Naturaleza versus Cultura
Esta dicotomía lleva páginas y páginas desarrolladas, desde el siglo XVII en adelante. Y por supuesto, no hay nada resuelto.
Es como la fórmula originaria.
Veamos: en los inicios, los hombres primitivos vivían libres y a merced de las
fuerzas de la naturaleza. Contaban con escasos recursos para llevar una vida
cómoda y duradera. Sin embargo, “no
conocían limitación alguna de lo pulsional[1]”.
Hace muchos años, cuando
estudiaba en la facultad, escribí un título en un documento de Word: “Salvajes
por naturaleza, sociales en la corteza”. Y lo dejé ahí, sin entender
completamente por qué lo escribía (o mejor dicho, lo pensaba) y sin continuar
la idea. Hasta hoy.
Estoy segura de que afirmar que
la naturaleza humana es originariamente agresiva no es algo que ninguno de
nosotros quiera escuchar, mucho menos asumir. Pero ya es hora. Lo que
atestiguamos día tras día, los hechos de violencia manifestados en sus más
variadas y horrendas formas, no son perpetrados por alienígenas, por locos,
dementes, fuera de sí, extraños al cuerpo social.
Cada criminal es producto de
nuestra sociedad. Cada hecho de violencia, a medida que escala en escabrosidad,
más nos habla de nuestra enfermedad como sociedad. Son los síntomas, hablando
fuerte y claro. Pidiendo una cura.
No sé cuánta bibliografía remite
a esta idea de que el ser humano tiene una inclinación natural hacia la
agresión. Pero si hay alguien que lo escribió de la forma más cruda y real
posible fue Sigmund Freud, en su obra “El malestar en la cultura”, en 1929.
Estamos prontos a cumplir cien
años de esa fecha. Cien años en los que ciertamente pasó de todo. Pero no sé si
avanzamos mucho. Basta ver la guerra de Rusia contra Ucrania, la pandemia del
coronavirus originada en un laboratorio chino, como grandes alertas de una
regresión al horror.
Ahora bien, Freud se animó a
decir lo siguiente: “El ser humano no es
un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es
lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad”.
Es preciso cambiar la mirada. La
premisa de que todos somos buenos, y algunos se pasan para el otro lado, no va
más. Mejor dicho, somos todos potencialmente violentos, y muchos logramos
atemperar esas fuerzas internas y vivir una vida pacífica, dentro de nuestras
posibilidades.
Pero cada vez más personas
sucumben ante las exigencias pulsionales de (auto) destrucción. Freud nos
explica que la historia evolutiva del individuo, es decir, el paso del hombre
primitivo a la vida en sociedad como producto de su desarrollo cultural,
muestra cómo la agresión es introyectada, interiorizada, vuelta hacia el yo
propio.
Así, mediante la instancia
psíquica del superyó alojada en nuestra propia mente, la cultura ¿logra?
limitar el peligroso gusto agresivo del individuo, mediante la conciencia
moral. Ésta última surge como consecuencia de la renuncia voluntaria de lo
pulsional.
Vamos a traducirlo un poco. Cada
vez que alguien, por el motivo que sea, siente una furia enorme que se traduce
en ganas de agredir a otra persona, los preceptos culturales incorporados desde
el inicio de la infancia y afirmados a lo largo de los años, actúan sofocando
esta inclinación, generando sentimiento de culpa.
Entonces, me gustaría revisar dos
cuestiones:
1. Cambiar
la premisa: el ser humano no es bueno por naturaleza, bondadoso y amoroso. La
violencia es una parte constitutiva de su esencia.
2. Hay
algo, o varias cosas, del mecanismo cultural de represión de las pulsiones
agresivas que no en uno, sino en muchísimos individuos, está fallando. No está
cumpliendo su objetivo, que debería ser protegernos de nosotros mismos.
Veamos esto: Freud compara al
hombre culto con el hombre primitivo, diciendo que el primero tiene una
conciencia moral más severa y vigilante, lo cual le permite discernir su propia
pecaminosidad y, en consecuencia, aumentar las exigencias de su conciencia
moral, logrando el objetivo de imponerse abstinencias.
Es decir, el hombre virtuoso,
culto, con un desarrollo intelectual elevado, es capaz de vivir en sociedad y
reprimir su naturaleza agresiva originaria.
En cambio, dice Freud, “cuando a un ser humano primitivo le
sobreviene la desdicha, no se atribuye a sí mismo la culpa, sino que se la
imputa al fetiche, que no hizo lo debido, o lo hizo mal, y lo aporrea en lugar
de castigarse a sí mismo”.
De plano hay que descartar que,
trasladando esta idea a la actualidad, la diferencia entre culto y primitivo
pueda corresponderse con clases sociales o niveles socio-educativos. ¿Por qué?
Porque hemos visto cómo personas con dinero y buena posición social han
asesinado vilmente parejas, hijos, padres.
La diferencia entre alguien que
puede reprimir sus pulsiones agresivas y quien no, vamos a tener que buscarla
en otro lado. Lo que sí es innegable, y por eso el motivo de este blog, es que
cada día que pasa vemos crecer preocupantemente el número de casos de violencia
intra familiar.
