La naranja mecánica

Reconocerán el título por la famosa novela de Anthony Burgess de 1962 o por la película homónima de Stanley Kubrick de 1971. ¿Por qué voy a comentar esta obra acá? Porque habla de todos los temas que a mí me interesa abordar, pero lo hace de una manera muy peculiar. Como siempre, la literatura y los mundos posibles que ella abre nos permiten pensar más allá de lo verosímil. 

Alex es un chico de 15 años que está perdido. Muy perdido. Vive con sus padres en un hogar normal pero gusta practicar la “ultraviolencia”, como le dice junto a sus amigos a sus prácticas nocturnas. Un grupo de chicos sale todas las noches a beber y desandar el mal camino: roban, eligen víctimas al azar para golpearlas salvajemente, violan mujeres y toda esa kal. Claro, porque además de ser brillante tal como es, la obra de Burgess agrega un plus pocas veces visto: el autor inventó una jerga (llamada Nadsat) específicamente para darle vida a sus personajes. Al principio cuesta leerla porque no se entiende nada pero les aseguro que, hacia el final, van a hablar el Nadsat tan horrorshou como el malchiko de Alex.

Bien, el problema está planteado:

·         Teorías penales desfasadas

·         Crimen en mitad del castigo

·         Castigos inútiles

·         Aumento de la criminalidad

·         Congestión de las prisiones

Todo lo mismo que sucede ahora, que nunca se solucionó sino que acumula décadas de agravamiento. Hay que decir que la perspectiva desde la cual los personajes intervienen sobre Alex es una perspectiva positivista al mejor estilo Cesare Lombroso. Vale decir, cuando Alex es captado por el gobierno luego de asesinar a una anciana es ingresado en una especie de instituto de corrección donde se disponen a “curarlo”. Los profesionales a cargo de este extraño tratamiento hablan en términos de “normal y sano” frente a lo que sería un comportamiento “anormal y patológico”. Se entiende a la criminalidad como un fenómeno de tipo biológico, tal como lo hacía el fundador de la criminología positivista.

En ese sentido, es interesante adentrarse en el método de corrección que proponen para el personaje de ficción Alex. “Se trata de una asociación, el método educativo más antiguo del mundo”, dicen. Pero antes, para entender adónde apuntan, tenemos que remitirnos a la teoría de la ambivalencia afectiva del sujeto respecto del objeto de Freud. Brevemente: esta ambivalencia tiene dos caras, una consciente y una inconsciente. En la parte inconsciente encontramos el deseo (que siempre es deseo de algo prohibido), cuya contracara consciente es el temor. Freud lo estudió en torno a las tribus totémicas y su relación con el tabú. “Estos pueblos han adoptado ante sus prohibiciones tabú una actitud ambivalente. En su inconsciente, no desearían nada mejor que su violación, pero al mismo tiempo sienten temor a ella. La temen precisamente porque la desean, y el temor es más fuerte que el deseo”. Precisamente, la ley férrea del tabú es la que frenaba el paso a la acción porque los castigos de las infracciones eran tan severos que actuaban disuadiendo a la persona, quien mantenía el deseo reprimido.

¿Qué tiene que ver esto con el malchiko de Alex de La naranja mecánica? Que Alex no se reprimía nada. Tenía ganas de moler a golpes a un viejo y lo hacía. Le pintaba violar salvajemente a una mujer y lo hacía. Nadie podía frenarlo. Ni sus padres, ni la policía, ni el Estado. Él gozaba y disfrutaba de ejercer la ultraviolencia. Por eso se lo consideraba un enfermo. Y por eso intentaban curarlo.

Según el diagnóstico de los médicos y especialistas que lo trataron, Alex se sentía impulsado al mal, que es lo mismo que decir que tenía un fuerte deseo de. Para intervenir directamente en esta intención de hacer daño recurren a los típicos condicionamientos tipo Pavlov: la música, el acto sexual, la literatura, el arte, ya no serán fuentes de placer para Alex sino fuentes de dolor. Mediante el método asociativo, exponen al paciente a largas sesiones de tortura en las cuales le sostienen los ojos con pinzas para que vea filmes de alto voltaje donde se exponen escenas de ultraviolencia asociadas a música y tópicos específicos. Así, cada vez que Alex intenta volver a ser él mismo y entregarse a la lujuria de la ultraviolencia le pasa esto, explicado por él mismo:

Alcé los dos puños para propinarle un tremendo tolque y entonces, cuando casi ya lo videaba en mi cabeza tirado en el suelo gimiendo y sentí como el goce en mi interior, entonces la náusea se me subió desde las tripas como una ola y sentí un miedo horrible, como si realmente me fuese a morir. Tuve que escaparme al sueño por la horrible y perversa sensación de que habría sido mejor recibir el golpe que darlo”.

