La disputa por el término
Mientras la academia se revuelca en debates interminables
sobre si es correcto o no denominar fascismo al estilo de gobierno que vemos
imponerse en varios países de Occidente en la actualidad, las botas largas
avanzan a paso redoblado aprovechando la vía libre y ganando una ventaja
invaluable. Que si neo fascismo, que si post fascismo, que si populismo de derecha,
que si neo autoritarismo, todos términos válidos esperando a ser llenados de
contenido teórico para describir y delinear con el mejor trazo teórico posible a
los fenómenos políticos y sociales que nos consternan en vivo y en directo. Yo me
pregunto: si tiene cuatro patas y ladra, ¿qué es?
El problema con el fascismo del siglo XX es que
quedó atado a personalidades únicas y avasallantes que se mimetizaron con el
término al punto de absorberlo y totalizarlo. Entonces, si no tenemos un Hitler
delante de nuestras narices, no es nazismo. Hitler fue sin dudas un personaje
único en la historia de la humanidad. Dudo profundamente que pueda haber
alguien que se acerque a lo que él hizo y representó. Ahora bien, eso no
implica que no podamos advertir las señales de un proceso político de similares
características y enfoque en la actualidad. Son demasiadas las coincidencias
como para seguir enroscados en la validez teórica del término que las
describirá y rotulará.
Y ¿por qué es importante definir un fenómeno? Porque,
al igual que con una enfermedad o con un problema particular, el primer paso
para resolverlo es identificarlo con precisión. Saber a qué nos enfrentamos. No
es lo mismo una gripe que una viruela. Los científicos sociales deben teorizar
y definir concretamente los fenómenos pero, a mi entender, hay momentos
únicos en la historia en los que la acción pasa necesariamente a primer plano.
Como cuando los docentes e intelectuales tuvieron que pelear por la democracia
y la libertad y dejar de lado, al menos temporariamente, las aulas y las tizas.
Las definiciones y los términos. En mi opinión, este arranque de siglo XXI es
atípico por muchos motivos pero principalmente porque vemos gestarse delante nuestro
procesos de vía única que no tienen retorno y que se parecen mucho, pero mucho,
a otros que estudiamos cómodamente y a la distancia mediante libros de
historia.
Entonces, que los intelectuales se rasguen las vestiduras
y se horrorizen porque un colega osó llamar fascismo a los gobiernos de Trump,
Bukele, Orban o Milei es casi tragi-cómico. En primer lugar, porque lo son: son
fascistas de cabo a rabo. Y en segundo lugar porque, aún si hicéramos el
larguísimo ejercicio de desandar los términos y dotarlos de estructura teórica
para concluir, finalmente, que siendo rigurosos no pueden clasificarse de
fascismo, poco importará porque las consecuencias prácticas en la vida real ya
habrán hecho mella en miles y miles de personas. Vuelvo y me pregunto, ¿qué importa
más: una buena definición o la lucha que nos convoca y nos obliga por saber un
poquito más sobre lo que está pasando? ¿De qué valdrá resguardar los
términos si habrán acabado con los edificios físicos donde se produce el saber?
No me malinterpreten, no estoy en contra del academicismo. Me dedico a ello. Creo
en la ciencia y en el valor de su labor. Pero es otra cosa lo que estoy
planteando. Me parece que, en momentos absolutamente únicos como el que nos
toca habitar, la academia haría bien en posponer el debate por el término y
ocuparse del caballo de troya que se metió en las democracias de varios países
para destruirlas desde adentro.
Y lo más indignante es que quienes profesan esta
idea de libre mercado y de libertad irrestricta y se enarbolan las auras con
las banderas de una supuesta libertad pura y diáfana no se andan con rodeos. No
metaforizan. No disfrazan nada. Sus discursos están plagados de hojas de ruta,
de propuestas concretas, de ideas directas y desvergonzadas mediante las cuales
interpelan y convocan a cientos de miles de personas que (y esto es lo peor del
caso) se identifican con ellas y las hacen propias. En consecuencia, ¿por qué
andar con rodeos nosotros? Los que debemos enfrentarlos en el plano de las ideas
mientras ellos atropellan todo a su paso.
Creo que el futuro, la distancia, es el tiempo
ideal para sentarse a debatir sobre procesos pasados, sepultados. Para darlos
vuelta, analizarlos, describirlos, investigarlos. Esa distancia teórica es la
que permite la claridad en la definición y es la que no tenemos hoy ni vamos a
tener porque nos toca ser protagonistas de un cambio histórico mientras
sucede. Somos testigos privilegiados. Por eso mismo, me encantaría ver a los
principales referentes de las ciencias sociales dejar de pelearse cual vedettes
en temporada por si fascismo sí o fascismo no y empezar a ocupar el rol que les
toca que es liderar la afrenta contra poderes autoritarios y antidemocráticos
en pleno auge. Eso me gustaría ver. De otro modo, lo único que veo es cómo la
derecha racista y asesina vuelve a ganar terreno y a cantar victoria luego de
casi un siglo de vivir enterrada en la vergüenza. Y ese paisaje no es nada
lindo de ver. Es angustiante y desesperanzador. Es como ir perdiendo la final,
otra vez.
Me quedo con una definición bien clara y concisa de
por qué es ineludible identificar en los procesos antidemocráticos actuales la
huella del fascismo. Ariel Goldstein, en su libro La reconquista autoritaria (2022),
habla de “el germen
del fascismo”: esa idea de un grupo que
es aislado como “los que sobran” y merecen ser castigados por el resto de la
sociedad, que se percibe a sí misma como merecedora de lo que tiene. Esto lo
balbuceé con mucha menos pompa en este posteo
anterior donde establecí el rol de los empleados públicos alias “ñoquis” como
los nuevos blancos biológicos (en términos de Foucault) del fascismo, o post fascismo,
o neo fascismo o como quieran llamarle. Poco importa, para el análisis, si el
lugar del objeto de odio lo ocupan judíos, marxistas, homosexuales, feministas,
piqueteros, ñoquis, la casta, e interminables etcéteras. La fórmula es la misma
y la expresa con mucha claridad Golsdtein: “la derecha radical tiende a señalar de forma violenta a un
grupo de la población como responsable de los males sociales, asociando a este
grupo a los privilegios que supondría vivir del Estado. En esa exclusión hay
una demanda de castigo y punición que no está exenta de violencia y que
representa el germen del fascismo”.
¿Se acuerdan que Hitler señalaba a los judíos
marxistas como los responsables de haber perdido la Primera Guerra Mundial? ¿Y que
a partir de ese odio y sobre esa identificación se construyó el antisemitismo
que acabó con la vida de millones de personas, con la connivencia por supuesto
de la sociedad civil? Es lo mismo. Los procesos discursivos se asemejan de
forma alarmante y bien sabemos que del dicho al hecho hay muy poco trecho. Tendríamos
que ser muy ingenuos y confiados para creer que estos autócratas no irán por todo
en su lucha ideológica contra lo que creen es la causa de los males de su
época. Si de algo sirve la historia, es para saberla de memoria, con detalles,
y evitar repetirla. Porque en ese caso sí nos caberá el mote de una definición
antigua.

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