El placer de matar II


No es la saga de Bruce Willis, aunque se le parece. Digo dos porque ya posteamos un artículo sobre “el placer de matar”, y en éste continuamos y profundizamos.

Voy a comentar un artículo escrito por José Lázaro, un Profesor de Humanidades español, publicado en El País online el 9 de marzo de 2018. Pueden buscarlo en la web, se llama, justamente, “El placer de matar”.

En mi afán de encontrar textos, relatos, teorías que tomen este tema -tan áspero-, y lo aborden con la seriedad que merece, me topé con esta nota que tiene varios aspectos para usar como disparador y pensar esta problemática. ¿Es un problema? Ya lo veremos.

El autor recae en algunos lugares comunes, como pensar en el placer de matar desde el uso exclusivo de armas y en contexto de guerra o enfrentamiento por un objetivo. Disparar un gatillo debe ser la forma más fácil de acabar con alguien. ¿Pero qué hay de la enorme cantidad de asesinatos brutales que vemos se desarrollan a partir de moler a palos a otro, casi siempre incapaz de defenderse? Esa omnipotencia que brinda la superioridad física o el hecho de actuar en manada -asegurando el resultado-, y la imposibilidad de una respuesta o contraataque. También hay que remitir a las infinitas puñaladas de un asesino de arma blanca, que con sólo un par bien dadas acabaría con la vida de cualquiera y, sin embargo, siempre vemos que terminan siendo cientos de puñaladas. Es ese “no poder parar”. ¿Por qué será? ¿Habrá placer en esa descarga pulsional?

Son todos escenarios posibles que quedan por fuera de lo pensable cuando hablamos del placer de matar. El otro lugar común del artículo remite a convocar asesinos con licencia para matar. Es decir, ex combatientes que, en ocasión de guerra, contaban con la aprobación de su país y del ejército al cual pertenecían para eliminar al enemigo. Prácticamente sicarios. Asesinos por encargue. Aquí la responsabilidad de las muertes es compartida. Hay alguien que mata –que aprieta el gatillo-, pero hay alguien que ordena matar. Para aquél que está en el campo de batalla debe haber una especie de “alivio de la conciencia”, ya que las muertes se dan con el beneplácito de un montón de personas –casi una nación entera-, y, fundamentalmente, porque hay un motivo. Las guerras siempre son por algo. Puede ser un fin material como un recurso económico, un territorio, o bien un objetivo intangible como la independencia o la libertad.

Fantástico. ¿Pero qué pasa con los asesinatos en los que “el móvil es desconocido y desconcertante”, como plantea Lázaro? Pasa lo que describe Foucault: “el crimen sin razón es la confusión absoluta”. Cuando no se mata por dinero, ni por poder, ni por celos, ni por despecho, ¿por qué se mata? Cuando se asesina a golpes a un bebé o a una criatura indefensa, ¿qué móvil está actuando? ¿El morbo?

Sigamos. El autor plantea dos caminos posibles de análisis para abordar este problema que llamamos “el placer de matar”. Que, de paso, aprovecho para contestar que, en efecto, es un problema porque si, efectivamente, matar produce placer -un placer único e irrepetible-, estamos frente al abismo. Imagínense que cuantas más personas descubran, por sí mismas, este hecho, más asesinatos habrá que será literalmente imposible prever y evitar. ¿Por qué? Porque suceden intra-muros, “intra-hogar”, como yo los llamo. En esos espacios privilegiadamente -y necesariamente- privados, que antaño albergaban familias y hoy contienen posibles escenas de crímenes, de los más macabros e inexplicables.

Los dos caminos teóricos serían:

1)    La hipótesis patológica amparada en el sadismo tal cual lo describe el psicoanálisis, como la obtención de placer a partir de humillar, torturar o matar a otros. A diferencia del psicópata quien, por definición, no siente ni padece; el sádico experimenta placer al matar.

