La ambivalencia afectiva amor/odio en la base de la constitución social
La semana pasada mencionamos al pasar la ambivalencia
afectiva del sujeto con respecto al objeto. Esta ambivalencia tiene,
naturalmente, dos caras: una consciente y una inconsciente. En la parte
consciente encontramos el deseo, cuya contracara inconsciente es el temor. Como
es de común conocimiento, el deseo es siempre deseo de algo prohibido. Esa
prohibición es, justamente, la que le sube el calibre al deseo. En esta
dicotomía entre deseo y temor, ¿cuál creen que gana la pulseada? Depende.
Depende de en qué época histórica nos situemos. En la tribu
totémica que estudió Freud existía el tabú, ¿recuerdan? Esa serie de
prohibiciones y restricciones que ordenaban la vida en sociedad. Sucede que en
ese sistema, la transgresión a un tabú se pagaba muy caro. Casi siempre con la
muerte. Esto lo podemos asociar con los
suplicios del siglo XVII, un tema que ya tratamos. La pena máxima era el
desmembramiento por cuatro caballos, cada uno tirando de una extremidad. ¿Cómo
no iba a haber un gran temor al castigo? ¿Quién quiere morir torturado? El
horror, el pánico, la certeza de una muerte segura, no hacen sino subirle la
vara a la parte inconsciente de la ambivalencia: el temor.
Ahora, ¿qué sucede cuando, como postulo en el mismísimo
título de este blog, no hay temor al castigo? Porque la cárcel, la prisión, la
privación de la libertad, como único sistema de castigo actual (monopólico,
entonces), no le mete miedo a nadie. Bueno, podemos imaginar entonces que la
parte consciente, ese deseo fortísimo de algo prohibido, queda bastante
liberado. ¿Liberado para qué? Para la acción. Porque el tabú justamente lo que
impide, a través de sus prohibiciones y restricciones, es el paso a la acción.
En Totem y Tabú, Freud nos explica lo siguiente sobre el
totemismo:
“Estos pueblos han
adoptado ante sus prohibiciones tabú una actitud
ambivalente. En su inconsciente, no desearían nada mejor que su violación,
pero al mismo tiempo sienten temor a ella. La temen precisamente porque la
desean, y el temor es más fuerte que el
deseo. La disminución de esta ambivalencia ha tenido por corolario la
desaparición progresiva del tabú, que no es sino un síntoma de transacción
entre las dos tendencias en conflicto”.
Entonces, es lícito concluir que en estas sociedades
primitivas, el gran peso del temor inclinaba la balanza, logrando como
resultado la represión del deseo. Esto era posible porque el castigo a una
transgresión adoptaba magnitudes desproporcionadas. ¿Qué sucedió luego?
Conforme avanzó la civilización, esta balanza se fue equilibrando provocando
–tal como dice Freud-, la desaparición progresiva del tabú. ¿Subió el deseo o
bajó el temor? Los remito, nuevamente, al título de este blog.
En el hombre primitivo, la ambivalencia afectiva era mayor.
Se supone que hemos progresado, desarrollado instituciones más avanzadas que el
tabú, que intentan cumplir el mismo rol (en líneas generales, permitir la vida
en sociedad en forma pacífica y ordenada), y eso ha redundado en la formación
de un sistema alternativo, un nuevo paradigma. ¿Funciona? ¿Qué creen? Yo creo
que funcionó bastante aceptablemente durante muchísimos años pero en la
actualidad, en mi opinión, está fracasando ampliamente. Incluso, me atrevo a
decir, que está a punto de colapsar.
Fíjense esto: el tabú, según nos explica Freud, funcionaba
como “síntoma de transacción entre las dos tendencias en conflicto”. Es decir,
era el sistema mediante el cual se administraba la energía circulante entre los
dos extremos de la ambivalencia afectiva (deseo/temor). Y funcionaba. A su
manera. Había muertes, claro, de los osados que se atrevían a transgredir el
tabú. Hoy, ¿quiénes y cuántos mueren? Inocentemente en sus hogares familiares,
a manos de sus propios progenitores, molidos a golpes, violados y asesinados.
¿Hay justicia para ellos? ¿Cuántas más muertes contabilizamos nosotros en
nuestro sistema “civilizado” en comparación al primitivo?
Hay otro par, más sugestivo aún, de ambivalencia afectiva:
amor/odio. Obviamente, el amor está en la parte consciente, y la hostilidad
hacia ese objeto amado, está escondida, muy escondida y reprimida, en el
inconsciente. Hete aquí, dice Freud, un problema psicológico: “hemos tenido ya frecuentes ocasiones de señalar
la ambivalencia afectiva -esto es, la coincidencia de odio y amor con respecto
a las mismas personas-, en la raíz de importantes formaciones de la
civilización, pero ignoramos totalmente sus orígenes”. Si Freud no puede
explicar este fenómeno, yo menos. Pero considero que, más importante aún que
encontrar las causas, es –habida cuenta del reconocimiento de tal problema-
pensar cómo podríamos intentar resolverlo, ¿no? O, al menos, equilibrarlo. Como
hacían los primitivos. Incluso, quizás, nuestra avanzada civilización podría
desarrollar mejores métodos de control social, más limpios.
