Enemigos íntimos
El amigo de
Joaquín
Sperani no es un monstruo, ni un psicópata. Lo digo de entrada para,
a partir de un caso tan triste, seguir reafirmando mi teoría: ese crimen se
encuadra perfectamente en lo que denomino “crímenes
intra hogar”. Sucedió por una causa -que solo el nene de 13 años sabe-,
y se desencadenó de forma brutal y cruel, mediante golpes rudimentarios en la
cabeza de su amigo.
El caso ya
lo vieron, está en todos los medios. Todo el mundo desconcertado. Yo no. Este
tipo de crímenes son la tendencia, lo que se viene. Pronto van a dejar de
asombrarnos para pasar a formar parte de la “nueva realidad”, o nuevo paradigma
de criminalidad como di en llamar a este blog.
Joaquín
tenía 14 años cuando murió en manos de su mejor amigo desde tercer grado. No
sospechó cuando, como posible invitación a hacerse la rata del cole, lo condujo
a la casa abandonada que estaba a la vuelta. Iban caminando felices, riendo.
Así los captaron las cámaras de seguridad. Minutos después, Joaquín se
encontraría con el horror: su amigo, su hermano, empezó a golpearlo
salvajemente. Con lo que encontró, adoquines probablemente. La autopsia dice
que Joaquín “no se defendió”, no
tiene signos de haber luchado. ¿Cómo se iba a defender de un enemigo tan
íntimo? El nene no pudo salir de su asombro antes de morir cruelmente,
con su cráneo estrellado contra el piso, boca abajo.
El
sospechoso mantuvo la fachada lo más que pudo, apenas unas horas. Con mentiras,
logró tratar de explicar por qué tenía el celular de su amigo, que estaba
desaparecido y buscado por todo el pueblo de Laboulaye, en la provincia de
Córdoba. Un fiscal con experiencia no necesitó presionarlo mucho para sacarle
la confesión: “Yo lo maté”, dijo el
menor de 13 años mientras, en la habitación de al lado, los padres de Joaquín
sentían su corazón partirse en mil pedazos. No sólo perdieron a su hijo sino
que, en ese mismo acto, comprobaron que su mejor amigo, el nene que vivía en su
casa prácticamente, era el asesino.
Desconcierto.
Desazón. Intriga. Desilusión. Esos sentimientos pesan sobre todos nosotros al
enterarnos de noticias como ésta. Pero créanme, habrá más. Nuestra sociedad mundial
adolece de violencia. Y va a ser tanto más irrefrenable en la
medida en que no encontremos la forma de pararla. Ya no se necesitarán armas ni
grandes estrategias para acabar con alguien. Ni siquiera se necesitan motivos,
ni excusas, ni pretextos. Ya no serán muertes por inseguridad, ni robo, ni
venganza. Serán muertes absurdas, anti naturales. Como una madre que mata a su
propio hijo porque llora mucho, o un nene de 13 años que asesina vilmente a su
mejor amigo vaya a saber uno por qué.
Los padres
del asesino participaron de la búsqueda de Joaquín. Eran amigos de sus padres y
querían a Joaquín como a un hijo. Eran familia, ¿se entiende? Ellos son
igualmente víctimas porque no sólo encontraron el cadáver del mejor amigo de su
hijo, al que conocían desde chiquito y se quedaba a dormir en su casa; sino
que, en ese mismo acto, se enteraron de que su hijo es un asesino a sangre
fría. Sí, su hijo de apenas 13 años, un púber que tuvo la capacidad de amasijar
a golpes a un ser amado, sin poder atender a ningún freno moral ni apelar a
ningún tipo de remordimiento. Lo golpeó sistemáticamente unas diez veces hasta
que acabó con él. No le importó la sangre que salía del cuerpo de su amigo, ni
cómo se desfiguraba su rostro, así como tampoco probablemente atendió a los
gritos que le pedían piedad. Y reitero: no es un monstruo. Tampoco es un
psicópata, como dijo la mamá de Joaquín. No soy psicóloga ni psiquiatra pero
apuesto cualquier cosa a que ese nene de Laboulaye no tiene ningún trastorno
mental. Lo que a él le pasó fue otra cosa.
Ni siquiera
tiene sentido hurgar en los motivos que lo llevaron a cometer ese crimen. Cualquier disputa infantil hasta de las más
simples pudo haber sido el disparador para una persona que no pudo resolver el
conflicto de otra manera más que acabando con él. Algo me
molesta, me hiere, me angustia, me enoja, me enfurece y reacciono como si dos
mil años de cultura y represiones mediante no formaran parte de la escena. Se
desvanece ese mecanismo psíquico introyectado por el yo en la forma de superyó
que actúa como freno inhibitorio atendiendo a las normas sociales y culturales;
en definitiva, a las expectativas que la sociedad y mi entorno tienen sobre mí.
Descarto de cuajo que ese niño no haya tenido una crianza aceptable con cierto
grado de límites y contención. Después de todo, tenía un mejor amigo. Varias
cosas habrá hecho bien para ser querido y aceptado. Iba a la escuela, el otro
gran lugar donde aprendemos a comportarnos, donde nos enseñan qué se espera de
nosotros en cuanto a comportamiento y respeto.
Si las
pericias psiquiátricas llegaran a concluir que el menor presenta algún tipo de
rasgo psicótico, para mí representaría tan sólo la evidencia de una necesidad
acuciante de encontrar y revelar una explicación que nos tranquilice. Que nos
alivie en el sentido de no seguir haciendo preguntas que, por el momento, no
podemos responder. Una explicación que clausuraría
el sentido etiquetando a esta persona como “anormal” o, lo que es lo
mismo, “monstruo”. Pero, sobre todo, sería una explicación que una ciencia como
la medicina –si se sincera consigo misma-, no puede brindar, porque la
explicación a este tipo de crimen atroz sólo puede provenir de la sociología.
Y sí hubo
premeditación. Claro que la hubo. Joaquín fue llevado a ese sitio, esa mañana,
para acabar con él. No debe sorprendernos. Una mente humana, independientemente
de su edad, se conecta y se relaciona con las tendencias
sociales circundantes. Algo está pasando en el orden de lo social
para que ciertos individuos, con acrecentadas inclinaciones al homicidio, se
vuelquen a él sin mediar ni negociar internamente ninguna otra instancia previa
de resolución de conflictos.
También en
Córdoba, este mismo año, una mujer
asfixió a su propia madre con una almohada porque, según sus propias y desfachatadas
palabras “estaba cansada de cuidarla”.
De esto estoy hablando, precisamente. No hay mediación entre el sentimiento
incómodo y la acción violenta de dar muerte a un otro, que generalmente es del
propio entorno familiar. No hay tramitación exitosa de ese
malestar. En síntesis, no hay cultura.
Los padres
de Joaquín, en su desgarrador desconcierto, declararon que el amigo de su hijo
“era uno más de la familia”. Claro
que sí. Y también es “uno de nosotros”. No vino de Marte, ni se
creó por generación espontánea, ni se crio solo en la selva como Tarzán. Ese
nene de 13 años que asesinó salvajemente a su mejor amigo es producto de
nuestra sociedad violenta. Es una expresión más de nuestros síntomas de
profunda enfermedad. Es nuestro problema, al igual que todos los que
seguirán después de él.

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