Un cuchillo de camping directo al corazón
El último día de agosto de este año, dos
automovilistas tuvieron un altercado callejero en la ciudad de Córdoba.
Aparentemente, producto de alguna mala maniobra, los autos se rozaron
provocando, quizás, algún raspón. Luego de eso, comenzaron a “putearse”, a
agredirse, bien a lo argentino. Hasta acá todo muy normal, ¿no? Típica escena
urbana. Pero atención, miren lo que pasó después. Uno de ellos, Ricardo Alberto
Jatuff, “en un rapto de locura”
-según describen los testigos posteriormente-, se baja del auto, agarra la
cuchilla del set de camping, que tenía casualmente en su auto, y se lo clava en
el corazón al otro. Fin del comunicado.
Por favor vean, en la imagen, el tenedor del set de
camping, tendido en la calle, donde la policía estudia la escena del crimen.
¡Sin palabras!
La víctima, un hombre de 44 años, de nombre Martín
Catalano, falleció pocos minutos después. ¿Vieron cuando les digo que basta
solamente con ver el noticiero un ratito cada día para obtener más y más
ejemplos que abonan la teoría que presento en este blog? Les juro que trato de
no mirar, a veces me entero de casualidad, o haciendo zapping. Porque me asusta
comprobar cuán sólido es el enfoque y cómo la realidad supera ampliamente
cualquier intento de esbozo teórico. Además, ¡va tan rápido! Para cuando
lleguemos, como sociedad, a advertir esta epidemia
de desborde emocional, ¿cuántas más víctimas van a haber fallecido por
estos “raptos de locura”?
Para empezar a desandar la noticia, vamos a decir
que, de acuerdo a lo que reiteramos una y otra vez, ese señor que bajó del auto
y le clavó el cuchillo de camping a ese completo extraño que “casi” le choca el
auto, no está loco. “Se puso loco”, que
no es lo mismo. A ese señor lo que le pasó es lo que intento describir en
cada nuevo posteo: se topó con un estímulo externo tan pero tan insoportable
para su sistema psíquico vigente, que no
pudo contener la emoción violenta que le generó y dejó fluir ese torrente
contenido, derribando cualquier barrera represora, y acabando en una fugaz pero concreta descarga pulsional.
¿Se acuerdan que la semana pasada hablábamos de
Minority Report, la película de Tom Cruise sobre pre-crimen? Y decíamos que el
protagonista se encuentra cara a cara con el sujeto que, según el sistema que
anticipa los crímenes, iba a ser su víctima fatal y, en ese preciso momento, y
aun descubriendo que ese señor es NADA MAS NI NADA MENOS que el asesino de su
hijo, “decide” no matarlo. ¿Qué quiero decir con esto? Primero, no me maten, no
se puede comparar una película de ficción con la realidad, ya sé, pero intento
rescatar en forma de metáfora, al menos, una posible conclusión. Lo que quiero
decir es que, si alguien, ficticiamente o no, puede contener el odio, la furia,
la bronca más visceral por haber perdido en manos de otro, a su hijo; ¿cómo
podemos pensar que otro alguien no pueda contener el enojo por una discusión de
tránsito cotidiana y hasta absurda? En síntesis, ese señor de 36 años, que vive
en Córdoba (Ricardo Jatuff), decidió matar a ese otro señor. Pero no lo hizo
solo. Lo acompañó todo un sistema social en crisis que, a través de él, nos
está advirtiendo sobre la peligrosa
falta de límites individuales.
Sigamos. Más argumentos para contrarrestar la primera
aproximación al hecho, la de la locura. Debemos pasar estas primeras barreras,
las de los clichés, porque hay mucho más detrás. Si el agresor en cuestión
hubiera agarrado su 9 milímetros con portación legal o ilegal, disponible en su
propio auto para hacer frente a cuestiones, pongámosle, de “inseguridad”,
podríamos estar hablando, en ese caso, de alguien que, al menos en forma
previsora o anticipada, estaba dispuesto a matar. Es decir, ya contaba en su
horizonte mental con la posibilidad de usar esa arma mortal. De otro modo, no
te comprás un arma. ¿Pero ustedes entienden que este señor cordobés, que se
recalentó con el tipo que le rozó el auto, y, producto de eso, lo invadió un
deseo feroz de acabar con él, se acordó en ese mismo instante que tenía el
cuchillo del camping, del asado que se comió el fin de semana, arriba del auto?
