El placer de matar. Shhh, de eso no se habla.
¿Saben lo que es un tabú? Un
tabú es algo de lo que no se habla. Tiene que ver con lo prohibido. Durante
miles de años, el sexo fue un tabú. De eso no se hablaba, ¿se acuerdan? De
hecho, hasta hace poco era así. Yo recuerdo mi infancia (tengo 36 años) y a mí
no me hablaron de sexo. A la generación de mis padres tampoco les hablaron de
sexo. Mis abuelos, de no ser porque tenían nietos, podrían haber pasado como
vírgenes. La religión es otro tabú. Todos los temas verdaderamente importantes
y fundantes son, en cierta forma, un tabú.
¿Por qué les parece que pasa
esto? No hay nada más personal que el sexo. Ese encuentro piel a piel, donde no
hay otra cosa que dos cuerpos fundiéndose. Dos almas en plena comunicación, sin
palabras. No hay nada más personal que la religión. Son nuestras creencias. Lo
que nos motiva, lo que nos ayuda a dar sentido a nuestra realidad.
No se habla de lo que da
miedo, de lo que asusta, de lo que no se entiende y, finalmente, de lo que no
se tiene permitido hablar y menos pensar. Por suerte muchos tabúes van cayendo,
van perdiendo su fuerza. Hoy podemos decir que se habla mucho más de sexo, se
educa sobre las relaciones sexuales. Aun cuando siguen provocando cierto pudor,
se entiende la necesidad de poner en palabras ese acto de lo más reflejo del
ser humano.
¿Y qué pasa con la locura?
Otro tabú, en parte. Van a ver cómo en lo sucesivo toda la idea de enfermedad
mental va a empezar a copar toda la escena discursiva. Ya lo está haciendo.
Porque todos esos crímenes que no entendemos y que se están multiplicando de
forma que asusta, tienden a relacionarse –ya lo vimos-, al menos en principio,
a la locura.
Pero a mí interesa ir más
allá de lo evidente, de lo básico. Porque hay toda una zona gris que ya fue
vislumbrada por los grandes pensadores, que existe desde siempre, y que va
ganando terreno, poco a poco, oscureciendo las pocas luces que nos quedan. Esa
zona gris es la zona de los instintos.
¿Qué es un instinto? Si nos
apoyamos en el modelo psicoanalítico de Freud, un instinto es algo así como una
pulsión. Un deseo irrefrenable de. No todo deseo puede ser satisfecho, por eso
interviene la represión, el proceso psíquico sobre el cual se edifica toda la
cultura humana.
Porque eso es, en
definitiva, lo que nos diferencia de los animales. Que tenemos cultura, que
podemos dominar nuestros instintos más salvajes. Primer paso importante:
reconocer la existencia de estos instintos. Cuando digo instinto salvaje no me
refiero a devorar con un hambre voraz un alimento, cualquiera sea. No me
refiero a copular como perros en celo. Me refiero a matar. A eliminar a un
otro, que es una presa; no para comerlo, como en el reino animal, pero sí para
dominarlo, callarlo, eliminarlo, por puro placer. No es la cadena alimenticia,
es otra cosa.
Acá la palabra que define
todo es “placer”. Veamos un poco de qué se trata: “Si hay placer, el instinto ya no es automático. Acompañado de placer,
el instinto es necesariamente reconocido, registrado por el sujeto como
susceptible de provocar un placer. Por lo tanto, entra naturalmente en un
cálculo y, por consiguiente, no se
puede considerar como proceso patológico” (Foucault, “Los
anormales”).
Entonces tenemos dos tipos
de instintos: el que podría catalogarse de automático, es decir, involuntario,
y que podríamos asociar con las necesidades vitales más básicas y acuciantes (el
instinto de supervivencia podría entrar en esta categoría). Y, por otro lado,
tenemos los instintos ¿voluntarios?, mediados por el cálculo y la razón. No se
pierdan el siguiente post donde vamos a analizar el caso del abuelo que mató a
quemarropa a su nieto que lo agredía. Excelente ejemplo para trabajar este
tema.