2)    Esta me gusta más, porque el sadismo es justamente una patología psiquiátrica y yo creo que el origen del problema está en otro lado. Este segundo grupo de hipótesis, dice Lázaro, “apuntaría al placer primordial de resucitar las huellas mnémicas que podría conservar nuestro paleoencéfalo desde los tiempos prehistóricos en que el homínido que todos fuimos disfrutaba la vivencia jubilosa del éxito en la lucha o en la caza, las dos actividades básicas de las que dependía la supervivencia. Ese inconfesable placer sería algo así como el retorno del tatarabuelo troglodita que todos llevaríamos oculto en lo más hondo”. 

En un post anterior llamado “Naturaleza versus cultura” nos metimos de lleno en este tema. El retorno del salvaje, o del tatarabuelo troglodita (sic). Me voy a citar a mí misma con total impunidad: “en los inicios, los hombres primitivos vivían libres y a merced de las fuerzas de la naturaleza. Contaban con escasos recursos para llevar una vida cómoda y duradera. Sin embargo, no conocían limitación alguna de lo pulsional”. Este escenario lo describía para oponerlo a lo que vino después. La cultura, ese enorme paraguas debajo del cual nos cobijamos, vino a brindarnos seguridad y protección, pero a cambio nos pide sacrificios. Esa pulsión ilimitada no es compatible con la vida en sociedad. No por lo menos si se pretende que esa existencia sea armoniosa. Por ende, las renuncias en forma de represiones mentales sirven a los efectos de frenar todo comportamiento a-típico, a-social, y podemos agregar, ¿por qué no, ya que lo venimos reforzando?, a-normal.

Un tema más. El “retorno del tatarabuelo troglodita (qué gran definición!) oculto”, dice Lázaro. ¿Oculto dónde, cabe preguntarse? Imagino debe estar escondido en lo más recóndito de nuestros pensamientos, allá abajo y al fondo, en ese lugar que Freud llama “lo inconsciente”. Lo olvidado, lo reprimido, lo expulsado de la conciencia. Pero, ¿se acuerdan que en el post I de “El placer de matar” decíamos, citando a Freud obvio, que “lo inconsciente no aspira a otra cosa que a irrumpir hasta la conciencia o hasta la descarga, por medio de la acción real”?. Ahí tenemos una posible y factible explicación de por qué, ese salvaje que todos tenemos dentro (ver post sobre Josef Fritzl), esa herencia del tatarabuelo troglodita, está haciendo borbotones en nuestra época, pujando por salir. Sale en forma de descarga mediante acciones reales que no son, ni más ni menos, que asesinatos a sangre fría. Es una caza despiadada, del más fuerte contra el más débil, tal cual venimos relatando y describiendo desde el inicio de este blog.

Y no puedo dejar de unirlo también al tema que tratábamos la semana pasada, sobre la familia como posible tangente por donde se nos está escapando la tortuga. Esta liberación pulsional, este retorno a lo salvaje, tiene que estar precipitado, o incluso avalado, por instituciones desde adentro del propio sistema cultural. Hay que seguir pensándolo.

Para cerrar, me voy a quedar con un testimonio muy valioso que brindaron estos ex combatientes para la nota de El País. No querían admitir, ni ante ellos mismos, el “extraño placer” –así lo definieron-, que sintieron al matar. Dos cosas: admitir ante sí mismo quiere decir reconocer ese placer, ponerle nombre. Y reconocerlo es hacerle lugar en la conciencia. Cuando pensamos algo y decimos lo que pensamos, eso tan intangible e incorpóreo que habita en nuestra mente se vuelve real. Ya no podemos negarlo, por eso es tan difícil admitirlo y mucho más decírselo a otro. Es como un camino de ida sin retorno.

Segundo, calificarlo de extraño sólo sería el primer paso. Es extraño porque es desconocido y, como ya vimos, todo lo desconocido da miedo. Es algo que seguramente nunca habían experimentado, ni esperaban sentir. Es justamente lo inesperado. Lo que descoloca. Aquello que nos cuestionamos. “¿Dónde estaba esto, que no lo vi venir?” Para ellos, ya es tarde. Ya mordieron la manzana (podríamos pensarlo análogamente a la metáfora del Edén). Y para todo el resto de nosotros, vírgenes de asesinato, la clave será cómo vamos a hacer para permanecer en este estado de ignorancia dulce y suave, sin nada que nos movilice lo suficiente como para pasar del otro lado. Del que no se vuelve.

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