dar muerte a un cuerpo
-
Con
ausencia de antecedentes penales del agresor
-
Por
única y última vez
-
Y con la
imposibilidad de intermediación de la sociedad civil.
Todas estas características tipifican el tipo de
crímenes que yo particularmente observo y que me hablan de un cambio en
materia de criminalidad. Cuando digo que el asesino mata por primera y
última vez no me refiero a que se termina suicidando, como pasó con Laura.
Puede ser ese el final; el otro final es la cárcel, porque no hay manera de que
escape de la escena o de que no sea finalmente apresado por la policía. No son
crímenes profesionales en los cuales el homicida borra sus huellas o planifica
su escape. Por lo general, ellos mismos avisan y confiesan el crimen, con las
manos llenas de sangre. Otros desenlaces hablan de un “lo maté porque me tenía cansado” (esto ya se ha vuelto casi una muletilla) o “no sabía que si no le daba de comer
podía morir”, y argumentos por el
estilo.
Reitero, lo que estamos viendo es un crecimiento de
homicidios dentro de los hogares y por hogar no me refiero sólo a la casa
física, sino a la forma simbólica. Son crímenes cometidos por personas que
tienen un vínculo afectivo con su víctima que, atención, puede ser de amor o de
odio. Yo no tengo dudas que Laura amaba a sus hijos, lo atestiguan los que
la conocían. Y los problemas que pudieran tener seguramente no difieren mucho
de los que suceden en todos los hogares. La clave aquí, en mi opinión, radica
en otro lado.
Vayamos a la carta que dejó. Yo identifico cinco
ideas marcadas: lo que más prepondera, en el centro de la escena, y en letras
visiblemente de mayor tamaño es “Nos
íbamos a la calle”. ¿La familia tenía
problemas económicos? ¿Iban a ser desalojados? Por supuesto nada de esto
explica ni justifica lo que hizo, pero ayuda a entender por qué lo hizo, qué la
motivó. Luego escribe “con
lo que iba a pasar”… (los puntos suspensivos
son míos). ¿Qué iba a pasar Laura? ¿Qué era inminente? ¿Por qué no se ve la
continuación de la oración que dice “mis
padres…”, ¿se terminó ahí la hoja, no
escribiste más, o la cortaron los investigadores? ¿Por qué tu hermana apenas
llegó a la escena del crimen dijo, sin ninguna duda, “fue ella”? Y seguidamente, como epígrafe, “estaba bajo tratamiento psiquiátrico”. Todas preguntas que me hago sin ser fiscal pero que me llaman la
atención. Sigue la carta con un tercer bloque de texto: “Todo mal. Muy perverso”. ¿Qué era perverso, Laura? “Les arruinaba la vida” (presumiblemente ella sentía que les arruinaba la
vida a sus tres hombres). Y finalmente, cómo no, la despedida de todo suicida:
“Fue mucho, los amo, lo
siento”. Le creo cada palabra.
Si Laura fuera una típica persona con un cuadro
depresivo agudo, con ideación suicida, hubiera acabado con su vida, pero no
hubiera arrastrado a su familia. El suicida es por definición un altruista, se
mata a sí mismo para no seguir dañando a los demás ni a sí mismo. Ella se
convirtió en asesina de las personas que más amaba para luego, y sólo luego,
suicidarse. Es un caso por demás complejo. Y aclaro una confusión que se generó
en mi Twitter: en ningún momento dije que Laura Leguizamón mató a su familia
por pura maldad. Yo creo que el bien y el mal no tienen nada que ver acá. Las causas
que analizo son estructurales y tienen que ver con la base social. Es mucho más
de fondo la cuestión.
