“Le pegué unas pataditas en la cola”
“El día venía caldeado.
El pendejo había estado molestando toda la tarde. Se había comido un par de
golpes pero no paraba de llorar y densear. Cuando llegó la hora de que Magui se
vaya al laburo, la acompañé y volví rápido. Entré a casa y me encontré con Lucio
caminando arriba de un charco de leche que se había intentado servir solo, la
puerta de la heladera abierta, todo sucio. Me enloquecí. Empecé a cagarlo a
palos, con bronca. Pendejo de mierda! Siempre lo arruina todo! Me saqué,
confieso que me saqué. Le pegué varias patadas en el culo y un par de piñas.
Seguía llorando, gritando, iba a alarmar a los vecinos. Lo llevé al arrastre a
la ducha porque tenía manchas de sangre. Supuse que eran de él, pero no vi de
dónde salía. Abrí la ducha, lo desnudé y lo metí a empujonazos. Se me caía,
estaba como débil el pendejo, no sé qué le pasaba. Ahí me empecé a asustar.
¿Qué onda? Estaba flojo, lo terminé de bañar como pude, lo envolví en una
toalla y lo tiré en la cama para ir a buscar ropa para ponerle. Cuando volví a
la habitación se había caído boca abajo, ya no tenía reacción. Me di cuenta que
la había cagado. Que boluda!! Se me fue la mano. Lo agarré a upa y lo llevé a
la guardia. No puedo creer que se murió…”
Este podría haber sido el relato de Abigail Paez por el
crimen de Lucio Dupuy si no hubiera estado frente a los jueces y frente a un
país entero mirándola y juzgándola. En lugar de eso, dijo “le pegué unas pataditas en la cola”.
La autopsia, que no miente, habla de fracturas, mordiscos
(incluso en zona genital), violaciones por vía anal de corta y larga data,
quemaduras por cigarrillo, entre otras vejaciones. Lucio tenía tan solo cinco
años cuando falleció, a manos de su madre y su pareja. Golpeado, torturado,
insultado, como si fuera una basura humana. Convulsionó en el camino hacia el
hospital, producto de los múltiples traumatismos recibidos, que le ocasionaron
una hemorragia interna.
Claramente me quedé corta en el auto relato imaginario de
Abigail. Ese día, el 26 de noviembre de 2021, fue mucho, mucho más violento.
Pero mi imaginación no llega a tanto.
En este punto ya me estoy empezando a asustar, más de la
cuenta. El efecto
contagio es real. Está pasando. No podemos ignorarlo. Con toda la
repercusión nuevamente del crimen de Lucio, por instancias decisivas del juicio
y condena a las acusadas, suceden al menos dos nuevos crímenes, de similares
características. Casi idénticos.
Sus nombres son Milena, de dos años, y Renzo, de cuatro. Del
crimen de Milena a cargo de su propia madre y su pareja me acabo de enterar y,
a partir de esa investigación, me encontré con el caso de Renzo, que sucedió
hace un mes en Berazategui y no lo había visto.
Tres crímenes, tres niños y tres madres implicadas. Y sus
parejas. Siempre lo mismo: golpes. Feroces. Brutales. Como ya lo retraté
anteriormente, es David
contra Goliat. El crimen más absurdo. Un adulto frente a un niño indefenso
e incapaz de sobrevivir. Un adulto vomitando toda su furia
salvaje, irrefrenable, con la victoria asegurada y sin ningún tipo de
resistencia.
Son las propias madres quienes, no sólo participan de la
golpiza, sino que entregan casi como una ofrenda, el cuerpo de su hijo para que
su pareja descargue en él a gusto. No sólo hay complicidad; hay perversión,
porque hay voyeurismo. Hay un desprecio general por la vida, sobre todo por la
vida de los infantes. Niños y niñas que vienen a este mundo a sufrir y
padecer a manos de quienes, supuestamente, deberían ser quienes más los aman.
En todos los casos sucede lo mismo. Fíjense: una supuesta macana,
un “moco”, como lo describió Abigail sobre Lucio. Una “travesura”, como dijo el
hermano mayor de Renzo, quien lo acusó frente a su padrastro de haberse comido
los chocolates. Son los disparadores, las excusas, para iniciar el ataque. Un
ataque que es el último, pero que en ningún caso fue el primero. Es decir,
todas esas criaturas, cuando llegaron a la mesa del forense evidenciaban golpes
de corta y larga data. Entonces, ese último ataque, el más violento, el que
acaba con la vida, no sucede por generación espontánea. Es la consecuencia de
todas las anteriores golpizas que fueron permitidas. Por la madre, por la
familia, por los vecinos, por las maestras, por todos nosotros. Nadie -ni la
policía, ni el Estado, ni la justicia-, puede frenar estos casos de violencia
intra familiar, “crímenes
intra hogar” como yo los denomino.
