De cómo la cárcel llegó a convertirse en el sistema de castigo monopólico
¿Alguna vez se preguntaron por qué la única forma de castigo penal es la prisión? Es interesante evaluar, como lo hace Foucault en “Vigilar y Castigar”, el proceso ¿evolutivo? mediante el cual las distintas técnicas punitivas fueron reemplazándose hasta llegar a una modernidad –en la cual todavía estamos, con un “pos” adelante-, que sólo aplica un método de castigo: la privación de la libertad.
Recordemos
que, en el siglo XVII, había toda una serie de posibles castigos para los
infractores de la ley. Y la estrella era la pena máxima: el suplicio. Mediante
esta técnica, se asignaba un “verdugo” que tenía la misión de duplicar la
violencia del crimen inicial y se creía que, de esa forma, se lograba dominar
las ilegalidades. Este tema lo abordamos con profundo detalle en el post sobre
los suplicios, pueden buscarlo.
Además del
suplicio, que no le cabía a todos por supuesto (alrededor de un 10% de las
sentencias), había decenas de opciones aplicadas en forma personalizada al
infractor, teniendo en cuenta distintos aspectos y variables del crimen por el
cual se lo juzgaba. Existía el destierro –una de las penas más utilizadas-, la
humillación pública, la detención, la multa, el azotamiento con inscripción de
marcas en la piel, por nombrar sólo algunas. Es decir, un abanico de
posibilidades a disposición de la justicia para aplicar a discreción a los
criminales. Y, como verán, la privación de la libertad era una de las tantas
formas de castigar y, de hecho, no era la principal.
Ahora bien,
resulta que, en el viraje de los siglos XVIII y XIX, la prisión logra
imponerse, no sólo como la técnica privilegiada, sino como monopólica. No hay
otras alternativas a la hora de juzgar a alguien que cometió un crimen. Dos
cosas importantes, antes de empezar a abordar este tema: en primer lugar, este
tránsito responde a un ánimo reformador muy bien planteado en la necesidad de
“humanizar las penas”. Recuerden que el suplicio era, básicamente, una
carnicería humana. El paso del Antiguo Régimen a la Modernidad implicó un
cambio de paradigma y, como tal, abarcó muchísimas áreas –sino todas- de lo
social y lo cultural. Entonces, era necesario suavizar las penas para que sean
más humanas y más justas. En segundo lugar: si había que pensar en una pena
homogénea, la libertad, como un bien común a todos y fuera del ámbito
mercantil, se perfilaba como una excelente opción que, además, permite graduar
la intensidad del castigo mediante la variable tiempo. “Una penalidad que monetiza los castigos en días, en meses, en años, y
que establece equivalencias cuantitativas delitos-duración”. Es decir, a
mayor gravedad del crimen, mayor tiempo de condena. Para pasarlo en limpio, una
pena como la multa es desequilibrada porque al rico le cuesta poco y al pobre,
le cuesta mucho. En cambio, la libertad es un derecho común a todos y que nos
cuesta exactamente lo mismo. Es una pena uniforme e igualitaria.
Pasando
esas dos cuestiones, podemos ir un poco más allá, como lo hace Foucault, y
analizar por qué la cárcel, con todos los inconvenientes que presenta, y siendo
que ha demostrado ser igual de inútil que de peligrosa, sigue siendo la técnica
de castigo monopólica y no se ve en un horizonte cercano –ni siquiera se
discute-, por qué otra técnica reemplazarla, o complementarla.