Veamos ahora el rol de la salud mental en todo este
tema. En menos de 24 horas, distintos psicólogos, psiquiatras y hasta sexólogos
(¿!) arrojaron, cual apuesta de casino, distintos diagnósticos posibles de la madre
asesina. Pude recabar: depresión, bipolaridad, esquizofrenia, brote o delirio
psicótico y una novedad, el síndrome de Amok. Lo dejo para el final. Es verdad
que Laura estaba tomando medicación psiquiátrica (un antidepresivo y un
antipsicótico), como muchas personas en la actualidad, porque la salud mental
se resiente en épocas de crisis. Ahora bien, se habla de un tratamiento que
había empezado hacía apenas dos meses, totalmente ambulatorio, y que sería la
recaída de una internación ocurrida dos años atrás. Leí también que está la
intención de allanar y cargar con responsabilidades penales sobre los médicos
que la atendieron. Esa sí es una verdadera locura. Por muchos motivos. En primer
lugar, el caso de Laura no perece ser excepcional y, en todo caso, habría que
internar a media ciudad de Buenos Aires para evitar que masacren a sus
familiares. Incluso si hubiera sido internada, eventualmente hubiera sido dada
de alta y hubiera sucedido lo mismo. Lo único que se lograría con medidas de
este tipo es que los médicos no quieran seguir ejerciendo su profesión por los
riesgos que acarrearía contra su propia vida. Por otro lado, y en conexión con
esto, también observé un feo y bajo vapuleo contra la Ley
de Salud Mental 26.657 que constituye un avance en materia de derechos de
los pacientes quienes, otrora, con la ley vieja, eran internados contra su
voluntad y muchos de ellos robados por su propios familiares. Entiendo que
puede haber puntos flacos y cosas a mejorar y corregir pero, aprovechar una tragedia
como esta para plantear volver siglos atrás cuando funcionaban los manicomios
como común denominador para cualquier persona con diagnóstico psiquiátrico, me
parece demasiado vil y oportunista.
En segundo lugar, responsabilizar a los médicos que
atendieron a Laura es un despropósito porque la esencia justamente de estos
nuevos crímenes intra hogar es su absoluta imprevisibilidad. Es decir, no
hay forma (actualmente) de prevenir estos casos. Ocurren de forma imprevista e
intempestiva. Les cuento, dicho sea de paso, que el mes que viene comienzo a
cursar una maestría virtual en criminología en la Universidad de Quilmes con el
objetivo de continuar indagando en esta problemática y encontrar mejores y más
recursos para analizar este nuevo fenómeno que me atrapa pero, fundamentalmente,
para reflexionar sobre la posibilidad o no de hacer algo en materia de
prevención. Mi tesis obviamente versará sobre este tema.
Volviendo a Laura Leguizamón, lo único que no me
cierra de su caso -debo decirlo-, es cierta planificación de los hechos, lo
cual inserta en la escena la psicosis. Habrá que esperar a la autopsia del
esposo para ver si efectivamente estaba sedado y por eso no se defendió, en
cuyo caso cabe pensar que Laura lo drogó, no sólo para evitar que defienda su
vida sino la de sus hijos. Eso sería mucha planificación, mucha más de la que
estoy dispuesta a aceptar para clasificar este caso como crimen intra hogar. Les
cuento: la ausencia de premeditación era una característica que yo venía observando
en este tipo de crímenes y que aparecía siempre ya que los hechos de violencia
intra familiar se desenvolvían de forma abrupta y sin planificación. Arrancaba una
golpiza y el nene o la nena acababa muerto/a. O bien el bebé lloraba mucho y la
madre, padre, abuela, abuelo, cuidador, lo estrangulaba en cuestión de segundos
y casi sin darse cuenta. O también, una pareja comenzaba discutiendo, subía el
tono, la agresión escalaba y alguno de los dos terminaba con la cabeza rota de
un mazazo o de un golpe con algo contundente. Incluso en una pelea callejera,
como tantas que vemos suceder, un automovilista ha terminado con un
cuchillo de camping en el corazón y un pibe de 18 años con la cabeza estallada
como una pelota de rugby. Esos también son crímenes intra hogar, aunque sucedan
en la vía pública. Son raptos de violencia incontrolables. Descargas pulsionales
que no encuentran el freno de la represión. El tema de la planificación habrá
que verlo, evidentemente la señora que empujó a su hija a la ruta para que sea
atropellada, de alguna manera también lo planificó, aunque sea unos segundos
antes. Con el doble
parricidio de Vicente López (¿lo recuerdan?), que sería el mismo caso pero
al revés -un hijo que asesina a sus padres-, planteé que, justamente, el exceso
de planificación del homicida hablaba más de una psicopatía que de un crimen de
tipo pasional. Además estaba el móvil económico que embarraba todo. En fin, habrá
que seguir de cerca este tema.
