Calle melancolía
En este blog hablamos de muerte. Semana a semana analizamos
muertes, pero no cualquier tipo de muertes. Nos interesan las muertes violentas,
aquellas que no suceden por una enfermedad o por un accidente, sino por la
decisión deliberada de una persona de dar muerte a alguien, o a sí mismo. Sí,
porque el suicidio, también es una muerte violenta. Es un homicidio contra uno
mismo.
El tema de mi tesina de grado es el suicidio, desde la
dimensión comunicacional porque estudié Comunicación Social. Entonces, lo
abordaré en relación a cómo se comunican las noticias de suicidios en los
medios y cómo el tipo de mensaje brindado colabora o no en la posible
prevención de dicha temática, teniendo en cuenta las sobradas pruebas sobre el efecto contagio. Porque el suicidio es una problemática social.
Tiene un aspecto indudablemente individual, pero también tiene todo un costado
social que le es inherente. Es decir, ningún suicida se va de este mundo sin
dejar un gran impacto en su comunidad. No nos es ajeno ni indiferente que
alguien se mate. Que alguien decida poner fin a su vida biológica.
Digo vida biológica porque, según nos enseña Rolón en El
duelo, “el suicida es alguien que
desaparece como sujeto humano aun antes de morir”. Eso sucede en el mismo
instante en que rompe su lazo con el deseo y con la palabra. Fíjense estas dos
dimensiones: deseo y palabra. Agrega Rolón: “el suicidio no es una decisión que tenga que ver con el valor o la
cobardía. El suicidio es el acto trágico al que llega quien rompe su relación
con el lenguaje”. Vale decir, en el momento en que deja de comunicarse, en
el preciso momento en que corta el lazo que lo une con la sociedad que lo
contiene, irrumpe un vacío imposible de llenar.
La semana que viene nos vamos a meter de lleno en la
perspectiva sociológica del suicidio, de la mano de Durkheim. Pero antes, voy a
hacer una pasada por la teoría freudiana que siempre, pero siempre, explica. Y,
si bien ambas disciplinas hablan de lo mismo, lo hacen cada una desde un lugar
distinto. Por ende, aportan respuestas y propuestas de análisis levemente
disímiles pero, creo yo, complementarias. La sociología se centra en la
sociedad como objeto de análisis. La psicología se
centra en el sujeto individual, y en su conexión con la sociedad. Por eso me
interesa ir y venir de la una a la otra.
Entonces, para recapitular, dice Rolón: “somos humanos en tanto estamos ligados al deseo y la palabra, y cortar
el vínculo con ellos es morir, ya se trate de la muerte lenta del melancólico o
de la muerte drástica del suicida”. Voy
a intentar comparar el proceso mediante el cual alguien que corta los lazos
sociales, se decide por una muerte violenta: la suya o la de un otro.
Pienso en Abigail Paez, golpeando sistemáticamente a Lucio Dupuy hasta matarlo.
En Máximo Thomsen pateando la cabeza de Fernando Baez hasta reventarla. Pienso
también en todos esos casos de padres y madres que asesinan a sus propios bebés
recién nacidos, por presuntos accidentes domésticos. Todos ellos, antes de
matar, ya habían cruzado un límite. El de lo permitido socialmente. El de la
norma. Transgredir las normas sociales es romper vínculo con ellas, que nos
sujetan fuerte a la vida.
En Argentina, el suicidio no es considerado un crimen, legalmente
hablando. Lo aclaro porque en otros países todavía lo es, aunque es
inentendible a quién podrán juzgar y condenar si el propio acusado ya se aplicó
a sí mismo la pena de muerte. Ahora bien, si tomamos el suicidio desde su
dimensión sociológica, sí es un crimen. Es un homicidio. Pero es sumamente
particular porque, a diferencia del homicidio tradicional, el suicida arremete
contra sí mismo. Se provoca su propia muerte. Las lesiones y el daño no son
proyectados hacia afuera, hacia un otro, sino que son introyectadas. Se hace
daño a sí mismo. Para mí esta diferencia no invalida la comparación.
Independiente de a quién decida matar, si a él mismo o al vecino, padre, madre,
hijo...el punto es que mata. Se convierte en asesino. Toma la decisión de dar
muerte.
Si analizamos el suicidio desde la perspectiva
psicoanalítica, nos encontramos con esto: “el
suicidio jamás es la opción de un sujeto deseante sino la irrupción del vacío
de alguien que se ha quedado sin la posibilidad de seguir hablando”
(Rolón). Le quita responsabilidad al sujeto, al que coloca en lugar de enfermo.
No es su elección matarse, lo hace porque ya no desea nada. No le encuentra
sentido a su vida, no proyecta, no une, no liga. Nada lo ata, socialmente
hablando. Yo creo lo mismo, pero también creo que el momento en el que toma la
decisión de darse muerte es racional. Lo decide; es más, lo planifica. Entonces,
rigurosamente hablando, su plan para matar no es muy distinto al de un
homicida. La única diferencia es que él se escoge como su propia víctima.