¿Qué logramos al abrir la
noción de instinto? Básicamente separar, identificar y abordar aquellos casos
en los que el instinto salvaje de matar no opera de forma “inocente”, sino
buscada, deseada. De eso no se habla, ¿no? Humanos que desean matar =
psicópatas. ¿Y si no es tan así? ¿Y si todos nosotros contamos con ese instinto
mórbido, perverso y molesto, incómodo, de querer matar a otro pero por no darle
entidad lo negamos, lo tapamos, lo reprimimos, hasta que un día nos domina y
nos condena? Vale para una persona, vale para la sociedad entera.
Yo me voy a plantear las
mismas preguntas que se plantea Foucault, que aún no cuentan con una respuesta
plena. “¿Es patológico tener instintos?
¿Es o no una enfermedad dejarlos actuar, dejar que se desarrollen sus
mecanismos? ¿Se puede tener influencia sobre ellos? ¿Se pueden corregir? ¿Se
los puede enderezar? ¿Existe una tecnología para curar los instintos? ¿El instinto del hombre, es el instinto del
animal? ¿El instinto anormal del hombre, es la resurrección de instintos
arcaicos del hombre?”
Sin duda, Sigmund Freud nos
ayuda mucho a entender esta problemática. ¿Qué dice él? En “Más allá del
principio de placer” podemos encontrar una explicación muy sólida de la
dinámica de los instintos; o pulsiones, como él los llama. Nuestro sistema
psíquico se rige por el principio de placer cuyo objetivo es mantener estable
la cantidad de excitación (proveniente de los estímulos internos del organismo
y externos) presente en él. Una tensión displacentera activa este mecanismo que
acude en nuestro auxilio, brindándonos la solución llave en mano para tramitar
el conflicto. Así, mediante la represión y los procesos secundarios de
investidura podemos ligar la excitación de las pulsiones y mantener estable
nuestro sistema psíquico, aferrándonos al principio de realidad.
Mis disculpas a los
psicólogos si cometo alguna equivocación teórica. Soy una simple lectora y
fanática de Freud, más no una licenciada en psicología. Tomo su teoría porque
es esencial para hablar de este tema. Más allá de la teoría dura, de manual, me
interesa puntualizar en ciertos aspectos, relacionándolos al tema que nos
convoca: el crimen. Freud nos cuenta que ciertas pulsiones son “inconciliables”
por sus metas o requerimientos. Son prohibidas, traduzco. Obviamente estas
pulsiones, en un principio, van a ser rápidamente reprimidas, ahogadas en el
fondo de nuestro inconsciente, para que no puedan aflorar. Ahora bien, sucede
que “lo inconsciente no aspira a otra
cosa que a irrumpir hasta la conciencia o hasta la descarga, por medio de la
acción real”. Imaginen un pájaro carpintero que está todo el tiempo,
rítmicamente, taladrando el árbol de nuestra conciencia. Poquito a poco lo va a
ir agujereando. ¿De qué depende que logre su cometido? Pues, según el propio
Freud, de cuán avanzando sea nuestro desarrollo. En otras palabras, de cuánta
más fuerza tengan nuestras represiones por sobre nuestras pulsiones. A más
cultura, menos salvajismo. Lisa y llanamente. “El camino hacia atrás -dice Freud-, hacia la satisfacción plena, es obstruido por las resistencias en
virtud de las cuales las represiones se mantienen en pie”.
Pasemos en limpio lo que
tenemos hasta ahora: la cultura humana, la vida en sociedad, en comunidades, se
basa, se apoya, en la norma. La norma como principio de regulación de lo que se
puede y lo que no se puede hacer (por eso los a-normales son los que están por
fuera de la norma). Para que las normas sean interiorizadas y aplicadas
individualmente debe, necesariamente, operar el principio de represión de las
pulsiones. Es decir, no podemos hacer lo que se nos antoja, hay reglas que
cumplir. ¿No matar? Es una de ellas. No es un mandamiento divino, de corte
religioso. Es una ley, penada por la justicia, esa que nosotros mismos nos damos.
