Gracias por Messi…y gracias por Freud!
Por estos días en los que estamos tan emocionados por un
campeonato de futbol mundial, en el cual no hay equipos disputando una copa,
sino naciones enteras, no puedo evitar hacer reflexiones muy propias de la
persona rara que soy. Por ejemplo, cuando escucho decir constantemente “Gracias
por Messi”, primero debo decir que concuerdo, y luego, automáticamente, pienso
cuán agradecida estoy por otros tantos personajes como Albert Einstein, Emile
Durkheim, Charles Darwin, Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Vincent Van Gogh,
Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges, Umberto Eco, y tantos otros. Hombres todos,
aunque eso ya está cambiando. Pero, fundamentalmente, doy gracias por Sigmund
Freud. Ese austríaco que pateó todos los tableros, que dedicó su vida entera a
armarnos un mapa de algo completamente intangible, improbable, (casi)
indemostrable. Algo que sólo él pudo ver y sistematizar. Alguien que no pidió
permiso a la academia para decir lo que tenía que decir. Doy gracias por eso.
Doy gracias por él. Porque gracias a su audacia, inteligencia y visión, hoy
contamos con una herramienta indispensable para analizar a las sociedades actuales
y futuras: la psicología, y su técnica, el psicoanálisis.
Siguiendo con mis
rarezas, cuando veo esos estadios repletos de gente silbando y alentando a
deportistas que muestran todas sus destrezas, en una competencia feroz aunque
limpia, no puedo evitar relacionarlo con la antigüedad. Con esos juegos
olímpicos de la Antigua Grecia, principalmente el atletismo, y yendo más atrás,
mucho más atrás, allá por el año 80 después de Cristo, cuando se inauguró el
Coliseo romano para que los gladiadores revoleen sangre a una tribuna
enardecida. Les dije que soy rara. ¿Por qué lo comparo? Porque no puedo evitar
pensar, teniendo en cuenta que hace poquito me metí de lleno en la obra Un
Mundo Feliz, de Aldous Huxley, en cómo mirarán este presente las gentes del futuro.
Porque, verán, así como nosotros nos enternecemos al ver imágenes de cómo eran
los primeros Juegos Olímpicos y de todas las tradiciones asociadas a ellos; así
como nos horrorizamos y desaprobamos la lucha de gladiadores o, incluso,
trayéndolo más al presente, las corridas de toros, de esa misma forma nos
mirarán nuestros descendientes dentro de 100 o 200 años, suponiendo que sigamos
existiendo.
Más arriba cité a Borges. Si no me equivoco, fue él quien
dijo algo que puede molestar pero que, como todo lo que dijo en su vida, es una
genialidad. Él se preguntaba, desde su erudición, por qué no le daban una
pelota a cada uno. Es decir, mientras todos nosotros vemos un juego, una
competencia, por absurda que sea, él veía veintidós tipos corriendo atrás de una
pelota. Y eso es lo que es, sintéticamente. Aunque el futbol es mucho más que
eso, lo sabemos. Lo saben tipos como Pablo Alabarces, que fue el mejor profesor
que tuve en la facu, y que se dedica a estudiar la “cultura popular”. Y cómo no
estudiarla, en un pueblo latinoamericano, desde uno de los deportes más
icónicos y representativos de nuestra cultura. Cultura futbolera.
Todo este preámbulo es para decir dos cosas, concretamente:
primero y principal, para alabar a un genio como fue Freud, por el cual yo,
particularmente, estoy profundamente agradecida. Y, luego de esa breve pero
melosa hoda al padre del psicoanálisis, el segundo punto es relacionar todo
esto que está pasando por estos días con la obra futurística Un mundo feliz, a
la cual nos venimos refiriendo harto en las últimas semanas. Imaginen a Lenina
viendo por la tele la final de la Copa del Mundo entre Francia y Argentina, año
2022. Ella, desde su cómodo, pulcro e higiénico año 2500 (siglo VII después de
Ford). ¿Qué vería? Estaría horrorizada por la simpleza del juego, por el
acumulamiento de gente, por la transmisión de enfermedades contagiosas y por la
transpiración y los fluidos de todo tipo circulando en el aire. También vería
lo rudimentario de la época, lo absurdo del motivo de la alegría y de la
tristeza y, por supuesto, daría gracias por su presente avanzado y libre de todas
esas cuestiones. ¿Será así?
