Pensar el homicidio a través del suicidio

La semana pasada introdujimos a Emile Durkheim, uno de los fundadores de la sociología como ciencia y autor de la obra más completa sobre el suicidio. Me interesa hablar puntualmente de Durkheim y de su teoría sociológica sobre el suicidio porque él plantea, abiertamente, que el suicidio es un fenómeno social con causas netamente sociales. Vale decir, las circunstancias inmediatas que pretendidamente empujan al sujeto a quitarse la vida, no son más que excusas. Análogamente, yo pienso que lo mismo pasa con el homicidio. Creo que, detrás de cada madre que asesina a golpes a su propio hijo, debe necesariamente haber una causa social determinante. Creo, como lo dije a lo largo de varios posteos, que ese tipo de homicidios cristaliza el síntoma de la enfermedad de nuestra sociedad. Por eso voy a desandar torpemente el camino que trazó Durkheim con respecto al suicidio para intentar encontrar pistas que me permitan trazar paralelismos con respecto al homicidio.

En un informe del año 2020 sobre suicidios, elaborado y presentado por el Ministerio de Seguridad, se revelan los datos más salientes de las muertes violentas de ese año. Recordemos que se trató del año en el cual, a causa de la pandemia del COVID 19, la mayoría de la población permaneció aislada en sus hogares. Hay cuatro categorías de muertes violentas:

1.       Suicidios

2.       Accidentes viales

3.       Homicidios dolosos

4.       Homicidios culposos

Son muertes violentas porque no proceden de una enfermedad del organismo, ni constituyen, por eso mismo, muertes naturales; sino que son provocadas, abruptamente, por una fuerza externa. Tanto el que mata a otro, como el que se mata a sí mismo, provoca la muerte. Lo mismo sucede en el caso de accidentes de tránsito y homicidios culposos, con la grandísima diferencia de que, en ellos, no hay intención de matar, sino que la muerte sucede “por accidente”.

En ese orden se ubicaron las estadísticas de muertes violentas del año 2020. Lideraron los suicidios con 3171 fallecimientos (35%), seguidos muy de cerca por los accidentes viales (33%) que, habitualmente constituyen la primera causa de muerte pero que, justamente en ese año, habían decrecido ampliamente debido a las restricciones de circulación. Los homicidios dolosos –o sea, los asesinatos con intención de matar-, acumularon el 27% y los homicidios culposos tan sólo el 5%.

Los números son concluyentes. Tanto los suicidios como los homicidios son las principales causas de muerte violenta en la actualidad y en ambos predomina la intención de matar(se). No me dedico a investigar la suerte ni la aleatoriedad así que no sabría que decir acerca de los accidentes de ningún tipo. A mí me interesa investigar los hechos en los cuales hay determinación humana, seguida muy de cerca por la determinación social.

A lo largo de su extensa y exhaustiva investigación, Durkheim plantea que existen tres tipos de suicidios:

1.       Suicidio egoísta

2.       Suicidio altruista

3.       Suicidio anómico

Voy a intentar explicar brevemente en qué consiste cada uno. Durkheim se dedicó a estudiar regularidades y diferencias. Estudió mapas del suicidio de toda Europa buscando pautas que le permitieran asociar factores. En primer lugar, observó una diferencia entre los pueblos católicos y los protestantes: en los primeros, el suicidio estaba muy poco desarrollado, mientras que, en los segundos, alcanzaba su pico máximo. La premisa de trabajo fue que “la superioridad del protestantismo, desde el punto de vista del suicidio, proviene de que se trata de una iglesia integrada con menor fuerza que la iglesia católica”. Sería el espíritu de libre examen promovido por dicha religión el que actuaría en contra de una acción moderadora más fuerte, como la que ejerce el catolicismo sobre sus fieles. Luego encontró similares características en la constitución familiar, pero ese tema merece un todo capítulo aparte (no se lo pierdan la semana próxima). En definitiva, la fórmula detrás del suicidio egoísta sería la siguiente: “el suicidio varía en razón inversa del grado de integración de la sociedad (religiosa, doméstica, política)”.