En términos generales, una
conducta voluntaria ajustada a la norma es una conducta “sana”,
psiquiátricamente hablando. Vale decir, quien voluntariamente se presta a vivir
en sociedad, sacrificando la satisfacción de sus pulsiones más y menos punzantes,
es digno de pertenecer a ella. Quien, por el contrario, se deje llevar por sus
instintos más salvajes, arcaicos y primarios, desoyendo las advertencias,
priorizando su goce, haciendo valer su ley, como un déspota (véase el post “El
crimen es el mensaje”), por ese mismo hecho, y en ese mismo momento, sale del
esquema social para entrar, ¿adónde? ¿De vuelta al reino de la naturaleza?
Habrá que pensarlo y analizarlo.
Para ir cerrando, no puedo
no meterme en la madre de todos los instintos: el instinto sexual.
Prácticamente no hay pensadores que hayan podido no remitirse a él como la
fuente de todo lo que es esencialmente humano. Como dije al principio, no hay
nada más persona-l que el sexo.
“El instinto sexual es la más importante y la más imperiosa de las
necesidades que estimulan al hombre y a los animales. En presencia de un
trastorno del instinto, hay que referirse al instinto sexual como causa
posible, porque es, entre todos, el más impetuoso, el más imperioso. El
instinto sexual podrá dar lugar a toda una serie de comportamientos: el
bestialismo, la atracción por el cadáver humano, la atracción por la
destrucción, por la muerte de alguien, como productores de placer. Así, debido a su fuerza, el instinto
sexual es el más importante y, por consiguiente, el dominador en la economía
general de los instintos” (Foucault, “Los Anormales”).
No hay mucho más que agregar
creo, algunas pequeñas puntualizaciones simplemente. Freud dice que “las pulsiones sexuales son difíciles de
educar”. Y las nombra “pulsiones de vida”, en oposición a las pulsiones
yoicas (de muerte). Ese motor a mil revoluciones dentro de cada uno de
nosotros, llamado deseo, es lo que nos mueve hacia adelante. Sucede que, en
algunos de nosotros, la dinámica del deseo puede virar hacia la morbosidad, lo
perverso, lo oscuro, lo peligroso, lo prohibido. ¿Y entonces lo llamamos
patológico? ¿Y si empezamos a pensar que algo está fallando, quizá, en la
protección antiestímulo que menciona Freud como la barrera que nos protege
frente a distintos traumas que desestabilizan nuestro sistema psíquico, y en
muchas personas con bajo poder de investidura (ligazón), no pueden tramitarse
de forma exitosa sino que producen reacciones aún más violentas que las que le
dieron origen?
¿Y si la compulsión de
repetición por medio de la cual se pasa a modo activo un sufrir previo pasivo,
que logra así la venganza, es el medio por el cual muchas personas están
encontrando satisfacción, placer y revancha? Hago estas preguntas, no porque
creo saber que allí se encuentran las posibles respuestas, sino porque hay una
sola cosa de la cual estoy completamente segura: no podemos estar todos locos.
La locura existe como tal y se da en varios individuos por causas diversas.
Pero no creo, y acá hay que apoyarse nuevamente en las estadísticas, que todos
los casos de violencia doméstica que vemos día a día y que terminan en muertes trágicas
absolutamente evitables, respondan a un cuadro manifiesto y previo de
psicopatía.
