Los inmigrantes no comen mascotas

Independientemente de que digan que Kamala ganó el debate o que las encuestas la den por ganadora, aunque sea por pocos votos, no tengo ninguna duda de que Trump será electo presidente de los Estados Unidos otra vez. Porque nunca se fue, porque es muy probable que su denuncia acerca de que Biden y el partido demócrata le robó votos tenga algo de fundamento (más allá de eso y después de todo lo que hizo peleó una elección que se dirimió por un puñado de votos) y porque así como dije con toda certeza que Milei iba a ganar en Argentina, contra todo pronóstico, así fue. Milei también falló en el debate contra Massa, quedó expuesto en más de una ocasión, pero nada de eso importa. La gente ya no vota lo políticamente correcto. Estos nuevos personajes de una derecha resurgida y virulenta le ofrecen a los ciudadanos del mundo la posibilidad de mostrarse tal cual son, sin tanto prurito.

Ese gen autoritario latente se despierta al calor de los miedos que azotan a la población mundial: el hambre, la guerra, la inseguridad, los virus. ¿Por qué los norteamericanos votaron por Trump la primera vez? Podemos pensar que compraron su idea de construir un muro, simbólico o real, para detener a la temida inmigración, señalada como la culpable de todos los males. Pero ¿por qué los norteamericanos van a volver a votar por Trump incluso después del asalto al Capitolio de enero de 2021? Ese episodio que muestra a las claras de lo que son capaces Trump y sus seguidores de ultra derecha con tal de conservar el poder. ¿La democracia más representativa de Occidente va a volver a poner en la Casa Blanca a alguien que no sólo amenazó sino que perpetró un ataque contra ella misma? Sí. Lo van a hacer. No tengo pruebas pero tampoco tengo dudas. Y lo sé porque el resurgimiento de la derecha a principios de un nuevo siglo, de forma reaccionaria y violenta, está sabiendo traccionar los miedos y las inseguridades de las personas hacia sus urnas.

Personajes como Trump, Milei, Le Pen, Abascal y tantos otros representantes de ideas ultra conservadoras, xenófobas y racistas, son intercambiables. Siempre estuvieron y siempre estarán, mezclados entre nosotros, agazapados esperando la oportunidad de pasar a primer plano. Sería injusto adjudicarles el mérito de lo que está pasando. Los que alguna vez tocamos un libro de historia sabemos que sus propuestas no representan nada nuevo, sino los mismos prejuicios de siempre. Entonces el foco debe estar, no en los sujetos predicadores de las mismas consignas que la derecha repite desde su creación, sino en el conjunto mayoritario de personas que avalan con su voto la ejecución de sus políticas segregacionistas y excluyentes. Ahí tenemos que mirar. ¿Qué está pasando con la gente a la cual le dicen cuestiones como “vamos a realizar la mayor deportación de la historia” o “vamos a acabar con la casta parasitaria” y responde, mediante el voto o el silencio cómplice, ok? Lo que pasa es que las personas tienen miedo, mucho miedo.

Hay una realidad que ya no puede evadirse: el sistema capitalista, en su última y actual fase -la del capitalismo financiero globalizado-, entró en crisis desde el 2008 con la explosión de las burbujas financieras y el colapso del sistema bancario en lo que se conoció como la “crisis de las hipotecas”, originada en Estados Unidos (¿dónde más?) y exportada por carril rápido a todo el mundo. Estamos hablando de un sistema ficticio que emite valores en nube sin ningún tipo de respaldo físico, alentado a crecer siguiendo la pauta de la avaricia y sin mirar el piso. Los grandes magnates y poderosos lo saben. Saben que el sistema que les permite acumular riquezas, a costa de aumentar la desigualdad social, está encontrando un techo difícil de superar. Y saben también que necesitan mantener el orden de los sistemas de gobierno como conductores de las grandes masas para continuar en su carrera financiera. Por eso encuentran en la figura del chivo expiatorio una solución fácil y predecible a su entuerto. Alguien tiene que tener la culpa de la pobreza y de la indigencia, de que la gente no llegue a fin de mes, de la inflación, de los ladrones que roban y matan, de la falta de trabajo. Pero ese alguien no puede ser el sistema que nos alberga y el que permite que los ricos y poderosos sigan siendo ricos y poderosos. Por supuesto que no. Hay que redirigir la mirada hacia otro culpable, más cercano, más tangible, más fácilmente desechable.

Es por esa razón que vemos expandirse los discursos xenófobos en Europa y América contra los odiosos inmigrantes. Y es por eso también que la contracara de ese ataque feroz a los atrevidos nómades sea un ferviente nacionalismo que pretende defender lo nativo frente a lo extranjero. Nadie piensa por un segundo que si la economía funcionara medianamente bien nadie necesitaría, ni mucho menos querría, abandonar su tierra y sus afectos para irse a vivir a otro país donde todo cuesta más y donde nunca lo verán como uno de ellos. ¿Por qué la gente emigra? Por muchos motivos pero fundamentalmente porque busca un futuro mejor que el que su nación puede ofrecerle. Y, en ese sentido, el boliviano es para el argentino lo mismo que el argentino es para el yanqui: un okupa. Alguien que viene a robarle un supuesto puesto de trabajo tentador, a atenderse en sus hospitales públicos financiados con sus impuestos, a estudiar en sus universidades también públicas, en fin, a robarle su lugar merecido por origen. Y eso es lo que inteligentemente nos quieren hacer creer los que saben perfectamente que la culpa no es del inmigrante sino del fallido sistema económico que ya no sirve par albergarnos a todos en condiciones de dignidad.

