Un mundo feliz. Segunda parte.
Como vimos, en este supuesto mundo del futuro, hay un control
absoluto por parte del Estado de todas las áreas de la vida, desde el
nacimiento hasta la muerte. Es un Estado intervencionista a niveles que hoy
tacharíamos de inconstitucionales. Pero esa intervención es la que garantiza la
supuesta y superficial felicidad de las personas. ¿Recuerdan que hablamos del
soma? Ese narcótico oriundo de la India que se usa en la fábula para mantener a
las personas contentas y dopadas, básicamente. Voy a hacer dos preguntas: ¿es
posible vivir así? Es decir, ¿sería viable? La respuesta, para mí, es
contundente: sí. Ahora bien, la segunda pregunta es aún más importante:
¿queremos vivir así algún día? ¿No habrá una opción intermedia a la que podamos
aspirar? Ya lo veremos.
Uno de los principales rasgos de la sociedad de Un mundo
feliz es que en ella no existe la familia. Esa institución arcaica, base de
todo ordenamiento social -no importa su tradición, cultura o religión-, fue
abolida. Es más, fue prohibida. Les voy a transcribir algunos fragmentos de la
obra, para entender mejor, y porque además son brillantes. Dice uno de los
protagonistas:
“Nuestro Freud fue el
primero en revelar los terribles peligros de la vida familiar. El mundo estaba
lleno de padres, y, por consiguiente, estaba lleno de miseria; lleno de madres y de
todas las formas de perversión, desde el sadismo hasta la castidad; lleno de
hermanos, hermanas, tíos, tías, y, por ende, lleno de locura y de suicidios”.
“No es extraño que aquellos
pobres premodernos estuviesen locos y fuesen desdichados y miserables, con
prohibiciones para cuya obediencia no habían sido condicionados, con las
tentaciones y los remordimientos solitarios, con todas las enfermedades y el
dolor eternamente aislante, no es de extrañar que sintieran intensamente las
cosas y sintiéndolas así (y, peor aún, en soledad, en un aislamiento individual
sin esperanzas), ¿cómo podían ser estables?
Actualmente el mundo es
estable. La gente es feliz, tiene lo que desea, y nunca desea lo que no puede
obtener. Está a gusto, está a salvo, nunca está enferma, no teme la muerte,
ignora la pasión y la vejez, no hay padres ni madres que estorben, no hay
esposas, ni hijos, ni amores excesivamente fuertes. Y si algo marcha mal,
siempre queda el soma”.
Hay algo que sí comparto plenamente con este personaje
imaginario del futuro. Y es cuando dice que “no hay civilización sin estabilidad social, y no hay estabilidad social
sin estabilidad individual”. Lo creo profundamente así. Ahora bien, en mi
interpretación, la fábula Un mundo feliz es una exageración, llevada al límite,
pero perfectamente correcta para marcar un posible destino. Porque, si somos
prácticos, la estabilidad individual, de la cual deriva la estabilidad de todo
el conjunto social, está conseguida. Con métodos cuestionables, sospechosamente
inocuos, pero efectivos al menos para pensar probabilidades.
¿Cómo se logra entonces un mundo feliz? Según este ejemplo,
empezando por anular el deseo. Ese motor humano que nos proyecta hacia
adelante. Que nos llena de sueños, de esperanza, que es la base de lo que se
conoce como pasión. La emoción humana más fuerte, que se ramifica en decenas de
sub pasiones de todos los colores, buenas y malas. Al anular el deseo de lo
que, por requisitos de orden social, no puedo obtener, queda anulada, así,
mágicamente, la insatisfacción. La desdicha. Esa sensación de vacío. Y, por el
contrario, como sólo deseo fuerte lo que está a mi alcance, y de eso tengo todo
lo que quiero (soma y sexo), se logra una gran compensación.
Si Lourdes fuera un personaje de Un mundo feliz, en primer
lugar, no tendría hijos. Por ende, esos hijos no quedarían huérfanos. No estaría
enamorada de Axel. Tendría relaciones con él así como las tendrían con otras
personas. La separación sería un trámite y si surgiera algún sentimiento un poco
incómodo ya saben qué harían: una tableta de soma y todo superado. Sin sangre.