En la fábula Un mundo feliz, imaginada por Huxley, habíamos
dicho que había libertad sexual, casi rozando el libertinaje y la promiscuidad.
¿Cómo era esto posible? Simple: no había tabú, no había incesto ante el cual
horrorizarse, porque las personas nacían por inseminación artificial en
laboratorios y, durante su crianza y, luego, su vida adulta, no formaban parte
de una familia, tal como la conocemos hoy en día. Entonces, no había morbo, ni
violaciones, ni violencia, por el hecho concreto de que ningún ser humano
estaba relacionado biológicamente con otro. ¿Por qué traigo esto a este blog?
Porque si analizamos, como lo hacemos cada semana, el germen de los crímenes
intra hogar, casi siempre plagados de morbo, incesto y violencia, tenemos que
remitirnos al tabú. El tabú, para los que no saben, es la piedra angular de la
cultura humana. Por eso Freud, por eso Lévi-Strauss (gracias por él también).
El horror al incesto es lo que inició las primeras agrupaciones, comunidades,
pueblos. Es lo que está en nuestro ADN de especie.
Por eso traigo hoy, y en las próximas semanas porque es
imposible simplificarla, la obra “Totem y Tabú”, de Sigmund. Ese escrito me
ayuda a pensar muchísimo sobre este tema que me provoca una reflexión
constante, casi agobiante: los crímenes intra hogar. Pero a Totem y Tabú llegué
gracias a Huxley. Él me hizo pensar en la posibilidad, remota aunque no por eso
menos certera, de un futuro sin el morbo que produce matar o tener sexo con
alguien que comparte tu misma sangre, o tu mismo tótem (ya explicaremos esto).
En Un mundo feliz , el sexo libre y sin represiones de ningún tipo, con todo el
placer y satisfacción que debe acarrear, es posible, no sólo por el control de
la natalidad, que vendría a ser la pata biológica, sino también por la
anulación del tabú –la pata cultural-. No hay consanguineidad y tampoco hay
familia.
Vamos a explicar brevemente qué es el tótem, de la mano de
Freud, por supuesto:
“Hallamos en los
australianos el sistema del totemismo. ¿Qué es un tótem? Por lo general, un
animal comestible, ora inofensivo, ora peligroso y temido, y más raramente una
planta o una fuerza natural (lluvia, agua) que se hallan en una relación
particular con la totalidad del grupo. El tótem es, en primer lugar, el
antepasado del clan y en segundo, su espíritu protector y su bienhechor, que
envía oráculos a sus hijos y los conoce y protege. Los individuos que poseen el
mismo tótem se hallan, por tanto, sometidos a la sagrada obligación, cuya
violación trae consigo un castigo automático de respetar su vida y abstenerse
de comer su carne o aprovecharse de él en cualquier otra forma”.
Bien, pasando en limpio. Freud estudia una tribu australiana
contemporánea a él que aún presentaba una organización de tipo totémica. Este
trabajo de campo le permitió ver cómo eran estas primeras sociedades humanas.
Qué reglas y principios las regían. Como se trata de una fase animista –luego
volveremos y ampliaremos sobre esto-, la concepción del mundo que sustentan
estos pueblos está íntimamente relacionada a lo que conocemos como magia. Por
eso creían en la existencia de un animal sagrado al cual le debían devoción, y
a cambio de lo cual obtenían protección. Fíjense cómo, una y otra vez, la
relación simbiótica entre naturaleza
y cultura aparece en la base misma de toda la discusión. Porque era un
animal, una planta, o una fuerza natural, lo que ocupaba el lugar del tótem. Es
decir, un elemento de la naturaleza, rigiendo la vida social. Imbricado en el
centro e inseparable de él. El segundo aspecto tiene que ver con el tabú. El
tabú es, para decirlo lisa y llanamente, una formación social. Es como la
matriz en la cual encajan todas las piezas de una sociedad dada. “Se manifiesta esencialmente en prohibiciones
y restricciones”, nos explica Freud. Y agrega: “El tabú es el más antiguo de los códigos no escritos de la Humanidad,
anterior a los dioses y a toda religión”.