Foucault describe un caso
muy interesante, no sé si es real, supongo que sí. Es sobre un hombre que toda
su vida tuvo que batallar contra el deseo de matar. Primero a su madre y,
cuando ella falleció, ese deseo de matar mutó a su cuñada. El enfermo, que se
reconocía como tal, era totalmente consciente de su instinto asesino y pedía
que lo aten a la cama cada vez que esa pulsión se volvía irrefrenable. No
quería causarle daño a su hermano y a sus sobrinos. Imagino cuán desarrollado
tendría que ser uno para lograr, primero identificar esa tensión displacentera
proveniente del propio interior del organismo, ponerle nombre; y luego, pedir
ayuda para evitar caer en esa tentación mortífera. Evidentemente no es cualquier
sujeto. Pero hay algo más detrás de este ejemplo: Foucault esquematiza una
especie de tríada, como la teoría del signo de Peirce. Tenemos, “en el centro, el instinto de muerte. A su
lado, el enfermo, que es su portador, su generador. Del otro, la mujer
prohibida, que es su objeto”. Signo (instinto), sujeto y objeto. En esta
economía del instinto, el signo, en la forma de deseo de matar, esconde, detrás
de él, como su sombra, un deseo de morir. Fascinante, ¿no? Me pasaría el resto
de mi vida teorizando y buscando respuestas sobre este tema.
Por eso “la cárcel ya no da
miedo”. Si ni siquiera tengo que ir. Me mato o me matan. Además, una vez
cometido el crimen, ¿quién me quita el placer vivenciado? Vivo o muerto, ya
gané. Me salí con la mía. Descargué toda esa catarata de excitación, mediante
una acción real, tan real como irreversible. Llena de éxtasis, en la forma más
pura que puede existir. Es más que sexo, supera un orgasmo. ¿Será así como se
siente? Habría que preguntarle al señor que acaba de dispararle cinco tiros a
quemarropa a su nieto que lo tenía harto con sus agresiones y forma de vida.
Ese momento en el que hacen un click y cruzan la línea. Para siempre. Sin
vuelta atrás. ¿Cómo se sentirá? Sólo puedo esbozar hipótesis, imposible
experimentar.
Una última cosa. Foucault
nos deja, en Los Anormales, una tarea para el hogar: elaborar el árbol
genealógico de todos los trastornos sexuales, para poder trazar el recorrido
desde el autoerotismo infantil hasta el asesinato. Claramente no puedo hacerlo
ni aportar nada, pero seguramente haya eximios profesionales que sí puedan y,
fundamentalmente, quieran teorizar al respecto. Sería de gran ayuda. Como un
mapa.
¿Por qué es tan importante
focalizar en el instinto sexual? Porque, de todos los instintos, es el que está
más expuesto a desviarse de la norma. La tangente por la cual se escapa, ¿saben
cuál es? La imaginación. El deseo sexual comienza justamente ahí, en la
imaginación. El instinto sexual, en tanto instinto “normal”, responde a una
dinámica del funcionamiento de los órganos sexuales. En cierto punto, y muy al
inicio, se puede emparentar a otros instintos, como el hambre, que está anclado
en los órganos de nutrición. Hay una necesidad vital, a la que hay que
responder con la satisfacción del estímulo que produce. Tenemos hambre,
comemos. Tenemos ganas de tener relaciones sexuales, copulamos. Pero no es tan
simple, no se queda ahí. Va mucho más allá en algunos casos, los problemáticos.
“El placer no ajustado a la sexualidad normal es el soporte de toda la
serie de conductas instintivas anormales, aberrantes, susceptibles de
psiquiatrización”, dice Foucault. Nuevamente la clave: la palabra placer.
Título, desarrollo, final. Todo se reduce al placer. No puedo mirar para otro
lado, cuando todo, absolutamente todo, señala en esa dirección. Tiene que
haber, debe haber, una gran cuota de placer en el acto de matar. ¿Cómo estudiar
sujetos no dispuestos a declarar, en la gran mayoría de los casos, esta
motivación? Sujetos que probablemente ni siquiera estén enterados de que eso
era lo que les pasó. Que sintieron algo, que quizá puedan recordar, pero que
muy probablemente no puedan ponerle un rótulo teórico. Es un tabú, al fin y al
cabo. Porque del placer de matar, todavía no se habla.

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