Si nos vamos a la filosofía, podemos decir que morir no es
una opción, vivir sí lo es. Todos vamos a morir, por eso nadie puede evitar la
muerte. Lo que el suicida evita es la vida. Elige no seguir viviendo. Y lo hace
a conciencia. Por supuesto no hablo desde la experiencia, sería prácticamente
imposible. Son conjeturas, producto de arduas reflexiones, continuas,
incesantes. Lo que tiene de interesante el libro El suicidio de Durkheim es
que, a pesar de hacer sido escrito en 1897, me da pautas muy trasladables a la
sociedad actual. Y me suma un punto de vista que, hasta ahora, la perspectiva
psicológica, por estar tan centrada en el individuo, no me había dado. Pero
esto es tema de la semana que viene.
Para cerrar este breve capítulo sobre suicidio (casi una
introducción), me quiero referir brevemente a la contracara de la muerte. A lo
que pasa después, en las personas que quedan sujetas a la vida. Lo que se llama
“el proceso de duelo”. Cierto es que, para mí, que estoy obsesionada con los
crímenes intra hogar y toda la lógica que los posibilita, lo que pasa a nivel
emocional en los seres allegados, analíticamente hablando, no me suma nada. No
me interesa, para decirlo brutalmente. Pero también soy humana y he atravesado
varios duelos. El libro de Gabriel Rolón me sirvió para entender que el duelo,
a pesar de tener mala prensa, es todo lo contrario a lo sombrío de su
referencia. El duelo está asociado a la vida porque es el campo de batalla en
el que el ensombrecido (el que ha perdido a alguien que amaba), pelea cuerpo a
cuerpo con el fantasma que lo abandonó. Demás está decir que no sólo se duela a
los muertos, también a quienes simplemente nos dejaron de amar. Y en esa
batalla, hay dos grandes enemigos: la depresión y la melancolía. A la primera
la conocí de cerca; a la segunda, por suerte, no. Es la más brava. La que se
lleva en vida a quienes no pueden soltar a su fantasma. Es la madre que deja
intacta la habitación de su hijo muerto esperando que algún día vuelva. Eso es
la melancolía, una muerte lenta y agónica.
Y si me preguntan a mí qué es el duelo, yo les digo que esta canción de Sabina lo resume
perfectamente:
Como quien viaja a lomos de una yegua
sombría
Por la ciudad camino, no preguntéis adónde
Busco acaso un encuentro que me ilumine
el día
Y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden
Las chimeneas vierten su vómito de humo
A un cielo cada vez más lejano y más
alto
Por las paredes ocres se desparrama el zumo
De una fruta de sangre crecida en el asfalto
Ya el campo estará verde, debe ser
primavera
Cruza por mi mirada un tren interminable
El barrio donde habito no es ninguna pradera
Desolado paisaje de antenas y de cables
Vivo en el número siete, calle Melancolía
Quiero mudarme hace años al barrio de la
alegría
Pero siempre que lo intento ha salido ya
el tranvía
En la escalera me siento a silbar mi melodía
Como quien viaja a bordo de un barco
enloquecido
Que viene de la noche y va a ninguna parte
Así mis pies descienden la cuesta del
olvido
Fatigados de tanto andar sin encontrarte
Luego, de vuelta a casa enciendo un
cigarrillo
Ordeno mis papeles, resuelvo un crucigrama
Me enfado con las sombras que pueblan
los pasillos
Y me abrazo a la ausencia que dejas en mi cama
Trepo por tu recuerdo como una enredadera
Que no encuentra ventanas donde agarrarse, soy
Esa absurda epidemia que sufren las aceras
Si quieres encontrarme ya sabes dónde estoy
Vivo en el número siete, calle
Melancolía
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía
En la escalera me siento a silbar mi melodía
Vivo en el número siete, calle
Melancolía
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía
En la escalera me siento a silbar mi melodía
Vivo en el número
siete, calle Melancolía
Todas las canciones de Sabina son poesías en forma de
canción, pero ésta, especialmente. Fíjense todas las referencias a términos
íntimamente relacionados a la pérdida y al duelo: habla de luces y sombras, de
fantasmas y ausencias. Tiene bronca y está cansado. El cielo está cada vez más alto
y la enredadera por donde trepan sus recuerdos ya no tiene de dónde agarrarse.
Quiere mudarse al barrio de la alegría, quiere volver a ser feliz, pero no
puede. Y se queda ahí, solo y melancólico, tarareando su melodía. El duelo es
un período de pausa, en el que el mundo sigue girando -para todos y para uno
también-, pero la psiquis está procesando, como puede, un arrebatamiento. Un
corazón roto. Y tiene que hacerlo, mientras sigue latiendo y respirando. Es un
by pass a corazón abierto y conciencia plena. Es un desgarro de dolor psíquico.
La buena noticia es que algún día termina, en parte. Se cierra la herida,
cicatriza. Y cada vez que ves la huella, te recuerda que sufriste y sobreviviste.

Comentarios
Publicar un comentario