Entonces, en la tribu australiana que estudió Freud, estas
prohibiciones y restricciones se manifestaban de la siguiente forma: no se
podía matar ni comer carne del tótem, y no se podía tener relaciones sexuales
con ningún miembro que pertenezca al mismo tótem, independientemente de que no
sean familiares ligados por consanguineidad, lo que se conoce como exogamia
totémica. Lo primero que podemos sacar en limpio de este esquema social es “la fobia al incesto que caracteriza a estos
pueblos”. Por eso se protegían tanto de él, e inventaban leyes y tabúes
para combatirlo. Y mientras mi adorado Freud dice que el hombre primitivo es
infantil, en su psiquismo y en su forma de pensar, y lo demuestra como sólo él
sabe hacerlo, con argumentos de su propia teoría; yo tengo que humildemente
disentir. Para mí, estos hombres primitivos eran, efectivamente, infantiles, en
muchos aspectos, pero también tengo que reconocer, a la luz del presente que me
toca habitar y tristemente evidenciar, que en su infantilismo escondían una
gran cuota de sabiduría. Ya me voy a explicar mejor, tenemos que ir por partes.
Les transcribo cómo funcionaba esta tribu australiana, para
que se entienda bien:
“Un individuo llama
«padre» no solamente al que le ha engendrado, sino también a todos aquellos
hombres que, según las costumbres de la tribu, habrían podido desposar a su
madre y llegar a serlo efectivamente, y «madre», a toda mujer que sin infringir
los usos de la tribu habría podido engendrarle. Asimismo, llama «hermano» y
«hermana» no solamente a los hijos de sus verdaderos padres, sino también a
todos los de aquellas otras personas que hubieran podido serlo”.
Este sistema, esta organización social, lo que crea es una
comunidad fraterna. O, lo que es lo mismo, una gran familia. Todos los miembros
están ligados por lazos de amor, amistad y confraternidad. Se cuidan y protegen
entre ellos, y cuentan, además, con la protección del tótem. Pero toda esta
historia es posible gracias a las restricciones y prohibiciones que impone el
tabú.
¿Qué deducimos de esto? Varias cosas pero, en principio, dos
fundamentales: que es posible, porque lo fue, vivir en armonía, por lo menos
dentro de un grupo social (ya que había enfrentamientos con clanes de otros
tótems), y que esta armonía, exenta de violencia y crímenes, sólo y únicamente
es viable si se respetan férreamente las restricciones y las normas que ordenan
a la sociedad. Es decir, sólo si se reprimen con dureza y casi obsesivamente
las tentaciones demoníacas, esos instintos que los hombres primitivos sabían
reconocer, y eludir, en gran proporción.
Para cerrar, por esta semana, tengo que volver a decir, con
toda la humildad con la que sea posible decirlo, que lo que yo veo en nuestra
sociedad actual, es la pérdida constante y sistemática de esos auto controles,
ese sistema del cual todos somos provistos para combatir los impulsos y los
instintos más primitivos que nos llevan, si no logran ser refrenados, a matar a
otra persona. Dentro de un hogar, esa persona puede ser tu pequeño
hijo, tu bebé, tu padre
o madre anciano, tu vecino
molesto. En la calle, puede ser el tipo que casi te choca y al que,
sin pensarlo, le clavás un cuchillo de
camping en el corazón. O puede ser tu ex, que te
dejó despechado/a, y no dudaste en asesinarlo. Tantos ejemplos que se
amontonan, cada uno más escalofriante que el anterior. A las pruebas me remito.
Hay que actuar, pero ya.

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