El monstruo que todos llevamos dentro


Él es Josef Fritzl, denominado “el monstruo de Austria”. Seguramente les resuene este caso porque fue un escándalo mundial. Yo tenía 23 años cuando fue capturado por violación, incesto y secuestro de su propia hija, con quien tuvo además 7 hijos/nietos en el sótano de su casa.

Yo creo que fue éste el caso que, allá por esa época, despertó en mí una alarma. Quedé atónita, fascinada, no podía dejar de leer detalles de lo que esta persona había hecho. Sabía que algún día iba a intentar explicar.

Muchos podrían pensar que el principal crimen de este señor es la violación. Pero yo les digo que no. Que la violación le queda chica. Incluso el incesto, el mayor tabú de la cultura humana, le queda chico. Josef fue mucho, muchísimo más allá. Siendo ingeniero, logró montar un departamento subterráneo totalmente equipado, de apenas 1,70 metros de altura, donde planeó escrupulosamente secuestrar y someter a su hija Elizabeth de por vida.

24 años. Casi un cuarto de siglo vivió esta mujer encerrada en 18 metros cuadrados siendo violada una y otra vez por su padre, dando a luz reiteradamente, educando como podía a sus hijos, que nacían condenados a vivir la misma vida miserable que ella. Niños que durante todo ese tiempo, no vieron la luz del sol ni estuvieron en contacto con ninguna otra persona, que no fuera ese monstruo que bajaba a lo más profundo de las tinieblas para hacerles conocer el horror en primera persona, una y otra vez.

El mayor crimen de este señor, el más grave de todos, es uno al que yo le otorgo una categoría entera: cautiverio. Porque además de violar incestuosamente, Josef creó y diseño a medida, no sólo el lugar donde esto iba a suceder, sino que también creó a su víctima. Resulta que este hombre, que luego de su arrestó confesó “haber nacido para la violación”, había sido arrestado y condenado en el año 1967 por violar a una mujer. Tan sólo un año y medio después, gracias a nuestro exquisito sistema penal y judicial que venimos discutiendo desde el inicio, logró salir en libertad. Volvió con su mujer Rosemarie, quien merece todo un capítulo aparte (ya nos ocuparemos de ella), con quien ya tenía tres hijos y siguieron su vida juntos.

Ahí es donde cambia la historia, da un vuelco. Evidentemente esos 18 meses en la cárcel le sirvieron a Josef para pensar, mucho. Por un desquite, por una violación, tan sólo una, había caído preso. Entonces cuando salió, volvió con su esposa y concibieron a su cuarto hijo: una mujer. Justo lo que Josef necesitaba. Cuando Elizabeth tenía 11 años comenzaron las violaciones.

Una joven Elizabeth, ya mayor y decidida a huir de su martirio, logra escapar, con ayuda de un amigo. Se van a Viena, donde Elizabeth consigue trabajo como camarera y empieza a creer que su calvario había terminado. Pero no, claro. Josef no la iba a dejar ir, ella era su presa. La buscó y la encontró. Ya nunca más iba a escapar, por eso siguió perfeccionando su plan para gozar de su vida pecaminosa, sin exponerse a ningún riesgo. Por eso el bunker. A los 18 años Elizabeth fue secuestrada por su propio padre, en su propia casa, y nunca más vuelta a ver, hasta que un hecho fortuito y triste a la vez, logró terminar con su condena.

Digo cautiverio como el principal crimen, el más grande, porque violar, muchos pueden hacerlo. Pero hacer lo que hizo Josef, no. Él es único. El fue más allá de todo, cruzó todas las líneas y todos los límites. Tendremos que estar atentos para ver si alguien logra superarlo. Él fue catalogado, justamente, “el monstruo de Austria”. Y ciertamente es un monstruo, ¿quién podría negarlo? Pero es uno de nosotros.