No es casualidad que las víctimas
de estos hechos de violencia sean los más débiles: mujeres, niños, ancianos. Es
como si estuviéramos asistiendo a una vuelta al estado de naturaleza en el que
reinaba el más fuerte.
Cuando Jean Jacques Rousseau
escribió “El contrato social” en 1762 empezó justamente hablando del tránsito
de un estado de naturaleza a un estado civil. Esto sucede cuando el hombre
primitivo sustituye el instinto (atención a esta palabra clave que ahondaremos
mucho en los siguientes posts) por la razón.
“Sólo cuando ocupa la voz del deber el lugar del impulso y el derecho el
del apetito es cuando el hombre, que hasta entonces no había mirado más que a
sí mismo, se ve obligado a obrar según otros principios y a consultar su razón
antes de escuchar sus inclinaciones”.
En efecto, la obra de Rousseau
fue clave, allá por el siglo XVIII, para establecer los principios del derecho
político. Pero la cito aquí porque en su introducción, refiere a esta dualidad
naturaleza-cultura que parece estar en la base misma de todo el problema que
estamos refiriendo.
Por supuesto que Freud, muchos
años después, amplió y le dio todo su estatuto a esta cuestión esencial del ser
humano. Pero Rousseau ya advierte en esa ápoca que el contrato social, tan
necesario y fundamental para la vida en sociedad, nace como consecuencia de una
renuncia a una libertad natural originaria y a un derecho ilimitado de hacer lo
que uno quiera, como ser libre.
¿Y cuándo firmamos este contrato
y por qué lo haríamos? Simple, por una cuestión de seguridad. “El contrato social tiene por fin la
conservación de los contratantes”, dice Rousseau. Y Freud: “El hombre culto ha cambiado un trozo de
posibilidad de dicha por un trozo de seguridad”.
Los dos autores dicen lo mismo,
cada uno desde su esquema teórico. Vale decir, el hombre, originariamente,
habitaba la Tierra casi como un animal más, sometido a las fuerzas e
inclemencias de la naturaleza y a la ley del más fuerte. Cuando decide unirse a
otras familias y vivir en comunidad, debe someterse a leyes o preceptos
culturales cuyo objetivo no es, ni más ni menos, que reglar esos vínculos para
que sean armoniosos y duraderos.
Pero eso implica, por supuesto,
que va a haber un montón de cosas que van a estar prohibidas, en aras de esa
convivencia. Sumémosle miles de años y viajemos a la actualidad. Las leyes
culturales siguen siendo las mismas, los mismos tabúes, todo igual.
Lo que sí cambió, o está
cambiando, y esto es lo que me interesa investigar, es la propensión del ser
humano a cometer ilícitos. Pero no cualquier tipo de ilícitos. Robos, estafas,
crímenes de menor envergadura pueden asociarse tranquilamente a cuestiones
socio-económicas, y en ellas encuentran su triste causa.
Pero yo me quiero enfocar en los
crímenes intra hogar. Como les dije en el anterior post, en los que nada tiene
que ver el capitalismo, ni el interés económico, ni el dinero. Son esos
crímenes, que además son profundamente crueles y macabros y siempre, pero
siempre, tienen una ligadura emocional.
Es decir, no se mata a un
perfecto desconocido, por el que no siento nada, porque ni siquiera lo conozco.
No. Se mata al hijo, a la esposa, al esposo, a la madre, al padre, a los
hermanos. Al vecino que pone la música fuerte y me molesta. No es mi familia,
pero lo conozco, tengo un vínculo y siento algo por esa persona. Me molesta y
lo mato.
¿Y cuál sería el problema de
estos crímenes? Que el estado policial no tiene forma, actualmente, ni la tuvo
nunca, de llegar ahí antes de que ocurran. Son crímenes impensados, al día de
hoy imprevisibles. Y eso es lo que tenemos que poder cambiar de alguna forma.
Porque si no, esé bebé indefenso
que llora porque la duele la panza, y entonces la madre, el padre o la abuela,
lo asfixian, nunca va a tener paz. Y van a venir muchos atrás de él.
Esa nena que, sin ser culpable de
nada, es violada por su padrastro o por quien sea de su entorno,
reiteradamente, sin que NADIE pueda hacer nada por ella, merece que pensemos
cómo frenar esto.
Ustedes dirán, ¿y las denuncias?
Deberían servir, cuando se hacen, para prevenir los desenlaces fatales. No, por
varios motivos. 1) El sistema está corrupto y enviciado a tal punto que no
sirve para nada, apenas como asistencia a las víctimas. 2) Cuando se hace la
denuncia, es porque algo ya pasó, por ende es tarde. 3) Si queremos hablar de
prevención de forma seria, tenemos que ver la manera de meternos en la cabeza
de estas personas, que repito, puede ser potencialmente cualquiera de nosotros,
y entender qué es lo que está fallando.
¿Qué se rompió para que hoy en
día sea mucho menos impensable cometer un crimen atroz? ¿Cómo es posible que
incluso personas con recursos de todo tipo no logren frenar sus impulsos
agresivos?
Esto es lo que tenemos que
preguntarnos como sociedad ya que urge encontrar la respuesta.
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