Reforzar el temor para controlar el deseo prohibido

Estoy viendo una serie en Netflix sobre una policía que investiga crímenes. En determinado momento, tiene que enfrentar a un pedófilo convicto y se da entre ellos una charla sublime. La transcribo para poder pensar a partir de esta historia de ficción muy bien guionada:

Phil Dawkins: “No tengo permitido andar cerca de las escuelas”.

Marcella: “Porque le gustan los niños”.

Phil Dawkins: “Y las niñas. Pierdo interés cuando llegan a la pubertad. Miren, la actividad sexual con menores es totalmente inaceptable, por eso me mantengo en control. Aprendí a convivir con el hecho de que soy así”.

Marcella: “Ok, pero no siempre pudo mantener el control, ¿no?”

Phil Dawkins: “Cuando era joven dejaba que mis deseos me dominaran. Pasé 15 años en prisión por eso. ¿Sabe cómo vive en prisión alguien con mi propensión genética?”

Marcella: “Me lo puedo imaginar”.

Phil Dawkins: “No creo que pueda. Mi miedo a volver a perder la libertad es mucho mayor que el deseo de experimentar la sexualidad a pleno”.

Marcella: “Pero sigue siendo un pedófilo”.

Phil Dawkins: “No en ejercicio. Soy como un alcohólico sobrio”.

Marcella: “¿Está comparando el sexo con menores con beber demasiado?”

Phil Dawkins: “Es una enfermedad. Se activa el mismo mecanismo, sí”.

Marcella: “¿Habla con las personas, sus amigos, familia, colegas, sobre esta enfermedad?”

Phil Dawkins: “En una sociedad prejuiciosa como esta en la que vivimos, no veo la ventaja de decírselo a nadie. No lo digo”.

Dejando de lado que se trata de personajes de ficción, podemos usar esta charla en términos prácticos para analizar su contenido que bien podría basarse en un hecho real. Hay varias perlitas que quiero destacar. En primer lugar, el pedófilo es un señor adulto, condenado a 15 años de prisión por abusar de un menor, que recuperó su libertad y se halla en pareja con una mujer de su edad, esperando su primer bebé juntos. Es decir, este tal Phil Dawkins es una persona quien, producto de su experiencia, tiene ideas muy claras que se preocupa por exponer frente a los policías que dudan de él por un nuevo caso de abuso que están investigando:

·         El pedófilo sabe y entiende que el sexo con menores está totalmente prohibido por la sociedad en la que vive, a la que culpa por ser demasiado prejuiciosa y no permitirle vivir su sexualidad a pleno.

·         El pedófilo sabe que tener sexo con menores es una fuente inagotable de placer para él. Cuando era joven esos deseos prohibidos gobernaban su mente sin que él antepusiera ningún tipo de represión ni autocontrol.

·         Su paso por la cárcel, condena y quince años de reclusión en una prisión donde da a entender que lo violaron sistemáticamente como castigo por el crimen que había cometido, fueron y son motivo suficiente para que este pedófilo tema mucho más perder su libertad y volver a ese lugar oscuro donde la pasó muy mal a experimentar sus deseos sexuales prohibidos.

·         El pedófilo entiende y asume que lo que a él le pasa es una enfermedad, cuya causa atribuye a una propensión genética. Y la compara con cualquier otra adicción como el alcoholismo.

·         Por todo esto, el pedófilo se mantiene en control y aprendió a convivir con su condición.

No estoy en condiciones de afirmar si la pedofilia o el homicidio son o pueden considerarse enfermedades. Creo que más de allá del término o el rótulo que querramos ponerle a estas desviaciones, lo interesante es analizar de qué manera práctica podemos contenerlas. Como dice el título de este blog y como venimos exponiendo desde el pricipio, el sistema de castigo monopólico actual, que es el encarcelamiento mediante la prohibición de un derecho fundamental e inalienable como la libertad, no está funcionando como debería. Es decir, el miedo a ir a la cárcel que, como bien sabemos, en muchos casos no difiere sustancialmente de la realidad que deben vivir ciertas personas fuera de sus paredes y en plena libertad, no apalanca el deseo de cometer un delito o un crimen. Y esto está redundando en que cada vez más personas se inclinen a favor de dejarse llevar por sus deseos prohibidos (de matar, violar, robar, etc) aún cuando de esto resulte una condena y un castigo.

En el ejemplo de ficción, Phil Dawkins es un ciudadano británico que cumplió condena en una cárcel de su país y que manifiesta expresamente tener mucho más temor de volver a la cárcel que deseos de tener sexo con menores. Como verán, es una cuestión cuantitativa. En esta suerte de balanza cuyos extremos son el temor y el deseo, para que el deseo se mantenga abajo, reprimido, debe necesariamente subir el temor. Por eso digo e insisto en que la cárcel o cualquier método de castigo que elijamos debe volver a dar miedo, porque entiendo que es la única manera de que podamos volver a contener los crímenes pasionales.

¿Qué pasaba con los pueblos primitivos? ¿Se acuerdan del tabú? En las sociedades primitivas, e incluso después, hasta el sigloXVII, las penas infligidas a alguien que había violado una norma eran excesivamente desproporcionadas. Se castigaba los cuerpos, se los torturaba, como bien expuso Foucault en su obra Vigilar y Castigar. Con el advenimiento del humanismo se plantearon reformas necesarias para acabar con los baños de sangre que nos dejaban muy atrás en los escalones de la civilización. Todo este recorrido ya lo expusimos y lo analizamos. La consecuencia de humanizar las penas y de dejar de castigar los cuerpos para pasar a castigar las almas trajo como corolario una disminución de una de las puntas de la ambivalencia afectiva: el temor. Ese temor era el que mantenía a raya el deseo. Por eso, en el ejemplo que vimos de ficción, el pedófilo dice poder mantenerse en control y no dar rienda suelta a su propensión genética hacia deseos sexuales prohibidos por miedo a volver a la cárcel. Si es cierto que la pedofilia es una enfermedad, difícilmente pueda curarse pero sí puede elegir cómo vivir. Así como también puede elegir dejar vivir a sus víctimas.

Hay muchos componentes que se amalgaman en esta nueva realidad que nos toca atravesar. Por un lado, sociedades superpobladas, diversificadas, polarizadas, con grandes diferencias y abismos entre los que más tienen y los que menos tienen. Sistemas políticos y económicos diversos e ineficaces, individualismo, consumismo, aislamiento, exceso de información. Todos factores que inciden e influyen en el individuo, determinando sus acciones. Si nos enfocamos en Argentina, la crisis política (corrupción, grieta, falta de representación) converge con una crisis de la justicia, cómplice y responsable de la falta de cumplimiento de las normas. Entonces, en esta Argentina que nos toca vivir, apéndice de un problema global a gran escala, un homicida sin antecedentes que mata por matar, sin ningún trasfondo económico, que mata “porque no aguantaba más” y ese deseo fuerte de acabar con la fuente de sus estímulos más tortuosos se eleva por encima de su miedo a ir a la cárcel, se convierte en un objeto de estudio inquietante a mi modo de ver. No es cualquier asesino: no es un ladrón, no es un motochorro, no es un sicario, no es un psicópata. Es una madre o un padre que asesina a golpes a su hijo porque se porta mal. Es un hijo que decapita a su padre anciano porque no tolera seguir viviendo con él. Ya no son personas, son síntomas de una sociedad enferma, la nuestra.

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