Lo que está fallando es la familia como institución normalizadora


Los cambios culturales y sociales del último siglo, a nivel general, son notorios. Nada que objetar al respecto. Lo vemos en la cantidad de derechos conquistados por parte, sobre todo, de minorías que habían sido sistemáticamente discriminadas y postergadas durante muchísimo tiempo. Hablo concretamente de todo lo que refiere a la identidad sexual.

Sin lugar a dudas, el hecho de que podamos vivir en una sociedad donde se respete al otro, aceptándolo tal cual es, es un gran avance. De nada servía la situación anterior en la cual sucedían las mismas cosas, pero detrás de un gran telón que ocultaba todo, y lo hacía parecer sucio o incorrecto. Celebro y festejo la falta de hipocresía, el poder vivir en libertad, sin tapujos.

Otro logro cultural tiene que ver con la abolición de los matrimonios por siempre y para siempre, pase lo que pase. Esa especie de sentencia de muerte a la que quedaban sometidas tantas personas, por el “qué dirán”. Así hubiera cuernos, falta de amor, maltratos, incluso diferencias de orientaciones sexuales. Todo se tapaba. Y se seguía. Eso, por suerte, ya no pasa más. Los matrimonios se sinceran. Cuando no se puede seguir, porque deja de ser sano para el ambiente familiar, o porque se acabó el amor, o por lo que fuera; dos personas que en principio decidieron unirse, con la misma libertad, se separan.

¿Qué puede haber de malo en todo esto? Nada, ¿verdad? Pero pensemos un poco, ¿y si estos cambios, sumamente positivos y francos, traen aparejados daños colaterales? ¿Consecuencias imprevistas? ¿Efectos no deseados?

Ahora me voy a explicar un poco mejor. Antes de que se exalten pensando que se trata de un pensamiento conservador, indaguemos juntos por favor. En “Los Anormales”, Foucault retrata tres figuras que constituyen el ámbito de la anomalía:

1.       El monstruo humano;

2.       El individuo a corregir;

3.       El niño masturbador.

Del monstruo algo hablamos ya, y vamos a seguir hablando, porque ahí centro la mayor parte de mi análisis. Al niño masturbador lo descarto (creo que la masturbación -cuando no es maníaca-, es de lo más natural y sana, de hecho). Y hoy nos vamos a meter con la segunda categoría: el individuo a corregir. Primero, empecemos por decir que todos nosotros somos “individuos a corregir”. ¿A corregir por quiénes? Por nuestras familias, tutores o responsables de crianza.

Resulta que la familia, como institución arcaica y fundadora de la base social y cultural, es el agente de normalización por excelencia, o al menos el primero. Es la instancia inicial mediante la cual adquirimos los conocimientos básicos sobre pautas y normas de conducta para ser “un buen ciudadano”.

Entonces, la primera diferencia que podemos marcar con la figura del monstruo humano es su índice de frecuencia. “El monstruo es la excepción por definición; el individuo a corregir es un fenómeno corriente”, describe Foucault.

La segunda diferencia tiene que ver con el marco de referencia. Mientras el monstruo humano desafía la ley entera, el pacto social, rompe con todo lo conocido; el sujeto a corregir aparece en un campo muchísimo más delimitado: en cada pequeña célula familiar. Es decir, cada familia, cada hogar, sabiéndolo o no, realiza una labor única y valiosa que tiene que ver con formar a los futuros adultos que sostendrán el sistema prácticamente en su conjunto.

Parece todo muy obvio, ¿no? Todo esto ya lo sabemos, pero yo apunto a pensar lo siguiente: ¿y si el aumento de los casos de personas adultas que pierden el control, que no son capaces de dominar sus instintos más violentos y terminan cometiendo crímenes atroces tuviera alguna relación con una falla a nivel de la constitución de esos sujetos? Planteo esto porque, como sostengo reiteradamente, no considero que la locura sea la causa que explique todos los asesinatos intra-familiares que vemos a diario. No creo que estemos asistiendo a una epidemia de enfermedad mental (si tomamos “la locura” en su acepción más dura, como trastorno psicótico).

La familia -de vuelta, a sabiendas o no-, ejerce un poder de domesticación sobre cada nuevo ser humano que nace en su seno. Pero no lo hacen solos. Los primeros años, en los cuales hay un bebé que requiere las asistencias más básicas, sí podemos decir que todo se centra en los padres o cuidadores primarios. Pero luego, conforme el niño va creciendo, intervienen otras instituciones que cumplen la misma función: la de normalización. Presten atención a la palabra. “Normal”. Normal es alguien que pasa desapercibido dentro del montón porque cumple con las reglas y porque hace todo lo que se supone que tiene que hacer una persona normal.

