Cambios en la manera de juzgar: de la presunción de culpabilidad a la presunción de inocencia


Vamos a realizar una especie de línea de tiempo que atraviesa tres siglos (del XVII al XIX) para ver cómo hemos pasado de un sistema penal enmarcado en el castigo a los cuerpos y el sobrepoder de la justicia, a un modelo que podría indicarse, sin exagerar, como diametralmente opuesto.

Es muy interesante comparar ambos sistemas  porque, punto a punto, se reflejan en sus diferencias. Ya hemos analizado cómo eran los suplicios, el horror que implicaban, la falta de mesura a la hora de imponer penas, la futilidad de las pruebas. En esa época histórica, “no se podía ser inocentemente objeto de una sospecha[i]”. A diferencia de nuestro actual esquema de pensamiento, un acusado de cometer un crimen tenía que enfrentarse a la difícil tarea de demostrar y probar su inocencia. De hecho, ni siquiera le era concedida esta posibilidad. Frente a una acusación, se tomaba automáticamente por sospechoso al inculpado y luego se aplicaba una especie de gradación de la pena. Es decir, “un grado obtenido en la demostración implicaba un grado de castigo”.

Es muy importante marcar este cambio de la presunción de culpabilidad a la presunción de inocencia porque es el punto de partida de todo el proceso judicial. No es lo mismo confirmar una sospecha que montar todo un aparato teórico y empírico para eximir de responsabilidades a un acusado. Se invierte el punto de inicio.

¿Y esto por qué? En la evolución humana, obviamente pasamos de tolerar los suplicios, esos espectáculos del terror, de la venganza soberana sobre los criminales o presuntos criminales, a una época que se inicia a fines del siglo XVIII y que se identifica con la Ilustración. La revolución francesa. Ese cambio de paradigma tuvo enormes implicancias en muchos aspectos. Tomemos el campo de la justicia, que es lo que nos convoca. Por supuesto, “las luces no tardaron en desacreditar los suplicios, reprochándoles su atrocidad”. Era esperable y deseable que así fuera. He dicho en posts anteriores que, si bien reconozco una gran cuota de efectividad de ese sistema de castigo, no puede justificarse ni validarse de ninguna manera. “Las practicas punitivas se habían vuelto púdicas”, como bien indica Foucault. Con la Ilustración, se termina esta etapa de teatralización del horror, de castigo desmesurado sobre los cuerpos y, se entra, poco a poco, en la era de la “sobriedad punitiva”.

Como les comentaba, este nuevo sistema se opone punto a punto al anterior. La pretensión no es ya castigar los cuerpos, sino las almas. El cuerpo tan sólo participa como intermediario, no es el objetivo de la pena. Ya no se trata de hacerlo sufrir, sino de intentar corregir su espíritu. Vamos a ver cómo la reforma de fines del siglo XVIII se plantea objetivos muy altos, casi utópicos, pero no podemos culparlos: eran idealistas. Recordemos que este período se identifica con la revolución francesa y sus principios (libertad, igualdad y fraternidad). Justamente, el primer gran cambio hacia esta nueva modalidad, lo marca la guillotina, instaurada en Francia a partir de 1791. Una misma muerte para todos los condenados. Unificación de las técnicas. Esta resolución deja por fuera todo ese sistema de personalización de la pena que hacían los jueces y magistrados, eligiendo el combo perfecto para cada acusado, manejándolo a discreción.

La guillotina es la antesala de la ejecución capital. En un instante, acaba con la vida, sin sufrimiento, sin dolor. El tema del tiempo es importante: los suplicios tenían como factor característico una prolongación obscena. Cuánto más duraba el suplicio, más exitoso se consideraba. Las muertes más rápidas como la horca o los golpes de maza en la cabeza, eran considerados signos de piedad. Actualmente, en los pocos países del mundo donde rige la pena de muerte, se inyectan tranquilizantes a los acusados para que no sufran. Se han abolido dos aspectos principales: el show y el sufrimiento.

En nuestro actual sistema penal, que tiene sus orígenes en la reforma del siglo XVIII, se desaprueba el castigo físico. Toda la tendencia desde esa época hasta la actualidad tiene que ver con un suavizamiento de las penas. Se pasó de una crueldad absoluta e impiadosa a un principio de humanidad que rige las bases de todo el sistema.

Tratar con humanidad a los criminales. Tal es el propósito de la nueva justicia. Hay un dato muy interesante que nos provee Foucault en Vigilar y Castigar. Uno pensaría que el objetivo de este cambio radical, este volantazo del sistema penal, tiene que ver con una especie de empatía con los acusados. Pues no. “Los sufrimientos que debe excluir el suavizamiento de las penas son los de los jueces o los espectadores. Piedad para esas almas tiernas y sensibles sobre las cuales estos horribles suplicios ejercen una especie de tortura”. El cambio tiene como origen intrínseco una motivación absolutamente narcisista. Ya no se quería ver esos espectáculos de carnicería atroz e inhumana. Es interesante dejar de lado la hipocresía y plantear las cosas tal como son, sino uno pensaría que todo este viraje parte de una identificación con el criminal, cuando no es así. Todavía no nos hemos puesto en su piel, para comprenderlo.

Que las penas sean moderadas y proporcionadas a los delitos, y que los suplicios que indignan a la humanidad sean abolidos”, esa era una de las máximas de los reformadores. Lentamente, se empieza a transitar el camino hacia el ocultamiento del castigo, que pasa a ser la parte menos visible de todo el proceso, en total oposición al sistema previo. Y, por consiguiente, la luz va a recaer sobre el proceso penal y la demostración de pruebas, que deja de ser oculto para el acusado y el pueblo, y pasa a ser objeto de público conocimiento, tal como son los juicios en la actualidad.

