¿Por qué seducen tanto los asesinos seriales?
Crímenes hubo siempre, y ciertamente seguirá habiéndolos. La industria del cine ha dedicado gran parte de su labor a retratar asesinos malvados, inteligentes, sagaces, crueles. Por supuesto que el crimen vende. ¿Saben por qué? Por lo que se esconde detrás de él: morbo. Todas las personas –algunas más, otras menos-, tenemos una cuota de morbo. Es ese sentimiento que se genera dentro nuestro cuando vemos algo trágico…que le sucede a otro!
Y si es escabroso, violento y hasta repugnante, más morbo produce. Eso
explica por qué no podemos dejar de ver y queremos saber cada vez más sobre el
caso. En el fondo se debe ocultar una especie de ¿satisfacción? o tranquilidad
por no ser uno el que está en ese lugar del horror.
Mi punto es que, por más atractivos y fílmicos que sean los asesinos en
serie, no son, ni por cerca, los más comunes. Y por común me refiero a
frecuentes. Un asesino serial es alguien que:
- premedita y planifica sus crímenes
- muy probablemente padezca algún trastorno mental
- actúa en función de un objetivo, lo sepa o no
Ese objetivo puede ser demostrarle algo a alguien, o a sí mismo; ser
lastimosamente famoso; vengarse por algo que le ocurrió a él. O bien puede,
como dije en el punto dos, responder a una enfermedad mental no tratada y fuera
de control.
Con respecto al primer punto, es la clave. La premeditación y la
planificación de los crímenes, con una frialdad y cálculo minucioso, es lo que
los pinta de punta en blanco. El rasgo que los distingue y los diferencia de
los asesinos comunes. Como verán, para ser un asesino serial, hay que cumplir
una serie de requisitos. No cualquiera se convierte en “el loco de la ruta” o
“Jack, el destripador”. Incluso Hannibal Lecter. Son seres excepcionales.
Maravillosos para la crónica y el relato, pero de nada sirven en función del
análisis que quiero proponer.
“En serie” significa, además, que matan más de una vez, incluso varias
veces, hasta que los atrapan o caen por algún error propio. O tal vez porque se
cansan de matar. Da igual. Lo que quiero decir es que la persona que, en un
rapto de locura momentáneo, asesina, viola o hiere a otra persona, puede no ser
sino uno más del montón, pero ese montón de asesinos por única vez, sin serie,
se está multiplicando a punto tal de copar las noticias de policiales de todos
los días, sin excepción, ni feriados, ni fines de semana. Ya no es un caso cada
tanto, de alguien que, producto de celos mortales por haber sido engañado por
su pareja, comete un crimen pasional que termina mal para todos los
involucrados, inclusive para él. La cantidad hace a la fuerza. Sí, serán
crímenes ordinarios, sin pompa, sin posible guión de Hollywood, pero si los
tomamos a todos, todos los días, son tapa de diario. Del domingo.
Yo me pregunto si alguien por ahí, además de mí, repara en esto que
estoy comentando. No hace falta hacer un trabajo investigativo, ni consultar
historiadores. Basta con ver las estadísticas…y el noticiero todos los días.
Como decía al inicio de este post: crímenes hubo siempre, desde el inicio de
los tiempos. De hecho, si miramos para atrás, las guerras han sido una gran
causa de muertes violentas. Ok, pero lo que está pasando actualmente es otra
cosa.
No es un conflicto armado entre países, no es una guerra civil por
tierras o recursos. Son crímenes intra-hogar. Dentro de las paredes de las
casas familiares están sucediendo, día tras día, en cada pueblo y ciudad de
nuestro país, asesinatos de índole privada. Familiares.
Lo más desesperante es que la policía, el Estado, la sociedad, no
entran o no pueden entrar en esos territorios. Son privados. Y allí es donde se
está librando un nuevo tipo de guerra: el más fuerte dominando y acabando con
el más débil. ¿Cuántos casos de niños violados, abusados, maltratados,
golpeados, escuchamos a diario? Son sus propios padres, padrastros, tutores,
cuidadores, familiares directos, los que están ejerciendo toda su fuerza contra
criaturas absolutamente incapaces de defenderse. No sólo físicamente, también
legalmente. No pueden ir a la estación de policía a denunciar ni contratar a un
abogado para que los defienda. A veces incluso son bebés…
Y la carnicería a la que estamos asistiendo, sí que no tiene
precedentes. Sumémosle la frecuencia, por favor. Ahí se arma el combo. Foucault
relata en “Los anormales” (1974) un caso icónico de 1825 que involucra a una
mujer, Henriette Cornier, quien asesina a sangre fría a una beba de 20 meses,
degollándola. Era la hija de su vecina, a quien ella se había ofrecido a
cuidar. El caso fue un revuelo en esa época, obviamente, y se analizó desde
todos los ángulos. Atención: hubo premeditación y la asesina padecía un trastorno
mental. Entraría en la categoría que describimos de asesinos seriales, aunque
ése haya sido su único crimen. ¿A qué voy con esto? El horror forma parte de la
naturaleza humana, siempre hubo casos que despertaron el más agudo morbo. Miren
a Josef Fritzl si no. Pero no como ahora, algo cambió.
Es la frecuencia, más que nada. El hecho de que sea algo cotidiano, de
todos los días. Que peligrosamente nos estemos acostumbrando a que “estas cosas
pasan”. Y hay algo más: ¿por qué me
preocupa tanto la incidencia de estos crímenes intra-hogar? Porque, como dije
antes, son lugares en los que la policía, como fuerza de control parasocial, no
tiene acceso. Es decir, no vivimos todavía en el Gran Hermano de Orwell con una
cámara de vigilancia controlada remotamente las 24 horas dentro de nuestra
casa. La policía no toca a todas las puertas, todos los días, para saber si
está todo en orden.
Cuando el estado social llega, se encuentra con una escena del crimen.
Irreversible. Tarde. Ya está hecho. El castigo se aplica como consecuencia pero
no repara y, lo más importante, no previene el crimen. No hay actualmente un
sistema de prevención ni de control de centenares de individuos cada vez más
sueltos de normas y con una inclinación cada vez más fuerte a dejarse llevar
por sus pulsiones más salvajes, más pretéritas, más arcaicas. Que, por cierto,
reitero mi tesis: todos tenemos. Sólo que en algunas personas, por motivos
pendientes de análisis, están aflorando por encima de toda conducta social
aprendida e introyectada.
¿Cómo vamos a hacer, como sociedad, para defender y rescatar a las
víctimas de este cambio social? ¿Cómo vamos a hacer para protegerlos? ¿Qué
podemos hacer para dejar de llegar tarde y afinar tiempos y procesos? Estamos
hablando de niños, en su mayoría. Típico, no hay criatura más débil e
indefensa. Pero también de mujeres, ancianos y hombres. Esto no es una cuestión
de género. A nivel general, sin distinción de sexo, se trata del más fuerte –el
que puede dominar y matar al otro-, contra el más débil (que, muchas veces, por
cuestiones anatómicas, coincide con los hombres, pero no siempre es el caso).
Esa es la lucha. Y es una lucha privada. No es una guerra ni un conflicto
diplomático. No está a la luz, ni en un espacio público. No hay jurisdicción.
Pues habrá que crearla.

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