Un mundo feliz. Segunda parte.


La semana pasada les conté, a grandes rasgos, las características principales de la fábula futurística “Un mundo feliz”, escrita por el autor británico Aldous Huxley en 1932. Recapitulando, tomamos esta historia de ciencia ficción, así como previamente analizamos “La máquina del tiempo”, de Herbert Wells, porque es una completa imaginación de cómo sería el mundo dentro de 500 años. En esa utopía que vislumbra Huxley, los seres humanos son todos y siempre felices, como el título resume. Y el mayor detalle que nos convoca a citar esta obra: en este futuro feliz, no hay crímenes.

Como vimos, en este supuesto mundo del futuro, hay un control absoluto por parte del Estado de todas las áreas de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte. Es un Estado intervencionista a niveles que hoy tacharíamos de inconstitucionales. Pero esa intervención es la que garantiza la supuesta y superficial felicidad de las personas. ¿Recuerdan que hablamos del soma? Ese narcótico oriundo de la India que se usa en la fábula para mantener a las personas contentas y dopadas, básicamente. Voy a hacer dos preguntas: ¿es posible vivir así? Es decir, ¿sería viable? La respuesta, para mí, es contundente: sí. Ahora bien, la segunda pregunta es aún más importante: ¿queremos vivir así algún día? ¿No habrá una opción intermedia a la que podamos aspirar? Ya lo veremos.

Uno de los principales rasgos de la sociedad de Un mundo feliz es que en ella no existe la familia. Esa institución arcaica, base de todo ordenamiento social -no importa su tradición, cultura o religión-, fue abolida. Es más, fue prohibida. Les voy a transcribir algunos fragmentos de la obra, para entender mejor, y porque además son brillantes. Dice uno de los protagonistas:

Nuestro Freud fue el primero en revelar los terribles peligros de la vida familiar. El mundo estaba lleno de padres, y, por consiguiente, estaba lleno de miseria; lleno de madres  y  de todas las formas de perversión, desde el sadismo hasta la castidad; lleno de hermanos, hermanas, tíos, tías, y, por ende, lleno de locura y de suicidios”.

Uno de nosotros, dentro de medio siglo, podría estar diciendo esto. Mirando hacia atrás, a lo que sería nuestro presente, identificaría a la familia como la base del conflicto social. Algo parecido a lo que dijimos acá y acáY sigue, ahora describiendo cómo nos sentimos, nosotros, sus antepasados, y cómo lograron ser ellos, tras superar los obstáculos para la felicidad:

“No es extraño que aquellos pobres premodernos estuviesen locos y fuesen desdichados y miserables, con prohibiciones para cuya obediencia no habían sido condicionados, con las tentaciones y los remordimientos solitarios, con todas las enfermedades y el dolor eternamente aislante, no es de extrañar que sintieran intensamente las cosas y sintiéndolas así (y, peor aún, en soledad, en un aislamiento individual sin esperanzas), ¿cómo podían ser estables?

Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz, tiene lo que desea, y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto, está a salvo, nunca está enferma, no teme la muerte, ignora la pasión y la vejez, no hay padres ni madres que estorben, no hay esposas, ni hijos, ni amores excesivamente fuertes. Y si algo marcha mal, siempre queda el soma”.

Hay algo que sí comparto plenamente con este personaje imaginario del futuro. Y es cuando dice que “no hay civilización sin estabilidad social, y no hay estabilidad social sin estabilidad individual”. Lo creo profundamente así. Ahora bien, en mi interpretación, la fábula Un mundo feliz es una exageración, llevada al límite, pero perfectamente correcta para marcar un posible destino. Porque, si somos prácticos, la estabilidad individual, de la cual deriva la estabilidad de todo el conjunto social, está conseguida. Con métodos cuestionables, sospechosamente inocuos, pero efectivos al menos para pensar probabilidades.

¿Cómo se logra entonces un mundo feliz? Según este ejemplo, empezando por anular el deseo. Ese motor humano que nos proyecta hacia adelante. Que nos llena de sueños, de esperanza, que es la base de lo que se conoce como pasión. La emoción humana más fuerte, que se ramifica en decenas de sub pasiones de todos los colores, buenas y malas. Al anular el deseo de lo que, por requisitos de orden social, no puedo obtener, queda anulada, así, mágicamente, la insatisfacción. La desdicha. Esa sensación de vacío. Y, por el contrario, como sólo deseo fuerte lo que está a mi alcance, y de eso tengo todo lo que quiero (soma y sexo), se logra una gran compensación.

El costo de esta felicidad ya lo vimos la semana pasada: ser un completo autómata. Una especie de robot que vive para trabajar, cumplir el rol para el que fue creado en laboratorio y, cuando no está trabajando, está gozando sin demasiado apego. Porque, como bien dice uno de los protagonistas, al no haber “amores excesivamente fuertes”…tampoco hay conflicto. Cuando no se ama o se ama poco, las consecuencias del desamor son de igual proporción. Tomemos un ejemplo de actualidad, fresquito. Sucedió hace un par de días en San Miguel. Lourdes Ríosde 28 años, mamá de 3 hijos, estaba transitando la separación de su pareja, Axel, un joven de 23 años, cuando él atinó a llevarse la pelopincho, en una modesta división de bienes, y ella no lo dudó: fue a la cocina, tomó un cuchillo y lo asesinó. Poco le importaron sus tres hijos, quienes quedarán a cargo de servicios sociales cuando la condenen a prisión perpetua. Ella creyó, quizás, que estaba defendiendo el derecho de los niños a bañarse en la pileta en estos días de tanto calor y no estaba dispuesta a devolver lo que fue un regalo, pero ¿a qué costo? “La cárcel ya no da miedo”, título de este blog, habla de esto justamente. No hay freno, no hay barrera que pueda ejercer la suficiente presión para evitar un crimen pasional. No hay cálculo de la razón. No hay un minuto de lucidez, de pararse a pensar si vale la pena. Sólo hay rienda suelta a la emoción más salvaje, esa que está en nuestro ADN desde el inicio, que creímos haber desplazado y dominado durante siglos, y que hoy, en los inicios del siglo XXI asoma nuevamente sus narices y ya está haciendo estragos.