En el caso de Milena, es absolutamente imposible dar cuenta
de una macana que se haya podido mandar una nena de dos años. Mejor dicho, sí,
decenas. Pero la pregunta es, ¿quién le pega a una criatura porque “se mandó un
moco”? ¿No es eso, acaso, lo que hacen los nenes chiquitos? ¿Portarse mal para
aprender a portarse bien? ¿No es eso la infancia? A Milena, a diferencia de los
otros dos varones, la dejaron agonizar durante varias horas. Casi un día entero
con la nena en la casa sufriendo por una hemorragia interna, producto de los
golpes. Un litro y medio de sangre encontraron en su estómago, y restos de
sangre coagulada en el pecho, lo cual indica “un largo estado de agonía”, en palabras de los médicos que la
recibieron. Durante un día la escucharon llorar, sufrir, y recién la llevaron
al hospital cuando ya tenía dos horas de fallecida, aduciendo, atención, que “se cayó de la cama”. Tenía una fractura
en la piernita de al menos treinta días de antigüedad. “Nunca fue atendida por un médico”, lloraban los profesionales…
En los tres casos, a la hora de presentar el cuerpo ante las
autoridades hospitalarias, el modo es el mismo: con mentiras, claro. Recordemos
que, cuando Abigail llevó a Lucio agonizando al hospital, dijo que habían
entrado a robar a la casa y le habían pegado al nene. Luego admitió, en el
juicio, que le pegó unas pataditas en la cola. En el caso de Renzo, lo llevó su
mamá argumentando que se había caído en la ducha.
No hay mucho más para agregar, las pruebas están sobre la
mesa. Yo insisto con lo
verosímil aplicado al crimen: estos homicidios suceden en la
vida real, son multi causales y sumamente complejos, pero no olvidemos que la
trascendencia mediática de todos los detalles de estas escenas de terror
caseras no sólo no ayudan a combatir esta epidemia de violencia sino que, muy
probablemente, la fogonean. Aún sin saberlo ni pretenderlo, claro está.
“La verdad de hoy (caso Lucio Dupuy) puede tornarse lo verosímil de mañana
(Renzo, Milena y todos los que
seguirán). Lo verosímil estalla en un punto. Un nuevo posible
hace su entrada, pero una vez que está allí, se vuelve un hecho de discurso”.
Se vuelve real (agregué yo a las palabras de Metz), porque las palabras crean
realidades.
Y antes de Lucio hubo otros crímenes seguramente, pero me
atrevo a arriesgar que menos violentos. Porque cada nuevo caso sucedido y dado a conocer sube la vara para los
próximos agresores. Cada hecho de violencia atroz permitido contra un
menor, sienta las bases para que el próximo violento lo tome como punto de
partida.
Cuando dije un poco más arriba que nadie puede prevenir este
tipo de crímenes, me refería a lo siguiente: son crímenes intra hogar, es
decir, suceden en ámbitos privados donde el Estado no tiene injerencia. Durante
dos mil años no sucedió, como estamos viendo ahora, una epidemia de niños
muertos a manos de sus propios padres o cuidadores. No había necesidad para
crear una jurisdicción en ese ámbito porque la familia era la más interesada en el bienestar de las criaturas. Hoy,
es al revés. Curiosamente, la sociedad y el Estado se horrorizan por el
sufrimiento y el padecimiento de niños abusados y maltratados por sus propios
padres y padrastros, quienes muestran muy poco entendimiento de la situación y
ciertamente nulas emociones. Es como si se sorprendieran del desenlace. ¿Nadie
les dijo que si le pegan violentamente a una criatura la pueden matar? Mejor
dicho, ¿nadie les dijo que no se les pega a las criaturas?
Pensemos en la locura que sería la prevención de este tipo de
crímenes: habría que supervisar constantemente con trabajadores sociales cada
casa donde residan menores de edad para comprobar que no sean objeto de abuso o
maltrato. Y cada segundo que estén solos al cuidado de sus padres, entre las
cuatros paredes de la privacidad de su hogar, podrían estar en peligro. Porque
la familia ya no es el seno de amor en el cual se crían los nuevos ciudadanos.
Es, en muchos casos (no en todos por supuesto), una fábrica del horror.
Y para que no crean que sólo se trata de crímenes intra hogar
de padres contra hijos, acá tienen el efecto
contagio del caso Fernando Baez Sosa. Misma escena: a la salida de un
boliche, esta vez en Bahía Blanca. Un grupo, una patota, agrediendo a una persona
quien, cuando ya está desvanecida en el piso, sigue recibiendo patadas en la
cabeza. Claro, si Máximo Thomsen ya lo hizo, está habilitado.
Me quedo con este párrafo que da inicio a la nota:
“Todo ocurrió en medio
de las repercusiones por el caso de Fernando Baez Sosa, asesinado a golpes a
sus 18 años a la salida de una disco de Villa Gesell en el verano de 2020”.
Los propios medios reconocen que estos nuevos casos se
enmarcan en los precedentes, de gran repercusión mediática. ¿No será ese el
problema?

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