Señor chapista desfigurado: aquí puede encontrar una posible explicación a lo que le pasó

Cada pueblo tiene colectivamente por el suicidio una tendencia que le es propia”, afirma Durkheim. Y yo me pregunto, y por eso lo cito, si sucederá lo mismo con el homicidio. Durkheim sobrevoló el tema de los asesinatos, pero no con la profundidad con la que estudió el fenómeno sociológico del suicidio. Quizás en su época eran más habituales las muertes voluntarias que los homicidios, no lo sé.

Yo vivo en los comienzos del siglo XXI y observo, con gran preocupación, el aumento de crímenes intra hogar, sin razón, crueles y desproporcionados. Desde una madre que mata a golpes a su hijo o asfixia a su bebé, hasta pibes que revientan a piñas y patadas, en manada, a otro como ellos, pasando por personas que, por un problema de tránsito, acuchillan a otra en el corazón. Hace pocos días casi matan a un chapista por demorarse en entregar un auto. Sin armas, a pura piña. Y, como podrán ver, no están todos locos. No hay una crisis ni una epidemia de enfermedad mental psiquiátrica. Acá están pasando otras cosas.

En su época, Durkheim tomó un mapa de Europa y comenzó a vislumbrar las estadísticas de suicidios con una lista interminable de variables; desde sexo, edad, ubicación geográfica, raza, religión, etc. El cruce de todos esos datos le reveló tendencias. Por ejemplo, él encontró que en Alemania el suicidio estaba muy desarrollado, excepto por tres regiones, y resultó ser que esas regiones eran católicas, mientras todas las restantes profesaban el protestantismo. “La inmensa corriente suicidógena que circula alrededor de ellas no puede invadirlas: se detiene en sus fronteras, únicamente porque no encuentra más allá las condiciones favorables para su desenvolvimiento”, pensó él.

Luego, se dedicó a observar las estadísticas relacionadas a estado civil y encontró datos muy reveladores. Resulta que el matrimonio brinda cierta inmunidad contra el suicidio, sobre todo a los hombres. Pero, atención: el matrimonio con hijos aumenta considerablemente dicha inmunidad. Sin embargo, para las mujeres, es a la inversa: el matrimonio sin hijos aumenta su tendencia al suicidio frente a las solteras de la misma edad. La conclusión a la que llegó Durkheim fue que “la inmunidad (frente al suicidio) que presentan los casados en general, se debe en un sexo por entero, y en el otro, en la mayor parte, a la acción, no de la sociedad conyugal, sino de la sociedad familiar”.

Este hallazgo lo llevó a pensar que la constitución del grupo familiar ejercería una acción saludable sobre la tendencia al suicidio; no como marido o como esposa, sino en tanto padre o madre. Y esta preservación es mucho más completa cuanto más densa es la familia. Entonces, la sociedad doméstica, al igual que la sociedad religiosa, constituiría un poderoso preservativo contra el suicidio. La semana pasada decíamos que el suicidio de tipo egoísta –el más extendido en la época de Durkheim-, procedía de una exaltación del individualismo que lo desligaba de las bases sociales. En este escenario que estamos planteando ahora, la fórmula sería la inversa: cuanto más integrado está uno a la sociedad (religiosa, doméstica, política), menor tendencia al suicidio exhibirá.