Por eso es tan brillante la obra de Foucault. “Los anormales” tiene que ver con eso justamente, con estudiar y analizar qué pasa con aquellas personas que no califican, que escapan de los parámetros. ¿Qué sucede con ellos?  Y en base a lo que venimos planteando, podemos mejor preguntar, ¿qué sucedió con ellos?

¿Qué pasó durante su infancia? ¿Por qué falló el proceso de normalización que lleva a cabo la familia como institución, en conjunto con la escuela, el barrio, la calle, etc? ¿Y si buscamos ahí las posibles causas de este desborde pulsional? ¿Y si la liberación de las cadenas que mantenían unidas a las familias más allá de sus voluntades tuvo como contrapartida la liberación de las estructuras que formaban adultos reprimidos y, por ello mismo, más civilizados y correctos que salvajes?

Perdón por la tosquedad de las preguntas, son hipótesis de trabajo. Las esbozo mientras las pienso. Pero son justamente sólo un puntapié para debatir, para buscar respuestas. Por algún lado hay que empezar.

La familia, dice Foucault, es “el principio de enderezamiento de lo anormal”. Si vemos tantos seres “anormales”, que hacen cosas que no podemos explicar, ni ellos mismos pueden, quizá convendría indagar en ese proceso de enderezamiento. Con suerte, podríamos encontrar algunas claves para entender el fenómeno social al cual estamos asistiendo. Repito: sin precedentes y en constante evolución y crecimiento.

Para cerrar, atendamos esta definición que nos brinda Foucault: “la persona que hay que corregir se presenta en ese carácter en la medida en que fracasaron todas las técnicas, todos los procedimientos, todas las inversiones conocidas y familiares de domesticación mediante las cuales se pudo intentar corregirla. Lo que define al individuo a corregir, por lo tanto, es que es incorregible”.

“Fracasaron todas las técnicas”. Me quedo con eso. Hay algo que falló en el proceso de domesticación de una persona que, llegada a una edad mayor (y no tanto), no puede ajustarse a la norma. No puede convivir en sociedad. No puede evitar matar a la fuente de sus estímulos más molestos. No puede, en definitiva, controlarse. Porque no aprendió, o porque no le enseñaron. Eso habrá que estudiarlo, caso por caso. Lo que sí queda claro creo, humildemente, es que puede ser un camino de análisis.

Y otra cosa. Si el individuo a corregir se define, siguiendo a Foucault, por ser incorregible, ¿significa que el tiempo de corrección caducó? Es decir, alguien que no logra encauzarse dentro de los plazos previstos para ello, ¿tiene más probabilidades de romper el pacto que lo une con la sociedad a la que pertenece, saliéndose, por eso mismo, de ella? Pongamos un ejemplo: una mujer, joven, apática, con claros problemas emocionales producto de una mala relación con sus vínculos primarios, se convierte en madre. No teniendo la estructura mental y emocional preparada para afrontar la dura tarea de cuidar de alguien más -alguien absolutamente indefenso-, se encuentra con que el amor que siente por esa criatura no sobrepasa la tensión que le provoca estar a cargo de ella. Para callar su llanto, el cual no puede atender, se violenta. La frustración la invade. No es el primer día, ni el segundo. En algún momento pega el primer golpe. Y automáticamente siente un efímero pero certero alivio. Se arrepiente, al instante. Invade la culpa. Hasta que vuelve la sobrecarga sensorial, el desborde, la angustia. Y la idea de un segundo golpe, arañazo, sacudón, grito, sobrevuela su mente, ya un poco perversa para ese entonces.

No necesito continuar la narración, ficticia por cierto. Sabemos adónde apunta. Son sólo conjeturas de lo que puede pasar por la cabeza de alguien que acepta internamente dañar a un niño, que además en la mayoría de los casos, es su propio hijo. Pasando la etapa de juzgar y de culpar ese accionar por demás bochornoso, ¿qué más podemos hacer? Intentar comprender. Para encontrar las claves de dónde está el origen del problema que aqueja a la humanidad toda. Porque los casos de violencia intra familiar se expanden con una velocidad comparable a la del fuego. Sin que podamos todavía siquiera saber qué lo originó. Ahí es donde tenemos que excavar, en encontrar el foco de incendio.

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