Aquí llegamos al centro de la cuestión, tal como refiere el título de este post. De un sistema inquisitorial, que buscaba la confesión del culpable recurriendo incluso a la tortura, que se contentaba con pruebas vagas o tan sólo indicios, que aplicaba penas personalizadas a discreción, en su máxima severidad, se pasa a un modelo científico de demostración empírica. “Lo mismo que una verdad matemática, la verdad del delito no podrá ser admitida sino una vez enteramente probada. Síguese de esto que, hasta la demostración final de su delito, debe reputarse inocente al inculpado”.

Ahí tenemos nuestro nuevo tendón de Aquiles. Se ha cambiado una falla por otra. ¿Por qué digo esto? Porque así como antaño era muy factible que una persona inocente no pudiera demostrar su inocencia, y terminara masacrada; hoy en día es muy probable que muchos culpables logren engañar fácilmente al sistema, de la mano de sus abogados, y evitar así ser condenados por un crimen que efectivamente han cometido.

¿Se dan cuenta? Es válido el cambio de enfoque, todos los principios que instaura la Ilustración son bienvenidos y representan sin duda un avance, pero si analizamos la línea de tiempo, podemos comprobar que hemos pasado de un extremo al otro. No hemos podido encontrar un punto de medio de eficacia. Más allá de que obviamente intervienen un montón de otros factores que influyen directamente sobre el delito, me centro en una cuestión teórica: hemos cambiado un vicio por otro. De acusar libremente y aplastar con todo el peso de la ley a los acusados, a dejar miles de puertas abiertas para que los crímenes queden impunes.

En el Antiguo Régimen la lucha era cuerpo a cuerpo. El supliciado contra el verdugo. Y toda la balanza de poder se inclinaba del lado de la justicia, en la persona del rey o soberano. Con la investigación penal, la lucha se traslada del cuerpo a la mente. Es una pelea intelectual. Se trata de demostrar empíricamente, con un nivel de pruebas absoluto y exigente, la culpabilidad del acusado. Por eso decía en el post previo a éste, que la balanza de la justicia se inclinó de una punta a la otra. Y entonces nos toca ver cómo un asesinato a sangre fría a la vista de decenas de testigos y grabado por cámaras de seguridad, todavía está aguardando su condena.

Yo entiendo que era necesario abolir el suplicio, por supuesto que lo era. No se tardó en comprender que todo ese ritual del castigo físico mantenía con el crimen original, turbios parentescos. Que era más bien una venganza. Que era necesario apelar a la racionalidad y a la objetividad, y dotar de bases más sólidas a todo el sistema. Pero, dejando eso de lado, y remitiéndome al título de este blog, analicemos algunos datos tomados de la obra de Foucault:

“Desde fines del siglo XVII, se nota una disminución considerable de los crímenes de sangre y, de manera general, de las agresiones físicas. Los delitos contra la propiedad parecen reemplazar a los crímenes violentos. Es como si hubiese ocurrido (…) un desarme de las tensiones que reinan en las relaciones humanas, un mejor control de los impulsos violentos”.

¿Ven a qué me refiero cuando hablo de la eficacia de los sistemas de castigo? Eficacia en la medida en que pueden PREVENIR futuros crímenes. Repito, sin justificar el método, lo cierto es que, producto del sistema penal vigente en el siglo XVII (el suplicio y las penas corporales, el destierro, la multa, la vergüenza pública, todo lo que vimos), se observa una merma de los asesinatos y de la violencia en general. El crimen vira hacia el atentado contra la propiedad privada: el robo.

¿Es posible, entonces, afirmar que el miedo es un factor clave a la hora de controlar los impulsos violentos intrínsecos del ser humano? Habría que revivir a Freud, aunque él trató este tema, pero no relacionado a los sistemas de castigo penal. Estamos hablando del miedo a la pena, a la consecuencia de ese acto criminal.

Atención con esto:

 

“Se comete un crimen porque procura ventajas. Si se vinculara a la idea del crimen, la idea de una desventaja un poco mayor, cesaría de ser deseable. Para que el castigo produzca el efecto que se debe esperar de él, basta que el daño que causa exceda el beneficio que el culpable ha obtenido del crimen. Si el motivo de un delito es la ventaja que de él se representa, la eficacia de la pena está en la desventaja que de él se espera”.

Mejor explicado, imposible. Es casi una fórmula matemática. “La cárcel ya no da miedo” refiere exactamente a esto. Es necesario aumentar el calibre de la pena, la representación de ella (ya nos vamos a meter con este tema), para lograr que muchos menos crímenes sean llevados a cabo. Hoy en día, cometer un crimen es gratis, para muchas personas. El costo que deben pagar por el mismo, es ínfimo, según se lo representan.

Y termino con esta reflexión. En el paso del Antiguo Régimen a la Ilustración, se sustituyeron “unas penas que no sentían vergüenza de ser atroces por unos castigos que reivindicarían el honor de ser humanos”. A cuatro siglos de este cambio, ¿qué conclusión podemos sacar sobre sus resultados? ¿Creen que fue para mejor el cambio? Sin duda, hubo un avance en algunos aspectos, pero si tomamos los datos en crudo: no sólo no se redujo el crimen, sino que estamos asistiendo a la formación de una epidemia silenciosa, que nadie quiere ver ni escuchar, y que tiene como base la multiplicación del crimen en todas sus variantes, con desenlaces inhumanos, pero para las víctimas.

 



[i] Foucault, Michel: “Vigilar y castigar”, Siglo XXI Editores (2002)

 

 


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