Eso explica que Trump pueda decir en un debate presidencial, sin sonrojarse, que los extranjeron se comen a las mascotas de los americanos, porque son delincuentes y muertos de hambre y, a pesar de semejante burrada, inconstrastable con la realidad más evidente, ganar las próximas elecciones. Y no lo hará porque la gente que vio el debate cree efectivamente que los inmigrantes son come gatos sino porque es más fácil creer que la culpa es del otro y ese otro será efectivamente echado de su país y, con eso, la economía florecerá o saldrá de su estancamiento. Nada más falaz que creer en este tipo de mentiras a cara descubierta.

En varios libros contemporáneos que estoy leyendo sobre el posfacismo señalan a Trump como un síntoma de la emergencia de la nueva derecha. Su llegada al poder en 2016, a pesar o gracias a su discurso xenófobo, racista y misógino, marca una alerta. Pero también es necesario decir que personajes como Trump, Milei, Abascal o Le Pen no se producen por generación espontánea. Antes que ellos siquiera soñaran con ocupar el lugar que hoy ocupan hubo procesos a nivel social que gestaron la posibilidad de su ocurrencia. Y esto tiene que ver con un cambio social evidentemente, una ruptura con los acuerdos democráticos y con los consensos ganados a partir de la salida del horror que significaron las dos guerras mundiales del siglo XX. Actualmente asistimos a guerras que no son mundiales sino locales pero de las cuales nos nutrimos con imágenes de la más absoluta cueldad contra civiles, repartidos entre todas las nacionalidades participantes. Ese horror está ocurriendo frente a nuestros ojos y nadie dice nada. Nos acostumbramos a que Medio Oriente vive en guerra, a que Israel pelea hace décadas por un pedazo de tierra que considera suyo según las sagradas escrituras y que no vacila en atacar a sus legítimos ocupantes desde hace milenios, con ayuda armamentísitica de la principal potencia mundial. También naturalizamos la guerra en Ucrania, la invasión a Irak y tantos otros conflictos armados. ¿Por qué lo hacemos? Nuestros descendientes dirán lo mismo de nosotros de lo que nosotros pensamos y decimos sobre el holocausto. La historia se repite y la mayor evidencia de eso es que en Alemania (sí en Alemania, de entre todos los países del mundo!) el partido Alternativa para Alemania, de orientación ultra derecha, asoma sus narices en las urnas, ganando territorio y poder. Algo está cambiando y no precisamente para bien.

Otro ejemplo calentito recién salido del horno lo tenemos en México donde el partido oficialista Morena acaba de lograr un hito político: aprobar una reforma judicial que permita elegir mediante el voto directo a los jueces, algo por lo que Lopez Obrador luchó mucho durante su mandato, y tuvimos que asistir a un nuevo asalto a la democracia cuando simpatizantes de ultra derecha irrumpieron en el recinto para evitar que se sancione la reforma. El Partido Acción Nacional (PAN), conservador y cristiano, echó a dos de sus miembros por haber votado a favor del proyecto, garantizándole al presidente saliente esta victoria legislativa.

Como nunca asistimos a una polarización extrema entre dos facciones: los conservadores, abanderados ahora con una desempolvada capa de rebeldía que supieron robarle astutamente a la izquierda, y un progresismo débil, tímido, que no reacciona y que, en lo que demora en entender lo que está pasando, nombrarlo y definirlo, deja sin representación a todos los que creemos que los discursos de ultra derecha son un peligro para la sociedad toda. En el medio de todo ese caos, los más desprotegidos -los pobres, inmigrantes, ignorantes, adictos, desempleados, delincuentes por decantación-, se llevan la peor parte. Son apaleados y verdugeados públicamente sin miramientos. Ellos son culpables por querer vivir mejor, no el sistema que los oprime dejándolos casi sin opciones. Ellos son los nuevos integrantes de un holocausto extendido, difuso y letal, que no buscahacer morir directamente sino dejar morir, excluir aún más, quitar toda posibilidad de supervivencia, arrojar fuera de las fronteras, al mejor estilo abandono de persona y sin escrúpulos. No hay tiempo para ellos y, a esta altura, nadie quiere darse el lujo de sentir lástima por el otro. Cuando la inundación crece y el agua llega al cuello, lo importante es asegurarse un lugar en la barca que nos llevará a los que sobrevivamos a esta crisis al siguiente siglo. ¿Pero cuáles serán los costos? A nadie le importa.

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