El suicidio se detiene en comunidad, y el crimen también

Seguimos pensando el crimen en la sociedad actual a partir del extenso trabajo sociológico de Durkheim sobre el suicidio. ¿Por qué? Porque ambas son muertes violentas, provocadas y auto provocadas. Y porque Durkheim aseguró que el anormal progreso del suicidio en su época (principios del siglo XX) constituía un síntoma que atestiguaba una profunda deformación de la estructura social. Lo mismo podemos pensar del aumento de crímenes intra hogar, sin razón y macabros, signos de nuestro principio de siglo XXI.

Durkheim se dedicó a estudiar las causas de dicho aumento irregular de los suicidios y encontró y delineó tres corrientes sociales que actuaban, desde el exterior, determinando la acción individual. Egoísmo, altruismo y anomia. Ya lo vimos en detalle. Ahora sigamos un paso más.

Según Durkheim, la corriente altruista (que consiste en fijar las pautas de conducta fuera de uno mismo, como sucede en el ejército, por ejemplo) pierde terreno frente al egoísmo y la anomia. Esos dos tipos de suicidios son, justamente, los que Durkheim considera que presentan un desarrollo de tipo morboso, ya que aumentan su incidencia en detrimento del altruismo y, se convierten, por eso mismo, en suicidógenos. Recordemos que el egoísmo está asociado a un fuerte individualismo, tal como la sociedad moderna impone a los individuos. Por eso me sorprendió gratamente toparme con esta nota de revista Anfibia, titulada “El suicidio se detiene en comunidad”. Y es que sí, es por ahí. Pero sigamos con la teoría, porque Durkheim no aparece en ese artículo, lo que configura una gran ausencia, en mi opinión.

El suicidio egoísta se origina porque la sociedad no tiene en todos sus puntos una integración suficiente para mantener a todos sus miembros bajo su dependencia. La única forma de remediar el mal es dar a los grupos sociales bastante consistencia para que mantengan más firmemente al individuo, y que éste, a su vez, se sostenga unido a ellos. Es preciso que se sienta más solidario de un ser colectivo que le ha precedido en el tiempo, que le sobrevive y que le supera por todas partes”. Esto plantea Durkheim respecto de cómo solucionar este problema. E inmediatamente después comienza a indagar en las posibles maneras de lograrlo. Empieza considerando a la educación como flamante candidata a cohesionar a las sociedades, pero rápidamente la descarta por un hecho evidente: “la educación no es más que la imagen y el reflejo de la sociedad; la imita y la reproduce, no la crea. Si el medio moral está viciado, como los maestros mismos viven en él, no pueden dejar de impregnarse de él”. Vale decir que la educación presente es la que modifica el futuro, no el propio presente. Es una inversión a largo plazo, deseable e invaluable. Luego rechaza, casi antes de nombrarla, a la política. Y sí, no es para menos. “Está demasiado lejos del individuo para actuar eficazmente sobre él con la debida continuidad”. Si hace cien años la política estaba alejada del pueblo, súmenle cien años más de distancia. Circunstancialmente, para que emerja un sentimiento de patria aglutinante, deben suceder situaciones excepcionales como una gran crisis o incluso una guerra, que podrían invadir las conciencias y volverse el móvil director de la conducta. Pero no siempre se vive de excepciones. Hay que buscar algo más regular, más estable.

La sociedad religiosa no es menos impropia para esta función. No modera la inclinación al suicidio más que en la medida en que impide al hombre pensar libremente”. No queremos autómatas, la solución debe ser legítima. Por último, queda la familia, ese pequeño núcleo celular representativo del todo social. Algo indagamos sobre este tema y sobre su posible cambio en conexión con las tendencias actuales. Durkheim la termina descartando también porque sus datos son contundentes: la familia protege a un género y desampara al otro, y no podemos dejar a nadie afuera. La solución debe ser integral.

En su búsqueda de posibles diques para el suicidio, Durkheim concluyó que ni la educación, ni la política, ni la religión ni la familia son instituciones aptas para tal fin. ¿Y entonces? ¿Qué nos queda? A tono con su época y realidad social, Durkheim propone que sea el grupo profesional o la corporación el lugar donde, a partir de una fuerte socialización, nos podamos preservar del suicidio egoísta.  Digo a tono con su época porque el siglo XX estuvo estructurado alrededor del trabajo y de la noción de clase social. “La corporación ha atestiguado ser susceptible de ser una personalidad colectiva. Tiene todo lo necesario para enmarcar al individuo, para sacarle de su estado de aislamiento y, dada la insuficiencia actual de los otros grupos, ella es la única que puede cumplir esta indispensable función”.

