Las 7 máximas de la buena condición penitenciaria
1) La detención penal debe tener como función esencial la transformación del comportamiento del individuo. La pena privativa de libertad tiene por fin la enmienda y la readaptación social del condenado (principio de la corrección).
2) Los detenidos deben estar aislados o al menos repartidos según la gravedad penal de su acto pero, sobre todo, según su edad, sus disposiciones, las técnicas de corrección que se tiene intención de utilizar con ellos y las fases de su transformación (principio de la clasificación).
3) Las penas deben poder modificarse de acuerdo con la individualidad de los detenidos, los resultados que se obtienen, los progresos o las recaídas. Siendo el objeto principal de la pena la reforma del culpable, sería deseable que se pudiera poner en libertad a todo condenado cuando su regeneración moral esté suficientemente garantizada (principio de modulación de las penas).
4) El trabajo debe ser uno de los elementos esenciales de la transformación y de la socialización progresiva de los detenidos. El trabajo penal no debe ser considerado como una agravación de la pena, sino realmente como una dulcificación. Debe permitir aprender o practicar un oficio, y procurar recursos al detenido y a su familia. Nadie puede ser obligado a permanecer ocioso (principio del trabajo como obligación y como derecho).
5) La educación del detenido es, por parte del poder público, una precaución indispensable en interés de la sociedad, a la vez que una obligación frente al detenido. El trato infligido al preso debe tender principalmente a su instrucción general y profesional y a su mejora (principio de la educación penitenciaria).
6) El régimen de la prisión debe ser tomado a cargo de un personal especializado que posea la capacidad moral y técnica para velar por la buena formación de los individuos (principio del control técnico de la detención).
7) La prisión debe ir seguida de medidas de control y de asistencia hasta la readaptación definitiva del ex detenido. Sería preciso no sólo vigilarlo a su salida de la prisión, sino prestarle apoyo y ayuda (principio de las instituciones anejas).
A ver si alguien con conocimiento de causa puede
ayudarme: ¿alguno de estos 7 puntos se cumplen en la actualidad? ¿A los presos
se los trata bien? ¿Se los educa? ¿Se les permite trabajar y tener un ingreso
para sus familias? ¿Los encargados de la guarda penitenciaria son personas
capacitadas técnicamente para evaluar el progreso en el proceso de
transformación moral de cada detenido? ¿La cárcel posee un sistema de
seguimiento de la evolución de cada condenado? ¿Se les presta asistencia, una
vez libres, para que puedan readaptarse exitosamente a la sociedad sin volver a
cometer ilícitos? No, ¿verdad? Imagino que este escenario, que muy bien
plantearon los reformadores del siglo XVIII, viró hacia un presente nefasto,
donde no sólo no se hace nada para mejorar la situación de cada criminal sino
que hasta, incluso, se colabora con su deterioro.
No es tarde, siempre se puede pegar un volantazo,
volver a barajar y dar de nuevo. No queda otra. El sistema carcelario, tal cual
funciona en la actualidad, es una máquina de generar criminales. Ya lo vimos en
el post de la semana pasada. Foucault provee datos precisos en su libro Vigilar
y Castigar –que, por cierto, ya tiene varios años-, sobre el aumento de la
criminalidad desde que la detención es la única forma de castigo (por eso es
monopólica) y, aún peor, sobre la alta tasa de reincidencia que ella misma
provoca.
¿Ustedes sabían que, cuando se pensó en la prisión
como “la pena de las sociedades
civilizadas”, allá por los principios del siglo XIX, se le encomendó un
suplemento correctivo? Es decir, el encarcelamiento penal estaba encargado, por
un lado, de la privación de la libertad y, por el otro, de la transformación técnica de los individuos.
No es simplemente un hotel, donde los alojamos por muchos años, les damos de
comer porque no somos asesinos, y esperamos que el tiempo pase, mientras cada
vez entran más y más reclusos. No es así como se pensó que iba a funcionar este
sistema de castigo. Podríamos decir que sólo se mantuvo la parte de la
privación de la libertad (la detención en sí misma), y se anuló el suplemento
correctivo. ¿Por qué será? ¿Mucho trabajo? ¿Muy costoso?
Dice Foucault sobre la prisión: “su acción sobre el individuo debe ser ininterrumpida, disciplina
incesante. Tiene que ser la maquinaria más poderosa para imponer una nueva
forma al individuo pervertido”. Fíjense qué interesante: “imponer
una nueva forma al individuo pervertido”. En esta frase se unen varias
teorías. Por un lado, hablamos desde la psicología para caracterizar a los
criminales como individuos pervertidos. Hay que hacer que la represión, el
superyó, la conciencia moral, vuelva a ejercer presión sobre su accionar
consciente. Por otro lado, “dar una nueva forma”, reformar a una persona, tiene
que ver con modelar el comportamiento. Desde la sociología de masas podemos
pensar cómo aplicar técnicas correctivas para que ese individuo que delinquió,
que se salió de la ley, que rompió el pacto que lo unía con la sociedad a la
que pertenece, pueda reinsertarse de nuevo en esa masa, pero ya transformado.