¿Estoy proponiendo avanzar hacia una sociedad como la
descrita en la fábula futurística Un mundo feliz? No, estoy analizando
variantes. Y la clave más interesante me la da “el salvaje”. Irónico, ¿no?
Resulta que en esta historia, hay una parte que no les conté: existe una
región, llamada “Malpaís”, donde las personas civilizadas pueden ir de
vacaciones y ver cómo se vivía en el pasado. Es como una reserva, una especie
de zoológico humano. Allí habitan las tribus indígenas que prevalecieron con
sus costumbres arcaicas. Y entre ellos, por error, están Lucía y John, madre e
hijo. Lucía había ido de vacaciones con su novio, tuvo un accidente y quedó
varada en Malpaís. Allí tuvo a John, quien se crió junto a la tribu de
salvajes. Un día, uno de los protagonistas viaja a esa región y rescata a Lucía
y a John, y los devuelve a Londres, ciudad donde transcurre la fábula. Lucia
estaba encantada de volver a su casa; en cambio, John, a pesar de tener mucha
ilusión en un principio, empieza a sufrir una serie de decepciones que lo sumen
en la desesperación más profunda al ver que la civilización es absolutamente
insulsa. No hay libros, no hay tragedia, no hay Shakespeare, ni Otelo. No hay
música. No hay arte. No hay amor. No hay familia. Sólo trabajo, sexo y soma. Él
se enamora de Lenina, pero ella sólo lo quiere para tener sexo, como si fuera
uno más. Y él no está dispuesto a compartirla.
En una discusión con el director del proyecto, el salvaje
reclama su derecho a sentirse desdichado. Frente a cualquier desborde, obligan
a la gente a doparse con soma, incluso interviene la policía derramando soma en
el aire si es necesario, para evitar un conflicto. John quiere sentir, quiere
ser feliz pero también reclama la libertad de sentirse triste, melancólico,
desesperanzado, en resumen: vivo. Y acusa:
“Muy propio de ustedes.
Librarse de todo lo desagradable en lugar de aprender a soportarlo. Ustedes no
hacen ni una cosa ni otra. Ni soportan ni resisten. Es demasiado fácil”.
¿Por qué digo que aquí está la clave? Porque, como bien
indica el salvaje, hay dos caminos: un camino sería el extremo planteado en Un
mundo feliz, con todos los cambios drásticos que ya repasamos, a los que
tendríamos que someternos. El otro camino sería “aprender a soportarlo”, como
lo hicimos durante milenios. Con muchísimos errores y muchísimos aciertos
llegamos hasta aquí, la puerta del siglo XXI, con una cultura enorme, compleja,
llena de logros en todas las áreas; también con guerras, muertes y desastres
naturales. Pero logramos convivir dos milenios. Instituimos nuestras reglas,
costumbres, normas, diversas a lo largo
de las latitudes pero igual de efectivas. La represión, en gran proporción,
funcionó. Nos trajo hasta aquí. Pudimos soportar un montón de cosas, y seguir
adelante.
Fíjense una cosa: lo que se abolió, en definitiva, en la
fábula de Un mundo feliz, es la cultura. Toda ella. Ese paraguas gigante que
nos contiene y nos identifica. La
familia, el arte, la educación, el duelo! Sobre todo el duelo. Creo que no debe
haber nada más identificatorio de la cultura humana que la forma en la que se
representa la muerte, que puede ir desde una fiesta hasta un velorio, dependiendo de en qué región nos situemos.
¿Por qué el salvaje insiste tanto con los libros y con Shakespeare? ¿Con sentir la desazón de Otelo? Porque el arte es nuestra forma, muy humana, de trascender. De dar rienda suelta a nuestra pasión creadora. Entonces, cabe pensar que la cultura, así como nos trajo hasta aquí, con todo lo que somos, es la misma que, si sigue su curso, nos terminará aniquilando. Si seguimos el razonamiento y la lógica propuesta por Huxley, para llegar al año 2500 de forma limpia, pulcra y ordenada, debemos anular la cultura. O, y atención con esto, podemos escuchar al salvaje y aprender, nuevamente, a soportar (y a tolerar, agregaría yo) aquello que nos molesta. Que nos duele, que nos enoja, que nos enfurece. Como a Lourdes, cuando Axel intentó quitarle la pelopincho.

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