Lo explico: cuánto más desintegrados estén los grupos sociales de los que forma parte el individuo, más suicidios habrá. Por el contrario, dice Durkheim, cuando la sociedad está fuertemente integrada tiene a los individuos bajo su dependencia y, por consiguiente, no les permite disponer de sí mismos a su antojo. En virtud de nuestra constitución psicológica, no estaríamos en condiciones de vivir sin consagrarnos a un fin que nos exceda; sin una causa, una razón de ser, un objeto. Porque entonces, si la vida no vale la pena ser vivida, cualquier pretexto sirve para desembarazarse de ella. Así, resulta que el lazo que nos une a la causa común, nos une a la vida, aun cuando no lo sepamos o no seamos plenamente conscientes de ello.

Ahora bien, hay un humor colectivo, como hay un humor individual, dice Durkheim. Y este humor colectivo es el que inclina a los pueblos a la tristeza o a la alegría, que les hace ver las cosas risueñas o tétricas. Su teoría afirma que se forman “corrientes de depresión y de desencanto que no emanan de ningún individuo en particular, pero que expresan el estado de desintegración en que se encuentra la sociedad. Lo que traducen es, en definitiva, el relajamiento de las bases sociales, una especie de malestar social”.

El autor habla de la enfermedad social y explica cómo el individuo, al estar tan estrechamente relacionado a ella, no puede no ser atacado por la dolencia; su sufrimiento se hace el sufrimiento de ellos. “La sociedad puede generalizar el sentimiento que tiene de sí misma, de su estado de salud y de enfermedad”. Aquí podría estar una de las claves de por qué algunos individuos, evidentemente más permeables por el motivo que sea, absorben esa corriente de apatía y la traducen en actos individuales violentos que casi siempre corren con la suerte de pasar desapercibidos entre el montón y tienden a explicarse por sus causas inmediatas.

El suicidio egoísta sucede porque el lazo que une al hombre a la vida se aflojó, no sin antes romper el nexo que lo unía a la sociedad. Recordemos a Rolón en El duelo: “somos humanos en tanto estamos ligados al deseo y la palabra, y cortar el vínculo con ellos es morir, ya se trate de la muerte lenta del melancólico o de la muerte drástica del suicida”. Tanto la psicología individual como la psicología social coinciden en que, antes del suicidio, hay una desconexión del individuo con la dimensión de lo social.

Vamos con el segundo tipo de suicidio, que es diametralmente opuesto al anterior. Si un individualismo excesivo conduce al suicidio, un individualismo insuficiente -asegura Durkheim-, produce los mismos efectos. En este esquema, el hombre, en lugar de estar desligado de la sociedad, está con demasiada fuerza integrado a ella. Para explicarlo, Durkheim recurre a los pueblos primitivos. En ellos, el suicidio tomaba alguna de las siguientes formas:

·         Suicidios de hombres llegados a la vejez

·         Suicidios de mujeres a la muerte de su marido

·         Suicidios de clientes o servidores a la muerte de sus jefes

En todos estos casos, si el hombre se mataba, no era porque se arrogaba el derecho de hacerlo, sino porque creía que era su deber. Además, de faltar a esta obligación, se lo castigaba con el deshonor y con penas religiosas. De manera que, en el suicidio de tipo altruista, la sociedad hace presión sobre el individuo para que se auto destruya.

Existe, al día de hoy, según Durkheim, un tipo de suicidio específico que exhibe las mismas características del suicidio de los primitivos: es el suicidio militar. Es sabido que el ejército es un grupo macizo y compacto que enmarca fuertemente al individuo y le impide moverse con decisión propia. Recordemos lo que decíamos de los soldados bajo el mando del dictador Bukele, en El Salvador. Esta especie de obediencia ciega, sin cuestionamientos, se debe a que, como nos explica Durkheim, el soldado tiene los principios de su conducta fuera de sí mismo, que es exactamente lo que caracteriza al estado de altruismo. Más interesante aún es comprobar cómo, tanto Freud pudo estudiar al hombre primitivo a través de tribus totémicas australianas, como Durkheim a través de la moral del ejército. “De todas las partes que componen nuestras sociedades modernas, el ejército es la que recuerda mejor la estructura de las sociedades inferiores”, afirma Durkheim. De hecho, según Durkheim, “entre el suicidio altruista y el suicidio egoísta hay toda la distancia que separa a los pueblos primitivos de las naciones más cultas”.