Y fue, rápidamente, sin pensarlo, lo buscó y lo convirtió en su herramienta improvisada para satisfacer ese deseo
tan pero tan dominante, que no tuvo la capacidad de controlar.
¿Saben qué hizo después de eso? Huyó. Se llevó el
cuchillo (la evidencia) y escapó con su auto blanco. ¿Saben que hizo unas horas
después? Volvió al lugar de los hechos y se entregó a la policía. Entonces,
¿qué sacamos en blanco?
1. No
fue un crimen premeditado, sino más improvisado. Fruto de las circunstancias de
ese momento particular.
2. Fue
un crimen producto de un desborde emocional, originado en una emoción violenta
imposible de controlar, a la vista de los hechos, por el sujeto agresor.
3. La
decisión de dar lugar a esa emoción violenta (en vez de reprimirla) y, en
consecuencia, asesinar de forma brutal al otro sujeto, es única y exclusiva del
sujeto atacante.
4. No
hay locura manifiesta. Hay plena responsabilidad e imputabilidad.
Y no hay locura porque es el mismo agresor el que se
entrega a la policía y reconoce la autoridad de los hechos. Asume la culpa.
Porque después de un rato, evidentemente, cuando la furia bajó y la conciencia
volvió a tomar la dirección de sus pensamientos, se dio cuenta de lo que hizo.
Estoy segura, sin conocerlo, y sin estar en su cabeza, que no quería matar. No
lo estoy defendiendo, por supuesto. Estoy intentando entenderlo. No para
justificarlo, aclaro nuevamente, sino porque este tipo de crímenes son los que,
a mi parecer, nos están desvelando un síntoma social.
¿Quieren más argumentos? El lugar estaba lleno de
testigos. Al lado de ellos, mientras discutían, había un puesto de choripanes.
Esos señores vieron todo el episodio, hasta incluso pudieron darle a la policía
el número de patente del prófugo. Este caso es la más pura evidencia de que, si
no logramos volver a estar en pleno control de nuestras emociones, poniéndonos
al resguardo del imperio de las represiones, podemos arruinar nuestra vida y la
de otros en un solo instante.
Imaginen si este tipo, que se enojó tanto, hubiera
bajado del auto, largado alguna puteada, y luego de eso se hubieran
intercambiado los datos del seguro. Si eso hubiera pasado, hoy cada uno de
ellos estaría con sus familias, viviendo su vida como lo venían haciendo, y con
todo el futuro por delante. Sin embargo, como eso no sucedió –no pudo suceder-,
uno está muerto, y el otro está preso.
Todo, absolutamente todo, dependió de una decisión
individual. La del señor que manoteó el cuchillo de camping y se lo clavó en el
corazón al otro. Yo creo que, si no hubiera tenido el cuchillo a disposición,
le hubiera apedreado la cabeza con algún adoquín del suelo. Ese desborde que
tuvo fue tan pero tan fuerte, que lo encegueció, bloqueó su mente. Todo lo que
aprendimos socialmente sobre la vida comunitaria, las normas, todo se
desvanece, en el momento en que le damos el control de nuestras acciones a esa parte salvaje que todos llevamos
dentro.
Eso es lo que está emergiendo. Nuestro lado salvaje.
Ese que creímos haber superado hace siglos atrás, gracias a nuestro sistema
cultural evolucionado. Habrá que seguir investigando las causas, para poder dar
con posibles soluciones, a nivel de una sociedad entera. En mi humilde opinión,
no son casos aislados, y ya dejan de ser la nota del día. Son hechos
recurrentes, que hay saber leerlos. O empezar a mirarlos desde otro lado.
Y una última cosa. Reitero mi hipótesis: ese señor de
36 años que perdió el control en una discusión de tránsito callejera, somos
todos nosotros. O podríamos serlo, como les quede más cómodo pensarlo.

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