Incluso, Durkheim fue más allá y sin ningún tipo de pudor planteó una hipótesis respecto del matrimonio monogámico que es sumamente interesante. Antes de avanzar, aviso que la sociedad en la que vivió Durkheim (principios del siglo XX) era muy machista y todos los planteos están centrados en la figura del hombre. A la hora de trasladar los razonamientos a la actualidad, hay que hacer los ajustes necesarios ya que la mujer del siglo XXI es muy distinta de lo que era en el siglo anterior. Él comienza hablando de la excitación psíquica y cómo ésta debe ser contenida por la sociedad, ya que no hay nada en el organismo que pueda detenerla. Y asigna esta función al matrimonio. Léanlo: “el matrimonio regula toda la vida pulsional, y el monogámico más estrechamente que cualquier otro porque, al obligar al hombre a no ligarse sino a una mujer, siempre la misma, asigna a la necesidad de amar un objeto rigurosamente definido y cierra el horizonte. Esta determinación es la que produce el estado de equilibrio moral con que se beneficia el esposo. Porque no puede, sin faltar a sus deberes, buscar otras satisfacciones que las que así le están permitidas, limitando sus deseos. La saludable disciplina a que está sometido le fuerza a encontrar su felicidad en su condición. Si sus goces están definidos, también están asegurados, y esta certidumbre consolida su consistencia mental”.

La semana pasada cerramos el post aludiendo a la idea de “sana disciplina” de Durkheim que consistiría en alcanzar un grado medio de satisfacción y no desear más de lo que se pueda legítimamente esperar. Este sería el grado óptimo de salud, tanto para el individuo como para la sociedad. Antes de que salten a la yugular de esta idea, debo decir que la comparto, en parte. No se trata, ante todo, de un pensamiento ultra conservador. Hay que saltar la barrera del prejuicio. Lo que plantea Durkheim tiene mucha lógica. En julio del año pasado yo me hacía estas preguntas:

¿Y si estos cambios (identidad de género, divorcio, etc), sumamente positivos y francos, traen aparejados daños colaterales? ¿Consecuencias imprevistas? ¿Efectos no deseados? ¿Y si la liberación de las cadenas que mantenían unidas a las familias más allá de sus voluntades tuvo como contrapartida la liberación de las estructuras que formaban adultos reprimidos y, por ello mismo, más civilizados y correctos que salvajes?

El título de ese posteo fue “Lo que está fallando es la familia como institución normalizadora”, y estaba basado en la obra Los Anormales de Foucault, quien, desde otro ámbito de las ciencias sociales, plantea cuestiones no muy distintas a las que plantea Dukheim. Él presenta la figura del individuo a corregir y refiere la fundamental tarea de los agentes de normalización –la familia, la principal de ellas-, en el proceso de socialización.

Como verán, la cuestión se resume a cómo hacer para que la gran mayoría de los hombres y mujeres logren convivir en armonía con el menor porcentaje posible de crímenes y suicidios; o de violencia, para englobarlos. Yo me preguntaba por los posibles efectos no deseados de liberar las cadenas…¿y si efectivamente fue eso lo que pasó? En el transcurso del siglo XX, con todos los cambios que atravesamos pero, sobre todo, con la nueva y renovada anatomía social que ostentamos, más abierta y progresista, no podemos negar que lo que se modificó fue la propia estructura social. La matrix. Durkheim, en 1897, alertaba sobre los matrimonios infieles y su capacidad limitada para contener enérgicamente a la pasión, que se desbordaba por fuera y provocaba un estado de inquietud, así como la imposibilidad de conformarse con lo permitido. ¿Qué podría decir hoy? ¿Por dónde empezaría? Hay familias ensambladas, monoparentales, homosexuales, ausencia de familia, violencia intra-familiar. Nuevas realidades, mucho más complejas y mucho menos contenidas.

Lo que me queda claro, cada día más, es que el centro de la escena tiene que ver con contener la pasión. La destructiva. La que habita en cada uno de nosotros. Luego podremos discutir cómo la contenemos –si con la educación, si variando las familias, si cambiando estructuras-, pero lo que no puede admitir ninguna duda es la necesidad de (auto) limitarnos recíprocamente. ¿Para qué? Para que nuestra sociedad de larga trayectoria no se convierta en una jungla urbana donde, si no entregás un trabajo a tiempo, te desfiguran; si derramás un vaso y le manchás la remera a alguien, te parten la cabeza a patadas; o si te mandás “un moco” a tus cinco años, te saltan en la espalda y te matan a golpes. Para eso.

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