Bien,
veamos qué nos dice Foucault: “Hay que
asombrarse de que, desde hace 150 años, la proclamación del fracaso de la
prisión haya ido siempre acompañada de su mantenimiento. La prisión ofrece
evidentemente cierto número de ventajas. Este ilegalismo concentrado, sometido,
controlado y desarmado, es directamente útil. Es un agente para el ilegalismo
de los grupos dominantes”. Entonces, ¿qué tenemos acá? Dicho en criollo -o
mejor dicho, en argentino-, la cárcel es funcional al poder. Le “sirve”, por
eso se mantiene a pesar de que fracasa constantemente en la única función que
debe cumplir: reformar a los delincuentes para que puedan reinsertarse en la
sociedad. Porque, nuevamente, “el criminal debe reintegrarse a la
sociedad”. Dejemos la hipocresía de lado, si pensamos que un
infractor puede cambiar y volverse “civilizado”; entonces le ofrecemos, como
sociedad, la prisión; para que, por un lado, cumpla la condena por el crimen
cometido y pague por él y, por otro lado, le brindamos las herramientas para
que pueda reinsertarse exitosamente. Porque, de otro modo, ¿qué sentido tiene
darle alojamiento y comida durante decenas de años a alguien que es
irrecuperable? Si decidimos ser humanos y no acabar con esa vida (hola, pena de
muerte), no somos menos inhumanos al condenarlo a vivir una vida pecaminosa,
ociosa e incluso peor de la que venía
llevando por su cuenta. Si la cárcel, como tal, no tiene como objetivo, como
norte, disciplinar y transformar a los delincuentes, ¿para qué está? ¿Para ser
un hotel de criminales? Según Foucault, “esta
extremada solidez de la prisión se debe a
que está hundida en medio de dispositivos y de estrategias de poder y, por ese
motivo, le es posible oponer a quien quisiera transformarla, una gran fuerza de
inercia”.
Poder y
penalidad van de la mano. Se necesitan uno a otro. Se tapan, se encubren, se
defienden y se toleran mutuamente. Esta díada es sumamente peligrosa. ¿Para
quién? Para quienes la soportamos pasivamente, es decir, la sociedad civil.
¿Vieron cuando se habla gráficamente del “círculo vicioso”? Bueno, esto sería
algo así. Un criminal -que puede ser un ladrón, un asesino, un estafador, et-c,
es capturado por la policía, debidamente juzgado por la justicia penal y
obtiene su condena: la detención por X cantidad de tiempo. Hasta ahí todo es
uniforme. Da lo mismo un pedófilo que alguien que robó un auto. ¿Qué pasa
luego? Ingresa a la población carcelaria, absolutamente sobre-poblada, en
condiciones de vida paupérrimas, sin derechos de ningún tipo. O sea, la jungla.
Con suerte, mucho antes de lo pautado, logra salir. O lo dejan salir. O lo
hacen salir. Da igual. La clave es que sale peor de lo que entró. Ningún
proceso reformador actuó en él. Sale dispuesto a todo. ¿Por qué? Porque no
tiene, como convicto con antecedentes, reales oportunidades de mejorar su situación.
Y porque, además, probablemente su paso por la prisión le dejó huellas de
maltrato y desidia, que sólo sirven para acrecentar el estado de violencia y
“fuera de ley” que traía consigo desde antes. Entonces, vuelve a delinquir.
¿Contra quién? Contra la sociedad civil, es decir, contra nosotros.
Por
supuesto debe haber excepciones. Seguramente hay personas que logran escapar de
este “círculo vicioso” y reformar, con una ENORME fuerza de voluntad, su vida.
Pero no son la regla, son más bien la excepción.
Sigamos
proveyendo argumentos en contra de la mantención, tal como se presentan en la
actualidad, de las cárceles –aunque ya vimos la inutilidad de dicho objetivo-.
“La detención provoca la reincidencia”,
dice Foucault. Y aquí da lo mismo citar a Foucault que a cualquier conductor de
noticiero. Es moneda corriente. Pero veamos cómo es el engranaje de este
fenómeno social. Voy a citar una serie de hechos concretos, comprobables y
actuales, para ayudar a pensar y desarmar esta fórmula para el fracaso:
·
Las prisiones no disminuyen la tasa de criminalidad.
Se mantiene estable, o incluso peor, aumenta.
·
Los condenados son, en una proporción considerable,
antiguos detenidos. El número de reincidencias aumenta.
Esto es
estadística. La estadística no miente, pertenece al mundo de las matemáticas.
Estos son datos. Evidencia científica. ¿Importa algo? Si ya saben que, no sólo
no sirve, sino que empeora la situación, ¿por qué sigue habiendo cárceles? ¿Por
qué no se intenta mejorarlas para que cumplan el objetivo para cual fueron
ideadas por los reformadores del siglo XVIII? Aquellos soñadores que pensaron
un mundo ideal donde nosotros, como sociedad civilizada, fuéramos capaces de
fagocitar a nuestros criminales y donde la utopía de la reinserción social no
se veía tan utópica. La semana que viene vamos a transcribir –porque no merece
menos que eso-, las “7 máximas
universales de la buena condición penitenciaria”; un fragmento del
libro “Vigilar y Castigar” (de Foucault, obvio) que retoma los planteos
iniciales por los cuales la prisión iba a convertirse en “la pena de las sociedades civilizadas”. Y por supuesto para
corroborar también cuánto nos alejamos de dicho ideal.
