¿Asesino se nace, o se hace?

 


Había una vez un médico italiano muy interesado en la criminología que ideó una teoría muy particular. En su época (1876) fue, por supuesto, novedosa. Él creía que podía hacer una suerte de clasificación de los criminales, dividirlos en categorías con características propias. Como cuando uno junta bolitas del mismo color. No es mi intención desmerecer su trabajo, al contrario. Lo que intento decir es que, seguramente, como primera aproximación fue más que válido, aunque insuficiente.

Ese señor fue Cesare Lombroso y se lo considera el padre de la criminología. Es el fundador de la Escuela Positivista Criminológica. Su mérito llega hasta haber condensado el primer tratado sistematizado en abordar una temática tan descolocante y compleja como el accionar criminal de las personas. Luego de él, y ya en el siglo XX, los investigadores de la criminología moderna lograron balancear un poco más la teoría poniendo en primer plano factores ambientales (contexto) y sumando más disciplinas para abordar un fenómeno que es, claramente, multicausal.

Pero antes de descartarla de plano, veamos qué decía Cesare, para poder discutirlo. A tal punto era un ferviente positivista que creía y sostenía con toda seguridad que la criminalidad estaba ligada a causas físicas y biológicas. Básicamente, según su teoría, asesino se nace. Un delito sería, así, el resultado de tendencias innatas de las personas. Y llegó tan pero tan lejos como para incluso condensar una serie de rasgos físicos fácilmente identificables, según él, en los asesinos.

¿Se imaginan que fácil sería todo si tuviéramos el mapa para rápidamente dar con los asesinos innatos y detenerlos antes de que cometan sus crímenes? Una joya semejante, de existir, no pasaría desapercibida. La semana que viene nos vamos a meter con un tema similar, de la mano de una película de Hollywood. Sí, hasta actúa Tom Cruise: Minority Report (pre-crimen).

Sucede que, lamentablemente, el ser humano, como ser complejo que es, es absolutamente imprevisible. Por lo tanto, no hay respuestas ni recetas fáciles. Estamos frente a un abismo, cuando de crimen se trata.

Pero a no desesperar, siempre se puede seguir dando pasitos para intentar esclarecer una pregunta que nos interroga a todos: ¿qué sucede en el momento exacto en el que alguien decide acabar con la vida de otra persona? ¿Qué mecanismos, conscientes o inconscientes, se ponen en marcha? Y la pregunta del millón: ¿qué se siente? Lo peligroso de estudiar estos hechos es que sólo se pueden comprobar empíricamente cruzando del otro lado. Hay una barrera metodológica y moral inmovilizante. Una gran señal de “prohibido pasar”. Sólo podemos apelar a la sinceridad y al relato mediatizado del asesino confeso.

Sigamos con la teoría de Lombroso. En su obra, “Tratado antropológico experimental del hombre delincuente”, el autor describe seis tipos de criminales:

1.       Criminal nato

2.       Delincuente loco moral

3.       Delincuente epiléptico

4.       Delincuente pasional

5.       Delincuente loco

6.       Delincuente ocasional

Observemos las categorías. En tres de ellas se identifica una enfermedad en la base del comportamiento criminal (delincuente loco moral, delincuente epiléptico y delincuente loco). Casi que las tres podrían agruparse en una sola, ya que dicen prácticamente lo mismo. Y es que hoy sabemos, y es plenamente aceptado, que una persona con una enfermedad mental no puede ser considerada imputable. Es decir, si lo que provoca el delito es una enfermedad, algo que está fuera de control por parte del sujeto, y por lo cual no es culpable, ya que nadie elige estar enfermo, entonces no puede tampoco considerarse un criminal. Apelando nuevamente a Foucault, “cuando lo patológico entra en escena, la criminalidad, de acuerdo con la ley, debe desaparecer”.

Además de eso, me pregunto cuál sería la diferencia entre “delincuente loco moral” y “delincuente loco”. ¿Que uno es loco a secas y el otro es amoral? Según Lombroso, el moral tiene un cráneo con una capacidad igual o superior a la normal, pero suele tener una mandíbula voluminosa. Qué problema tendríamos si alguien puede ser sospechoso por el tamaño de su mandíbula, ¿no? Pero luego aclara y suma más datos: “los rasgos distintivos se encuentran sobre todo a nivel psíquico: personas antipáticas, egoístas, vanidosas e inteligentes, así como crueles e indisciplinadas”. De vuelta, todas esas características de personalidad pueden estar en todos y cada uno de nosotros. Y no veo cómo podrían ser causales de un desarrollo criminal posterior.