Si Lourdes fuera un personaje de Un mundo feliz, en primer lugar, no tendría hijos. Por ende, esos hijos no quedarían huérfanos. No estaría enamorada de Axel. Tendría relaciones con él así como las tendrían con otras personas. La separación sería un trámite y si surgiera algún sentimiento un poco incómodo ya saben qué harían: una tableta de soma y todo superado. Sin sangre.

¿Estoy proponiendo avanzar hacia una sociedad como la descrita en la fábula futurística Un mundo feliz? No, estoy analizando variantes. Y la clave más interesante me la da “el salvaje”. Irónico, ¿no? Resulta que en esta historia, hay una parte que no les conté: existe una región, llamada “Malpaís”, donde las personas civilizadas pueden ir de vacaciones y ver cómo se vivía en el pasado. Es como una reserva, una especie de zoológico humano. Allí habitan las tribus indígenas que prevalecieron con sus costumbres arcaicas. Y entre ellos, por error, están Lucía y John, madre e hijo. Lucía había ido de vacaciones con su novio, tuvo un accidente y quedó varada en Malpaís. Allí tuvo a John, quien se crió junto a la tribu de salvajes. Un día, uno de los protagonistas viaja a esa región y rescata a Lucía y a John, y los devuelve a Londres, ciudad donde transcurre la fábula. Lucia estaba encantada de volver a su casa; en cambio, John, a pesar de tener mucha ilusión en un principio, empieza a sufrir una serie de decepciones que lo sumen en la desesperación más profunda al ver que la civilización es absolutamente insulsa. No hay libros, no hay tragedia, no hay Shakespeare, ni Otelo. No hay música. No hay arte. No hay amor. No hay familia. Sólo trabajo, sexo y soma. Él se enamora de Lenina, pero ella sólo lo quiere para tener sexo, como si fuera uno más. Y él no está dispuesto a compartirla.

En una discusión con el director del proyecto, el salvaje reclama su derecho a sentirse desdichado. Frente a cualquier desborde, obligan a la gente a doparse con soma, incluso interviene la policía derramando soma en el aire si es necesario, para evitar un conflicto. John quiere sentir, quiere ser feliz pero también reclama la libertad de sentirse triste, melancólico, desesperanzado, en resumen: vivo. Y acusa:

“Muy propio de ustedes. Librarse de todo lo desagradable en lugar de aprender a soportarlo. Ustedes no hacen ni una cosa ni otra. Ni soportan ni resisten. Es demasiado fácil”.

¿Por qué digo que aquí está la clave? Porque, como bien indica el salvaje, hay dos caminos: un camino sería el extremo planteado en Un mundo feliz, con todos los cambios drásticos que ya repasamos, a los que tendríamos que someternos. El otro camino sería “aprender a soportarlo”, como lo hicimos durante milenios. Con muchísimos errores y muchísimos aciertos llegamos hasta aquí, la puerta del siglo XXI, con una cultura enorme, compleja, llena de logros en todas las áreas; también con guerras, muertes y desastres naturales. Pero logramos convivir dos milenios. Instituimos nuestras reglas, costumbres, normas, diversas a  lo largo de las latitudes pero igual de efectivas. La represión, en gran proporción, funcionó. Nos trajo hasta aquí. Pudimos soportar un montón de cosas, y seguir adelante.

Fíjense una cosa: lo que se abolió, en definitiva, en la fábula de Un mundo feliz, es la cultura. Toda ella. Ese paraguas gigante que nos contiene y nos identifica.  La familia, el arte, la educación, el duelo! Sobre todo el duelo. Creo que no debe haber nada más identificatorio de la cultura humana que la forma en la que se representa la muerte, que puede ir desde una fiesta hasta un velorio, dependiendo de en qué región nos situemos.

¿Por qué el salvaje insiste tanto con los libros y con Shakespeare? ¿Con sentir la desazón de Otelo? Porque el arte es nuestra forma, muy humana, de trascender. De dar rienda suelta a nuestra pasión creadora. Entonces, cabe pensar que la cultura, así como nos trajo hasta aquí, con todo lo que somos, es la misma que, si sigue su curso, nos terminará aniquilando. Si seguimos el razonamiento y la lógica propuesta por Huxley, para llegar al año 2500 de forma limpia, pulcra y ordenada, debemos anular la cultura. O, y atención con esto, podemos escuchar al salvaje y aprender, nuevamente, a soportar (y a tolerar, agregaría yo) aquello que nos molesta. Que nos duele, que nos enoja, que nos enfurece. Como a Lourdes, cuando Axel intentó quitarle la pelopincho. 

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