Durkheim está pensando en la división del trabajo, las fábricas, los futuros sindicatos. Toda esa retórica que dominó la escena social durante un gran período de tiempo. Pero hoy, ¿qué queda de eso? Con la mayoría de la población trabajando home office, en la soledad de su hogar, con auriculares y una computadora; con la otra gran mayoría de la población cobrando planes sociales de asistencia y sin realizar ningún tipo de labor; con los sindicatos debilitados por la inmensa corrupción de la que no se recuperan. ¿Podemos realmente hoy creer que una asociación profesional podría cohesionar a multitudes? Yo no lo veo ni siquiera viable.

En su artículo, Soledad Gago narra situaciones de personas con ideación suicida. Todas están solas -o al menos se sienten solas-, y no logran conectar con ningún proyecto que le dé sentido a su vida.

Cada tanto, los gatos pasan por delante de la cámara, se atraviesan en la pantalla, se acercan a la taza de café. Ella los agarra, los acaricia, les habla. Son dos, la de siempre y uno nuevo, amarillo, chiquito. Ese, el amarillo, se queda sobre ella. No se ve, por el cuadrado del Zoom, nada más que eso: una pared blanca, los gatos, la piel blanca y gruesa, el pelo por los hombros”.

Cito este fragmento de la nota porque me parece absolutamente descriptivo de la situación que estamos planteando. Personas solas, en sus casas o departamentos, conectados por zoom, mediante una computadora, a un otro. Que los ve y los escucha, y que interactúa a partir de lo que le devuelve la pantalla. Comunicación mediatizada. Silencio y ausencias.

“Me cuesta concentrarme, pensar en una sola cosa. Ahora estoy dispersa. Miro Instagram cada cinco minutos y Whatsapp cada tres. Tengo 29 años y vivo en una especie de hastío, como si nada de lo que soy, nada de lo que tengo, nada de lo hago, fuese suficiente. Algunas veces ese hastío se me mete en el cuerpo y siento, ahí, entre las costillas pero un poco más arriba, como si el corazón fuese un globo al que no le cabe más aire”.

Otro testimonio que relata en primera persona cómo se siente la presión de la corriente egoísta sobre un cuerpo que empieza a manifestar, en su mente, ideación suicida. Fíjense lo resaltado en negrita: siente como si su ser, su tener y su hacer no alcanzaran para llenar el vacío, ese que la devora a pesar suyo.

Este artículo de Anfibia relata un caso particular: todos los testimonios son de personas de Uruguay porque resulta que nuestro vecino es el país más feliz de la región y, al mismo tiempo, el que cuenta con la tasa más alta de muertes auto-provocadas. Qué paradoja, ¿no? Durkheim se haría un festín investigando las causas de semejante fenómeno. La autora se pregunta, acertadamente, cuánto tiene que ver en este asunto el modelo de felicidad y bienestar (desapegado de lo colectivo y enfocado en la responsabilidad individual), que impone la época. Precisamente, desapegarse de lo colectivo –de lo social-, es desaparecer como sujeto. Somos seres sociales por naturaleza. Aunque parezca contradictoria esta afirmación, no lo es para nada. Dos dimensiones nos atraviesan y nos conforman, por eso somos seres evolucionados y complejos. Dice Gabriel Rolón que “somos humanos en tanto estamos ligados al deseo y la palabra, y cortar el vínculo con ellos es morir”. Para llegar al suicidio, previamente, hay que romper nuestra relación con el lenguaje, en sentido amplio. No es solo dejar de hablar, es dejar de comunicarnos. Si se fijan, los testimonios de todas las personas citadas en el artículo de Anfibia refieren el mismo contexto: soledad, angustia y desazón. Silencio y, fundamentalmente, ausencia de deseo. Nada las conmueve, nada las convoca. No están ligadas socialmente a ningún ser colectivo que las envuelva y las contenga.

Durkheim creía que constituir corporaciones profesionales que pudieran elevarse a la categoría de poderes morales “elevaría la temperatura moral y, de este modo, el tejido social, cuyas mallas están tan peligrosamente relajadas, se ajustaría y afirmaría en toda su extensión”. Esas mallas de las que habla Durkheim son los eslabones por los cuales se corta la cadena social. Los eslabones más débiles, por supuesto: suicidas y homicidas. Autores y creadores de muertes violentas intencionadas. No son accidentes, no son homicidios en ocasión de robo, no son muertes por encargo ni por venganza. Son muertes provocadas con el único fin de dar muerte a un cuerpo, sin obtener nada a cambio. Ese es el enigma a resolver. Qué las ocasiona y qué hacer para frenar su creciente incidencia.