Ahora, por favor, atención con esto:
“Nuestras investigaciones
psicoanalíticas de los sueños de personas sanas nos han revelado que la tentación de matar es más fuerte en nosotros
de lo que creemos, aun cuando escape a nuestra conciencia”.
No son suposiciones, no son teorías locas ni apocalípticas.
Freud lo comprobó empíricamente en consultorio a través de técnicas
psicoanalíticas. Ese lado
salvaje que vengo mencionando desde el principio de este blog, y que
vengo advirtiendo desde mucho antes, está ahí, latente. Pero si yo lo puedo ver
es porque abandonó su estado de total represión y está emergiendo. Caso por
caso. Y, lo que es peor, cada nuevo caso (de crimen intra hogar) suscita, mediante
ejemplo y contagio, al siguiente. Este será el tema de la semana que viene.
Siempre que exista una prohibición ha debido de ser motivada
por un deseo, eso ya lo sabemos. Ahora bien, “como base de la prohibición hallamos generalmente un mal deseo, un
deseo de muerte, formulado contra una persona amada y ese deseo es reprimido
por una prohibición”. ¿Se acuerdan que cerré el post de la semana pasada
mencionando un tal big bang social oculto en un deseo reprimido ancestral? Aquí
está. El deseo de muerte contra la persona amada, profundamente inconsciente,
está en la base de la ambivalencia afectiva, que a su vez es la raíz de las
formaciones sociales. Imbricado problema tenemos.
¿Qué pasa con los neuróticos? Esas personas obsesivas, con
escrúpulos morbosos y constitución psíquica arcaica, que Freud asimila al
hombre primitivo por encontrar en ellos huellas mnémicas de un infantilismo
psíquico comparable al totemismo. Todo eso de lo que ya hablamos acá.
Nuevamente, son la prueba viva de lo postulado teóricamente. Resulta que “un neurótico puede sentirse agobiado por un sentimiento de culpabilidad que sólo
encontraríamos justificado en un asesino varias veces reincidente, y haber sido
siempre, sin embargo, el hombre más respetuoso y escrupuloso para con sus
semejantes. Más, no obstante, posee dicho sentimiento una base real.
Fúndase, en efecto, en los intensos y
frecuentes deseos de muerte que el sujeto abriga en lo inconsciente contra
sus semejantes. Al someterle al tratamiento psicoanalítico, teme siempre
manifestar sus malos deseos, como si la exteriorización de los mismos hubiera
de traer consigo fatalmente su cumplimiento. Esta actitud y las supersticiones
que dominan su vida nos muestran cuán próximo se halla al salvaje”.
Como siempre, fascinante. Vamos a presentar ahora,
brevemente, y para ir cerrando por esta semana, al siguiente actor principal de
esta historia: la culpa. La misma que sentía fuertemente el salvaje al
transgredir el tabú, mandamiento de su conciencia. Esa misma que siente el
neurótico obsesivo, pero con una grandísima diferencia. A saber:
“La consciencia de su culpabilidad no se basa en actos
ningunos, sino en impulsos y sentimientos orientados hacia el mal, pero que
jamás se han traducido en una acción. La consciencia de la culpabilidad que
agobia a estos enfermos se basa en realidades
puramente psíquicas y no en realidades materiales”.
Qué decepción! Dice Freud. Todo ese mundo imaginario que se
construyen, que termina agobiándolos, nunca se traduce en una acción real. Las
prohibiciones obsesivas –esas prohibiciones tabú individuales que referíamos la
semana pasada-, terminan siendo para los enfermos “precauciones y castigos que se infligen a sí mismos porque sienten con
una acrecentada energía la
tentación de matar”. Es sumamente
paradójico que se considere “enfermos” a quienes efectivamente logran –mediante
el método que sea, cuestionable o no- reprimir férreamente, obsesivamente, esa
tentación de matar. ¿En qué lugar deja parados a quienes sí se dejan llevar por
el deseo prohibido y asesinan a su hijo?
Porque, verán, toda esta cuestión de deseo/prohibición “tiene por condición que uno de los dos términos de la oposición
permanezca inconsciente y quede mantenido en estado de represión por el otro, obsesivamente dominante”. Entonces,
si me permiten, lo que está faltando hoy en día es más de ese componente
obsesivo que nos resguarda de matar. Hacen falta más neuróticos obsesivos,
perseguidos y agobiados por el sentimiento de culpa, quienes, mediante actos
sustitutivos logren desviar el deseo prohibido hacia satisfacciones
compensatorias. No necesitamos salvajes desatados con libre paso a la acción.
Incluso mejor, ¿por qué no pensar en una alternativa
superadora, otra forma de lidiar con esta ambivalencia afectiva que se encuentra
en la raíz de todos los problemas de agresividad que presenciamos y vivimos
activamente? Lo dejo a consideración.

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