En el caso del delincuente epiléptico, se asocia dicha enfermedad directamente con la criminalidad. De manera que padecer epilepsia es casi un pasaporte seguro para convertirse en asesino. Está claro que hay mucha estigmatización en estos postulados, se entiende igualmente que proceden de una época histórica donde los prejuicios obstruían el pensamiento. 

El propio autor reconoce abiertamente que la categoría de “delincuente loco” refiere a “enfermos mentales que no son responsables de sus actos al carecer de capacidad de razonamiento”. Entonces, ¿de qué estamos hablando? Ya quedan descartados tres de los seis tipos de asesinos identificados por la teoría positivista.

Sigamos. De las tres que quedan, la categoría de “delincuente ocasional” es la más fácil de desentrañar. Llega hasta nuestros días y es la forma más típica y habitual que adopta un criminal. Acá estamos hablando de ladrones, principiantes o profesionales, presionados por su entorno. Nada que agregar. Siempre existieron y seguirán existiendo. La situación económica y social produce directamente este tipo de criminales. Deben toda su incidencia a cuestiones que los criminólogos identifican como “ambientales”.

Y nos quedan dos tipos, lo más interesantes: el criminal nato y el delincuente pasional. Veamos cómo siguen actuando los prejuicios a la hora de elaborar un estereotipo. Según Lombroso, los delincuentes pasionales son:

·         en su mayoría mujeres;

·         tienen entre 20 y 30 años;

·         muestran conmoción tras el acto criminal y tienden a confesar y suicidarse tras realizarlo.

Qué manera tan asombrosa de simplificar y reducir al máximo todas las variables que involucran a un crimen pasional. Dejando de lado la ironía, nuevamente se entiende que se trata de una primera aproximación a un fenómeno absolutamente abrumador. Hoy sabemos que cualquier persona puede cometer un crimen pasional. No sólo mujeres, de hecho hoy en día la cobertura y el enfoque en los casos de femicidios ponen en primer plano la violencia sistemática ejercida por el hombre sobre la mujer. Pero también los jóvenes matan, y los ancianos. Los pobres, y también los ricos. Todos matan o, mejor dicho, todos podemos matar.

Eso me remite directamente a la última categoría, la que intento discutir. Y la teoría de Lombroso me viene como anillo al dedo para contrarrestarla con lo que yo creo, humildemente, que es un error de concepto. Delincuente no se nace, delincuente “se hace”.

El autor señala rasgos físicos concretos que podrían ayudar a identificar a un criminal nato: “un cráneo pequeño, la frente hundida o un abultamiento de la parte inferior de la cabeza”. No sólo que nada de esto está comprobado empíricamente, sino que sería un disparate pensar que habría una suerte de programación genética (¿programada por quién? ¿Dios?) por la cual cada ser humano viene “destinado” a asesinar en algún momento de su vida.

No, difiero totalmente. Mi teoría es que todos los seres humanos tenemos una inclinación natural hacia la violencia, la cual muchos de nosotros –¡por suerte!-, aún logramos dominar a través de mecanismos psíquicos superiores como la represión brillantemente descripta por Sigmund Freud, y que son el resultado de un proceso evolutivo que une educación, cultura y vida en sociedad.

Es decir, el salvaje prehistórico tenía permitida la conducta violenta porque, de hecho, era un requisito para su supervivencia. Eran cazadores, vivían en ámbitos totalmente hostiles. Ese gen, que está en el origen de nuestra especie, mutó por supuesto. Hoy somos homo sapiens sapiens. Es decir, somos seres pensantes, evolucionados. Hemos creado un sistema cultural, variable a lo largo de las latitudes de nuestro planeta, pero que nos engloba a todos como seres mucho más avanzados que nuestros antepasados de hace 300.000 años. Pero no me parece descabellado pensar que, en un giro sorpresivo, ese salvaje que alguna vez fuimos sea la explicación más honesta que podríamos dar acerca del comportamiento violento, totalmente desbocado y fuera de control, que observamos en la actualidad.

¿Qué quiero decir? Para que se entienda bien, creo que ese título que se pasea por mi cabeza hace por lo menos quince años –“Salvajes por naturaleza, sociales en la corteza”-, me lleva pensar que la realidad de los crímenes que presenciamos, tal cual se presenta hoy en día, esconde un pedido de auxilio. Es nuestra forma humana y avanzada de dar cuenta de mecanismos que están fallando. Como siempre, la cadena se corta por el eslabón más débil. Esos eslabones, que se quiebran, uno tras otro, en la forma de asesinatos brutales, crueles, macabros, morbosos, anti-naturales, son la evidencia empírica de un engranaje social a punto de romperse.

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