Como dije la semana pasada, la respuesta a esta pregunta sólo puede provenir de las ciencias sociales, porque esas muertes son el síntoma y el resultado de la enfermedad social. Precisamente, Soledad Gado cita en su artículo a un sociólogo –Pablo Hein-, quien explica con verdaderos argumentos por qué el suicidio se convirtió en un problema grave en Uruguay  desde finales de los `90: “A partir del año 2000 hay una lógica de la felicidad, una fórmula que dice que la felicidad depende de cada uno. Eso se engarza con la lógica del individualismo que hay en la sociedad a partir de los ‘70 y ‘80 y, a su vez, con la pérdida de centralidad de ciertas instituciones que nos daban cohesión social, como el Estado, la iglesia, los sindicatos, los partidos políticos, los clubes deportivos. Todo eso nos daba pertenencia, unidad. Hoy en día vivimos en el tiempo de arreglatelá vos como puedas. Vivimos en un individualismo en el que vos te construís tu propio bienestar. Y en el que tus éxitos son solo tuyos y tus fracasos también”.

Habla por supuesto del individualismo, piedra central del conflicto, y de la falta de cohesión social, otrora otorgada por ciertas instituciones que hoy están en decadencia. Durkheim se mete, de hecho, con el rol del Estado para pegarle duro: “El Estado tendió a absorber en sí todas las formas de actividad que podían presentar un carácter social y ya no tuvo enfrente más que una acumulación inconsistente de individuos”. Esta caracterización remite al tamaño del Estado en cuanto única colectividad organizada, burocrática e impotente. Incapaz de rendir los resultados esperados e igualmente incapaz de estar cerca de los individuos. La distancia que separa a un individuo del Estado es imposible de zanjar.

De ahí que el diagnóstico general, crudo y realista de Durkheim haya sido el siguiente: “Tales son las dos características de nuestra situación moral. Mientras que el Estado se abulta y se hipertrofia para llegar a encerrar fuertemente a los individuos, sin conseguirlo; éstos, sin lazos entre sí, se deslizan unos sobre otros sin encontrar ningún centro de fuerzas que los retengan, los fije y los organice”.

Durkheim propone descentralizar en pequeñas unidades que tengan sobre los individuos una acción que el Estado no puede ejercer. Y acá conecto con una afirmación de Gago muy elocuente (qué lástima que la amputaron del título!): “El suicidio se detiene en comunidad…y en el territorio”. Pablo Hein nombra como último elemento de su lista de instituciones cohesionadoras a los clubes deportivos. Y yo pienso que, dada la probada ineficiencia de todas las otras entidades, se podría pensar en la posibilidad de que las células que Durkheim imaginaba en la forma de corporaciones profesionales puedan, en su lugar, ser ocupadas por los clubes de barrio. Esos lugares donde la gente se encuentra y conversa. Donde no hay play stations ni juguetes electrónicos. Donde los pibes juegan a la pelota y toman la merienda cara a cara. Hablando. Haciéndose amigos. Y donde los padres, en calidad de padres y adultos, interactúan, acuerdan, acompañan. Son espacios solidarios que además tienen fines propios y específicos, como ganar un campeonato o un torneo, alzarse con una copa o una medalla. Buscar reconocimiento por méritos deportivos y sociales. Objetivos construidos en comunidad.

Pienso incluso que los horizontes de los clubes deportivos podrían ampliarse hasta llegar a cubrir necesidades más allá de lo recreativo. Podrían ser lugares donde se alimente a quien necesite, a los caídos del mapa barrial. Para que reconstituyan su identidad en tanto vecinos. Para que vuelvan a cohesionarse con su grupo de pertenencia. Pienso también que los clubes de barrio podrían funcionar como lugares de encuentro, reunión y festejos, más allá de lo competitivo. Lugares donde se organicen ferias para recaudar fondos para solucionar problemas locales. Y podrían, también, estar comandados por juntas vecinales, por los caciques del barrio, con vocación de liderazgo y ganas y tiempo para obsequiar. Podrían, en fin, ser espacios de solidaridad y fraternidad que funcionen como personalidades colectivas y como “el terreno propicio para la formación de ideas y sentimientos sociales”, en palabras de Durkheim.

Para cerrar, me parece interesante remitirme a la segunda causa del aumento de las muertes voluntarias en Uruguay, y en el mundo, y que tiene que ver con una forma de ver la vida, muy propia de nuestros tiempos. “Acá patologizamos todo: perdés un novio y te mandan a terapia y te empastillan”, dice Pablo Hein. Luego se cita a James David, psicoterapeuta inglés, quien afirma: “Drogamos a la gente en lugar de ofrecerles terapia psicológica porque se ve el dolor como una disfuncionalidad que debe ser corregida y la solución más rápida que se ha encontrado es la medicación. Pero con ella no arreglamos nada, porque se trata de químicos que sedan un sentimiento que actúa como faro: el dolor ilumina lo que está mal, algo a lo que debemos prestar atención”.

De la misma manera que debemos prestar atención al profundo dolor que atestiguan los crímenes intra hogar, sin razón y crueles. No debemos tener miedo y mirar para otro lado, porque esos crímenes nos están interpelando y seguirán haciéndolo hasta que suceda lo que tiene que suceder: que nos veamos cara a cara con nuestros propios fantasmas.

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