Yo les voy a decir lo que pienso que le pasó a
Laura esa noche fatídica. Independientemente de su contexto anterior, de su
tratamiento psiquiátrico, de su posible desalojo, de sus problemas económicos, lo
que sucedió fue que algo se rompió en ella esa noche. Un lazo que la unía a la
vida se disolvió y ella quedó varada, flotando, en un mar de dudas y de miedos,
lo que la llevó a tomar la peor decisión, la más drástica, la decisión final de
terminarlo todo. El lazo del que hablo es un lazo social y por social quiero
decir “la norma”. Se desajustó del continente que la contenía, de la masa
amorfa, del ente colectivo que ya no le daba respuestas, ni salidas, ni
opciones. O al menos eso ella creía. Y esto lo pienso porque creo que el
cambio que observamos en materia de homicidios en la actualidad se relaciona
directamente con corrientes sociales en pleno proceso de cambio y tiene que ver
con la manera en que veía y analizaba Emile
Durkheim la sociedad de su época, a través del incremento de los casos
de suicidio. Él definió al suicidio como un fenómeno social con causas sociales
y lo mismo pienso de los crímenes intra hogar: que son fenómenos sociales de
nuestra época que responden, por lo mismo, a causas sociales.
Breve mención al estigma. Es cierto lo que
mencionaban algunos twiteros sobre de que si el asesino hubiera sido el esposo,
inmediatamente el encuadre hubiera sido femicidio. Agrego que si la asesina, en
lugar de ser una mujer de clase media de Villa Crespo, hubiera sido una mujer
de clase baja de Villa Soldati, el estigma de clase hubiera hecho encuadrar en
términos de ignorancia y desidia producto de la pobreza y, me atrevo a decir,
que no hubiera obtenido tanta cobertura mediática. Y, por último, también está
el estigma de la enfermedad mental que pasa por creer y dar por hecho que
cualquier enfermo mental es un posible psicópata. Por suerte hay gente seria
que dice cosas como ésta.
Me reservé lo del síndorme
de Amok para el final porque no tiene desperdicio. Revivieron un concepto
proveniente del sudeste asiático, del siglo XVIII, para intentar rubricar un
fenómeno que, a todas luces, asusta y no se logra comprender. “En malayo, mengamok significa
atacar ferozmente con una pérdida total del control. El síndrome de Amok es una
alteración del comportamiento que se caracteriza por una explosión súbita
e incontrolable de violencia, usualmente dirigida hacia personas cercanas o
miembros del entorno más cercano. Pero se aclara que, en la mayoría de las
ocasiones, estos episodios son precedidos por un período de aislamiento,
depresión o acumulación de tensiones internas. Durante el brote, la persona
parece perder contacto con la realidad, actúa con extrema agresividad y, en
muchos casos, termina atentando contra su propia vida”.
Encaja perfecto en la escena, la describe casi sin
omisiones. Hay un solo problema: no necesitamos conceptos antiguos para
describir fenómenos modernos y nuevos. Mucho menos conceptos que sólo se
desempolvan para intentar seguir tapando la realidad: que el aumento de los
crímenes violentos sin razón aparente, apoyados en excusas, con el único
objetivo de dar muerte a un otro, de forma cruel y macabra, hablan más de
nosotros como sociedad que de ellos como asesinos.

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