Ahí tenemos las dos caras de la ambivalencia afectiva: deseo y temor. Entonces, para lograr que el sujeto desista de concretar su plan criminal, los condicionamientos apuntan a asociar la forma violenta de actuar con profundos sentimientos de malestar físico. Para aliviarlos, según explican, el sujeto debe cambiar a una actitud diametralmente opuesta.

Esto funcionaba efectivamente en la historia de ficción La naranja mecánica. Por supuesto nunca se ensayó en la vida real (creo). Lo que me resulta más rescatable de este planteo teórico es que, según reza el título de este blog, para bajar el crimen, el castigo debe volver a dar miedo. Es decir, si nos basamos en períodos históricos antiguos como los que exploramos acá, el peso del castigo era tan descomunal que actuaba como verdadera barrera inhibitoria. ¿Hay que volver a la pena de muerte y al castigo físico de los cuerpos? No, ya evolucionamos lo suficiente como para comprender que hay formas más civilizadas y humanas de gestionar los castigos y a los fuera de ley pero, ciertamente, el extremo al que llegamos donde todo vale y las prisiones tienen puertas giratorias actúa en sentido opuesto del objetivo a lograr.

“El primer graduado del nuevo Instituto de Recuperación de Criminales, curado de los instintos criminales en tan solo dos semanas, y que ahora es un buen ciudadano temeroso de la ley”, así presentan a Alex cuando lo devuelven a la sociedad. Como dijimos previamente, la premisa de la criminalidad como enfermedad biológica (positivismo) es la que habilita pensar en un tratamiento basado en términos de salud/normalidad. Y ese instinto criminal tan bien documentado en el personaje de Alex es el que se asocia con ese deseo prohibido de la ambivalencia afectiva, ese goce que sólo algunos experimentan, o se permiten experimentar, y que tiene que ver con hacer sufrir a un otro. Dominar. Ese poder de acabar con todo. Incluso de hacer morir. ¿Y cómo lo contrarrestan? ¿Cómo lo balancean? Elevando la contracara, la parte consciente: el temor. Le meten miedo, básicamente. Alex experimenta un miedo comparable a un ataque de pánico con todos sus síntomas cada vez que intenta violentarse. ¿Será esto posible en la vida real? Y si lo fuera, ¿sería deseable?

Me remite a cuando planteábamos algo similar respecto del método de pre-crimen, representado en la película hollywoodense Minority Report. Hay una cuestión de fondo en todo este asunto que tiene que ver con la subjetividad. El criminal, antes de criminal, es una persona con una identidad propia. Alex plantea, en un momento sublime de la novela y que seguramente sirve para darle el glorioso título: “¿Y qué hay de mí? ¿Dónde entro yo en todo esto? ¿Es que no voy a ser más que una naranja mecánica?”. Tal como lo explican los ideólogos ficticios, el sujeto no tiene libre albedrío. El interés de conservación, el temor al dolor físico, el más llano instinto de supervivencia es el que guía la conducta. Luego de ser expuesto a ese nivel de condicionamientos, ya no es una criatura capaz de realizar una elección moral. Es decir, no es capaz de elegir. Y un ser humano sin libre albedrío, sin el poder de elegir, ha perdido, por eso mismo, la condición humana.

¿Se acuerdan del final de Minority Report, cuando Tom Cruise está frente al supuesto asesino de su hijo, al que se supone según la máquina de pre-crimen que va a asesinar y decide no hacerlo? Se trata de eso justamente: de una decisión individual y consciente. Cuando el crimen es perpetrado por una persona sana en términos psiquiátricos (es decir, alguien que no padece ningún trastorno previo que explique o justifique y, por eso mismo, exima su responsabilidad), estamos frente a una conducta desviada que puede tener múltiples causas pero un solo denominador común: la decisión, consciente o no, de hacer morir.

Hacia el final de La naranja mecánica, alguien dice, muy acertadamente: “la intención inicial es el verdadero pecado”. Yo creo lo mismo, aunque no lo pienso en términos de pecado que remite a una cuestión más bien religiosa. Hace un tiempo decía que si queremos trabajar en la prevención de los crímenes pasionales –de todos ellos-, tenemos que enfocarnos en los sujetos y en sus sistemas psíquicos; porque no habrá sistema teórico ni tecnológico que pueda meterse en la cabeza de alguien para auto-convencerlo de no hacerlo. La decisión es absolutamente individual. Y es libre.

Entonces, me pregunto: ¿cómo intervenir en el plano mental, privado y secreto de las intenciones? ¿De los meros pensamientos? Allí donde nacen los instintos criminales que luego se materializarán o no. ¿Qué tipo de institución social podría desarrollar estrategias que apunten a prevenir el crimen desde el origen: la ideación criminal? ¿Alguien más piensa en esto?

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