Así y todo, cabe preguntarse, ¿es posible la
reinserción social de los criminales? Yo creo que, como siempre que hablamos de
la individualidad humana, debe basarse en el caso por caso. Habrá algunos
–ojalá la mayoría-, que sí lo logren, que tengan las aptitudes, las capacidades
y la voluntad de hacerlo, y habrá otros para los que esa posibilidad quede
vetada. Entonces, ¿de qué depende? Simple: de la institución a cargo de este
proceso, en la forma de personal capacitado para velar, no sólo por las correctas
condiciones de detención, sino por la educación, trabajo y progreso de cada
detenido. Serán ellos los encargados de determinar cuando la pena esté cumplida
y cuando estén dadas las condiciones para que cada detenido vuelva a ser libre,
de forma responsable, para consigo mismo y para con la sociedad que volverá a albergarlo.
Para que esto, que parece un sueño, pueda
desarrollarse, son indispensables, por supuesto, varias cuestiones; pero,
fundamentalmente, el profesionalismo del personal que administra las prisiones.
Deben ser personas debidamente calificadas, con experiencia, supervisadas. Su
trabajo no es menor. Tienen a su cargo una gran responsabilidad: la de
determinar cuándo un recluso está listo para volver a funcionar en sociedad,
sin peligro. Los reformadores, en las 7 máximas que transcribimos en el inicio
de este post, hablaban de la “indispensable
autonomía del personal que administra la detención cuando se trata de
individualizar y de variar la aplicación de la pena. Es su juicio lo que debe
servir de soporte a esta modulación interna de la pena, a su suavizamiento o
incluso a su suspensión”. Ustedes dirán, alguien que mató y obtuvo prisión
perpetua no debe salir antes de tiempo, por más que su proceso de readaptación
esté finalizado. Claro, el problema es que la condena de prisión perpetua, al
menos en nuestro país, es de 35 años, y muchas veces pasa que ingresan a
temprana edad y terminan su plazo mucho antes de morir; por ende, salen en
libertad. Esa persona que, con suerte, si todo funcionó bien, cumplió la
totalidad de su condena, debe reinsertarse en la sociedad. Y tiene que estar
listo para ello. Pongamos por caso alguien que fue aprehendido por robo, y
obtiene una pena menor: debe poder garantizarse que, cuando sea liberado,
tendrá las herramientas para insertarse laboralmente y no volverá a delinquir
contra la propiedad privada. Hay formas de lograr estos objetivos. Pero debe
ser un trabajo minucioso, calificado, experimental. No para cualquiera, claro.
Lo más lindo de todo esto es que no hay que inventar
nada. Está todo escrito, casi en forma de manual. Resta aplicarlo. Pero, como
decíamos en el post de la semana pasada, aquí la clave es que las cárceles son
funcionales a los grupos dominantes de poder y, en ese sentido, ofrecen una
gran resistencia a cualquier tipo de transformación que quiera ejercerse sobre
ellas. Son “ilegalismos controlados”, ¿se acuerdan? Se trata, únicamente, de
marcar límites de tolerancia.
Los reformadores hablaban del principio de
aislamiento como primera medida, indispensable para el buen funcionamiento de
las prisiones. Aislamiento, no sólo con respecto al exterior, sino también con
respecto a los otros reclusos. Se trata, decían, de fomentar la reflexión, el
análisis, con el silencio y la soledad como propiciadores de tal objetivo.
Además, la idea es “impedir que se urdan
complicidades futuras, que la prisión no forme con los malhechores que reúne
una población homogénea y solidaria”. Tiene lógica, ¿no? Pero claro, para
poder cumplir con este objetivo, primero hay que contar con una población
carcelaria de tamaño tal que permita el aislamiento de cada recluso. Si tenemos
cárceles abarrotadas de gente, muchas más de las que cabe alojar, ¿cómo
pretendemos aplicar el principio del aislamiento? Y, seguidamente, el principio
de clasificación que propone agrupar a los condenados según el tipo de crimen
cometido y, sobre todo, según su edad y capacidad de posible reinserción –lo
cual fomentaría una especie de subgrupos bien definidos y más manejables para
los expertos-, encuentra el mismo inconveniente: la sobre-población carcelaria.
¿Qué más? Hay que habituar a los reclusos a “buenos
hábitos”. ¿Cómo? Mediante el trabajo, la educación, las rutinas. En definitiva,
estar preso debería responder a dos objetivos: cumplir con el castigo por el
delito cometido y, a la vez, iniciar un proceso de re-socialización. Fíjense la
vara tan alta que pusieron los autores de estos preceptos: “siente afecto por su guardián, y siente
afecto por él porque es benévolo y compasivo”. Nunca estuve en una cárcel
pero creo que el imaginario popular nos dice que esta situación está muy lejos
de ser real.
Tal cual cierra su análisis Foucault, “estamos muy lejos del país de los suplicios
y muy lejos también del sueño de los reformadores”. Habrá que encontrar un
punto intermedio para que la vida en sociedad, tal cual sucede en la
actualidad, pierda gran parte de su cuota de violencia, que nos está
destruyendo, sin exagerar.

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