Punto aparte para destacar un dato relevante, aportado por dos de los hombres más destacados de la ciencia: ese hombre primitivo y salvaje, aun siglos de cultura mediante, parece no abandonarnos. Está en la génesis de nuestra especie y, como sospecho hace tiempo, nos determina más de lo que quisiéramos. Incluso me atrevo a decir que, en épocas de crisis y cambios estructurales, como los que estamos atravesando en este cambio de siglo, es cuando más se asoma y se deja ver.

Entonces, retomando los tipos de suicidios, si establecemos una línea donde 0 indica la nula presencia de la sociedad y 100, la totalidad de ella, podemos decir que el suicidio egoísta y el suicidio altruista se encuentran en ambos extremos. “El suicidio egoísta se produce porque la sociedad, disgregada en ciertos puntos, o aun en su conjunto, deja al individuo escapársele; el altruista porque le tiene muy estrechamente bajo su dependencia”.

Nos queda un tercer tipo de suicidio: el anómico. Veremos en qué lugar de la línea se ubica. La anomia describe un estado de desorganización social como consecuencia de la falta o la incongruencia de las normas sociales. Durkheim nos explica que, tanto las crisis de carencia como las de prosperidad -en cuanto perturbaciones del orden colectivo-, tienen los mismos efectos. “Toda rotura del equilibrio, aun cuando de ella resulte un bienestar más grande, empuja a la muerte voluntaria”.

En este punto, Durkheim recurre a las diferencias con los animales para explicar por qué el hombre se desajusta, inclusive cuando todo parece ir bien. El equilibrio animal depende, únicamente, de condiciones materiales. Cuando el vacío está colmado, el animal se encuentra satisfecho y no pide nada más. Pero nosotros, en tanto seres humanos complejos, somos dobles: tenemos toda una dimensión física, al igual que los animales, a la que se añade la dimensión social. Y, además, ocurre que la mayor parte de nuestras necesidades no están bajo la dependencia del cuerpo. “Cuanto más se tenga, más se querrá tener, puesto que las satisfacciones recibidas no hacen más que estimular las necesidades en lugar de calmarlas. En estas condiciones, no se está unido a la vida más que por un hilo muy tenue y que a cada momento puede romperse. Para que pase otra cosa es preciso, ante todo, que las pasiones sean limitadas”.

¿Cómo se establece este límite a las pasiones? Viene, necesariamente, del exterior. “Es preciso que un poder regulador desempeñe para las necesidades morales el mismo papel que el organismo para las necesidades físicas”. ¿Quién ejerce ese poder regulador? Adivinaron, la sociedad. Si lo expresamos desde la psicología individual, sería a través de la instancia del superyó, de la cual ya hablamos en anteriores posteos.

Esta ley deben recibirla de una autoridad que respeten y delante de la cual se inclinen espontáneamente. La sociedad sola, sea directamente y en su conjunto, sea por medio de uno de sus órganos, está en situación de desempeñar este papel moderador, porque ella es el único poder moral superior al individuo, y cuya superioridad acepta éste. Ella sola tiene la autoridad necesaria para declarar el derecho y marcar a las pasiones el punto más allá del cual no deben ir”.

¿Tiene la sociedad esta autoridad en la actualidad? ¿Qué opinan? Recuerdo cuando hablábamos, el año pasado, de las fallas actuales de la justicia en tanto piedra angular del pacto social y planteábamos esta misma pregunta. “La justicia tiene la obligación de exigir que NADIE escape a las limitaciones que la cultura impone”, decíamos, y nos preguntábamos con toda honestidad si, a la vista de los altos índices de impunidad, estaba garantizando el pacto o atentando contra él.