Porque una
genealogía es eso, es ir al origen del problema, trazar una línea de tiempo,
ver qué falló y qué debemos hacer para mejorar. Pero, claro, de nada sirve si
es información absolutamente pública y sin ningún tipo de destello o llamada de
atención para quienes eligen mirar para otro lado, porque no les conviene
cambiar el statu quo que, ¡oh casualidad!, los mantiene en el poder.
“La prisión no puede dejar de fabricar
delincuentes”, asegura Foucault. Esta maquinaria con real puerta giratoria
–muy acertada la gente que, sin saber de tecnicismos, la grafica a la
perfección en su simpleza-, está al servicio de los grupos dominantes de poder.
Por eso se mantiene. Por eso no se cambia. Por eso es monopólica.
Después de
haber salido de prisión se tienen más probabilidades de volver a ella. Veamos
por qué:
·
Por el tipo de existencia (contra natura, inútil y
peligrosa) que hace llevar a los detenidos;
·
Por imponer coacciones violentas. Todo su
funcionamiento se desarrolla sobre el modo de abuso de poder;
·
Porque no salen de la cárcel sino con un pasaporte que
deben mostrar en todos los sitios donde van. La imposibilidad de encontrar
trabajo y la vagancia son los factores más frecuentes de la reincidencia;
·
La prisión fabrica indirectamente delincuentes al
hacer caer en la miseria a la familia del detenido. En este aspecto es en que
el crimen amenaza perpetuarse.
Todas
realidades de lo más cotidianas y comprobables. Hago dos salvedades: acá hay una
especie de sesgo que invita a pensar al criminal exclusivamente como hombre.
También hay mujeres delincuentes, no hay género para el delito. Y me gustaría
dividir a los delincuentes entre lo que podría englobarse bajo el paraguas de
“robo” y, por otro lado, los asesinos o criminales (incluye a los violadores).
Porque no es lo mismo, sobre todo si hablamos de capacidad de reinserción
social.
En fin, por
todo lo expuesto, podemos comprobar tristemente que la penalidad, tal como se
ejecuta en la actualidad, tiene más de funcional que de efectiva. Es, en
síntesis, una manera –muy corrupta, por cierto-, de administrar los
ilegalismos, “de trazar límites de
tolerancia”, dice Foucault. Yo creo, humildemente, que la línea se fue
corriendo demasiado. Se permiten y se aceptan crímenes e infracciones a la ley
de la misma manera que un colador deja caer el agua de los fideos. Pasa todo.
No hay límite, no hay barrera. ¿Hasta cuándo? Fíjense qué maravillosa esta
reflexión de Foucault, a la cual adhiero profundamente: “En el fondo, la existencia del delito manifiesta afortunadamente una incomprensibilidad de la naturaleza
humana, hay que ver en él, más que una flaqueza o una enfermedad, una
energía que se yergue, una protesta resonante de la individualidad humana.
Puede, por lo tanto, ocurrir que el delito constituya un instrumento político
que será eventualmente precioso para la liberación de nuestra sociedad. Los
grandes crímenes no como monstruosidades sino como la reacción fatal y la
rebelión de lo reprimido”.
Perfecta
síntesis. Incluso convoca y cita a la teoría psicoanalítica de Freud, tan
fundamental para este análisis. Por eso me centro tanto en los crímenes. Como
dije en algún post anterior, nos están interpelando. Esos crímenes que vemos en
la tele todos los días, que nos asustan, que nos remueven los sentimientos más
hondos y oscuros, nos están hablando. Es “nuestra” forma de pedir ayuda.
Porque los
criminales son “uno de nosotros”. Porque el monstruo habita en cada uno de
nosotros. Porque la naturaleza humana es originariamente y fatalmente salvaje.
Porque lo reprimido, cuanto más amenazado se sienta, más puja por salir.

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