En Vigilar y Castigar (Foucault) se delinean dos vertientes ideológicas: una que arroja al criminal fuera de la sociedad, en línea con la teoría de pacto social esbozada por Rousseau, y otra que habla de un monstruo vomitado por la naturaleza, un salvaje, alguien que está por fuera de lo social. Yo creo que hay que considerar una alternativa intermedia. No es un monstruo vomitado por naturaleza. Es un monstruo de la naturaleza: de la naturaleza humana.

 Mi hipótesis de trabajo es ésta: cuando Josef Fritzl, a sus 73 años, capturado por violar y secuestrar a su propia hija durante décadas en el sótano de su casa, y concebir 7 hijos/nietos con ella, confiesa “violar a mi hija era como una adicción”, lo que está diciendo es que le provocaba tanto placer hacerlo, que no podía parar. Me atrevo a poner en boca de él, algo que a él, siendo el monstruo que es, le faltó decir para completar su testimonio.

Porque, de no ser así, de provocarle asco, repulsión, rechazo, hubiera parado. O directamente nunca lo hubiera hecho, ¿no? Pero no. Era demasiado goce. Él no quería vivir sin eso. Su vida era aburrida, incompleta, insulsa. Violar, someter a sus víctimas, lo hacía sentir poderoso, lo vigorizaba. Y como con mujeres ajenas a su familia, no tenía ni las más remota chance de volverlo un hábito, creó un plan macabro. Iba a gestar una hija de su sangre, quien sería su musa, su juguete privado, alguien que nadie podría sacarle. Ni su propia esposa, quien vivía amenazada y aterrorizada y era tan cómplice como él de toda esa escena de terror. Porque nadie puede vivir en una casa donde sucede algo así, tantos años, sin saber lo que está pasando.

Josef Fritzl es un monstruo, y podría ser cualquiera de nosotros. Porque no es extraterrestre, lo creamos nosotros, es producto de nuestra sociedad y de nuestra cultura. Mirarlo horrorizado, justificarlo diciendo que era así porque él mismo había sido violado, no soluciona nada. Es mirar para un costado. Como hacía Rosemarie, cuando su hija era violada por su esposo una y otra vez. Despertemos a Rosemarie. Esa mujer asustada, cómplice, incapaz de enfrentar el problema del horror, somos todos nosotros como sociedad.

Los criminales suben y suben la vara, cada vez se vuelven más y más violentos, y nosotros miramos. Miramos incapaces de hacernos cargo de ése, que es nuestro problema. No son monstruos vomitados por la naturaleza, personas dementes, excepcionales. Son uno de nosotros. Cualquier ser humano podría, dadas las circunstancias, barrer con todas las limitaciones y frenos que la cultura impone y animarse a vivir una vida llena de goce y placer, sin importar las consecuencias, como Josef.

Y aclaro algo con respecto a la locura: Josef Fritzl no estaba loco. Él sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Era un perverso, por supuesto. Pero la causa de su comportamiento no se debía a una enfermedad mental. Él mismo confesó, atención con esto: "sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien, que debía estar loco por hacer una cosa como ésa”. Él sabía, él era consciente. Su esposa también. Pero no podían salir de ahí, estaban atrapados. Él por el placer, ella por el horror y el miedo.

En el medio de toda esta historia se sumaron más condimentos, como un bebé muerto a los tres días de nacido, quemado en el horno por el propio Fritzl para deshacerse del cadáver. Cientos de mentiras sobre el paradero de Elizabeth, con cartas manuscritas diciendo que no la busquen, que se había ido a una secta. Hijos que pasaban a vivir a la parte superior de la casa, porque abajo eran tantos ya que no cabían. Y estos hijos/nietos eran adoptados por sus abuelos y desarrollaban una vida “normal”, todos sabiendo lo que pasaba en el sótano.

Gracias a historias como éstas, que no son ficción, podemos adentrarnos a conocer esta naturaleza humana, que de casta y pura no tiene nada. Sólo cuando podamos asumir y hacernos plenamente responsables del monstruo que, potencialmente, todos llevamos dentro, vamos a poder controlarlo, como sociedad, y domesticarlo. Para que los Josef Fritzl sean un caso en mil, y no empiecen a multiplicarse.

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