Durkheim agrega una información que, a esta altura, para mí es crucial y me hace repensar toda mi hipótesis. Él dice que “es necesario que se obedezca a este poder (social) por respeto y no por temor”. En ese sentido, mi premisa de “la cárcel ya no da miedo”, usada para plantear la necesidad de un reforzamiento de las condenas (en tanto firmes e inamovibles, y no en términos de brutalidad), como función de la posible prevención de los crímenes, cede su lugar a un ideal más utópico. Que los hombres restrinjan sus pasiones salvajes por puro respeto y devoción al bien común y no por miedo al castigo. Por supuesto que sería el aspiracional pero, me pregunto, ¿es posible?

Durkheim habla, en todo momento, en términos de salud y enfermedad del cuerpo social. Y encuentra que, solamente cuando la sociedad está perturbada, ya sea por crisis dolorosas o felices, o por demasiado súbitas transformaciones, es transitoriamente incapaz de ejercer esta acción moderadora y es ahí cuando se producen las bruscas ascensiones de la curva de suicidios. Supongo, atrevidamente, que lo mismo debe pasar con los homicidios, ya que la acción de matar es la misma, sólo difiere su objeto. Como ejemplo, nombra el quebrantamiento de la organización del patriciado y la plebe en la antigua Roma y Grecia. “Son estados excepcionales que no tienen lugar sino cuando la sociedad atraviesa alguna crisis enfermiza”, afirma. Considero, trayéndolo a nuestros tiempos, que la crisis del sistema capitalista, en todas sus aristas, que se viene manifestando hace algunas décadas y cuyo final aún no se vislumbra, puede equipararse a ese tipo de crisis enfermiza que describe Durkheim. Que atrevida que soy! Es la impunidad de internet.

Volviendo al suicidio anómico, lo que sucede durante este tipo de corriente suicidógena es que el freno al que está sometido el hombre, que no es físico sino moral (es decir, social), está ausente. Entonces, si tenemos que ubicar al suicidio anómico en la línea que trazamos para medir la presencia de la sociedad en el individuo, y cuyos extremos son el suicidio egoísta y el suicidio altruista, diremos que el suicidio anómico, lejos de ubicarse en un punto intermedio, balanceando ambos extremos, se ubica justo al lado del suicidio egoísta; ya que tanto uno como el otro se producen por no estar la sociedad bastante presente en la vida de los individuos.

¿Cuál sería entonces ese punto intermedio, signo de un estado de “salud social”? El horizonte al que debemos aspirar. Durkheim lo plantea en estos términos: “Es preciso que rebajen sus exigencias, que restrinjan sus necesidades, que aprendan a contenerse más”. Es exactamente lo que venimos planteando cada vez que analizamos un crimen violento sin razón, como pueden ser el asesinato de Baez Sosa o el de Lucio Dupuy. En Tótem y Tabú, Freud propone poner en relación el nivel de cultura medido a partir de la represión de tendencias hostiles. En este blog, usamos esa fórmula para mostrar cómo se puede apreciar hoy en día una caída del nivel cultural cristalizado en los cientos de crímenes crueles, macabros y sin razón que forman parte de las noticias de cada día. Es decir, contenerse (en términos de violencia), para muchos individuos, está siendo casi imposible.

Cierro con esto: la propuesta de Durkheim para lograr el equilibrio social, y por ende el equilibrio individual, es someterse a una “sana disciplina”. ¿En qué consistiría? En alcanzar un grado medio de satisfacción que produciría un sentimiento de goce tranquilo y activo, un placer de ser y de vivir que, tanto para las sociedades como para los individuos, es la característica de la salud. ¿Cómo se lograría? Estando en armonía con nuestra condición y no deseando más que lo que se pueda legítimamente esperar. Esta especie de individuo elevado amaría lo que tiene y no pondría toda su pasión en perseguir lo que no esté a su alcance. Parece un planteo muy ingenuo o simple, pero en verdad no lo es. Cuando las pasiones fluyen sin freno –tanto las buenas pasiones como las malas pasiones-, es de esperar que choquen. En algún punto. Ese límite viene siendo el otro, en su acepción individual o social. Es necesario, hablando de la forma más generalista que se pueda, enmarcar al individuo, y con él, a la sociedad toda, dentro de límites convenientes, flexibles y no por eso menos efectivos. Menuda tarea tenemos para salir airosos de este cambio de paradigma.

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