Más allá del pacto social


¿Se acuerdan que en anteriores posts hablamos del destierro? El destierro era una forma muy común que había en el Antiguo Régimen (y supongo que más antiguamente también), de deshacerse de los indeseables.

¿Quiénes eran los indeseables? Los malhechores, los que no cumplían con el pacto social, los que atentaban contra la integridad y la seguridad de la comunidad toda. Así, entonces, alguien que robaba, asesinaba, molestaba, holgazaneaba, rompía el orden social en cualquiera de sus formas, podía ser sentenciado al destierro. Eso implicaba que debía mudarse de ciudad, permanecer alejado de los confines de un territorio determinado por una cierta cantidad de años, o incluso por siempre.

¿Lograban nuestros antepasados solucionar el problema? Claro que no, se lo trasladaban a otra ciudad. Lo que tenemos que entender es que, como vengo diciendo desde el primer post, un delincuente, independientemente de cuál sea su delito, es uno de nosotros. Es producto de la sociedad y la cultura en la que habita. Nadie nace siendo malo, o con deseos de hacer cosas malas (dejemos de lado, por supuesto, las psicopatías congénitas que, como tal, son enfermedades mentales). Hablo de lo aprendido, de lo interiorizado, de lo que es producto del entorno.

Yo quiero discutir la teoría del pacto social. Estoy de acuerdo con cada uno de sus puntos; es necesario un orden, son necesarias las reglas, las normas de convivencia, un listado detallado de lo que se puede hacer y lo que no, de lo que es aceptable y de lo que no. Pero, como bien dice Foucault, en Vigilar y Castigar, atención con esto: “se supone que el ciudadano ha aceptado de una vez para siempre, junto con las leyes de la sociedad, aquella misma que puede castigarlo”.

El “se supone” marca toda la diferencia. Y es que, en rigor, nadie puede afirmar de ningún individuo, que ha aceptado de forma fehaciente, la pertenencia al pacto, la adhesión a sus normas. ¿En qué momento de nuestras vidas nos hacen firmar dicho pacto? En ningún momento, porque es implícito, tácito, y ahí está el problema. Como ya sugerí muy someramente en algún post previo, deberíamos pensar la manera de enfrentar a cada nuevo integrante, a una edad considerada suficiente para comprender la magnitud y firmar o adherir a la causa (¿la mayoría de edad?, ¿la edad que habilita el voto?), a los puntos principales del denominado pacto social, que debería dejar de ser implícito y pasar a primer plano.

Porque si no, ¿cómo podemos pretender que los ciudadanos todos cumplan reglas que ni siquiera estamos seguros de que conocen en su totalidad? Así como, en cuarto grado, hay todo un acto solemne que se hace en cada escuela del país para jurarle lealtad a un símbolo patrio como la bandera, que no es más que un pedazo de trapo con contenido simbólico, ¿cómo no vamos a exigir lealtad a su comunidad de pertenencia? ¿Cómo no vamos a explicar, ya no tácitamente, sino con todas las letras, lo que se espera y lo que no se espera de cada uno de ellos? Esto no puede ser tarea de ninguna religión, porque las religiones son opcionales, en primer lugar, y son absolutamente subjetivas. Cada una interpreta la realidad según una visión totalmente propia y caprichosa, en cierto modo. No, la tarea de educación para la vida en sociedad tiene que estar a cargo del Estado, es decir, de todos nosotros, los adultos responsables.

Con los padres y maestros a la cabeza, toda la sociedad debería participar en el proceso de:

1)      Dar a conocer las normas que forman parte del pacto social

2)      Lograr la adhesión consciente y voluntaria de cada nuevo miembro a edad temprana

¿Esto garantiza que no haya más delitos? Claro que no, pero lo menos asegura que haya una especie de machacamiento desde el inicio de todos los puntos centrales que necesitamos que, en primer lugar, se conozcan –para que nadie pueda decir que no sabía que lo que estaba haciendo estaba mal-, y en segundo lugar, se teman las consecuencias. Y ahí viene la segunda parte, la que refiere al título del blog. Reformar los sistemas de castigos, diversificarlos, lograr penas personalizadas, tendientes a la reinserción social del delincuente y no simplemente a su destierro o encierro permanente.

Seamos honestos, y lo vuelvo a repetir, sumándome a reflexiones que el propio Foucault ha esbozado: si no tenemos como objetivo principal reinsertar al individuo que cayó fuera del pacto, nuevamente en la sociedad, ¿qué sentido tiene mantenerlo con vida? Costear su alimentación, vestimenta, vivienda. Fomentar su reincidencia, dejarlo sin opciones, arrojarlo a un abismo aún más grande. ¿Para qué? ¿Para que más víctimas inocentes sufran de su mano?

El sistema penal, tal cual está planteado, no sirve. Debe ser reformado en su totalidad. Esa es mi reflexión final. Tan obvia para mí como para cualquiera de ustedes que asiste, día tras día, a nuevos y más violentos crímenes, de personas que incluso han pasado por la cárcel en más de una ocasión. Y no ha servido para nada bueno. Luego están los otros crímenes, los más desveladores, los que no tienen ninguna chance de ser previstos o anticipados. Pero esos, como tales, son mucho, muchísimo, más complejos.

Todo malhechor que ataca el derecho social, se convierte, por sus crímenes, en rebelde y traidor a la patria. Entonces, la conservación del estado es incompatible con la suya. Es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se hace perecer al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. El derecho de castigar ha sido trasladado de la venganza del soberano a la defensa de la sociedad”. Si hablamos de patria, como dice Foucault en este pasaje de Vigilar y Castigar, bien podemos asumir esta responsabilidad de educar sobre el pacto social, así como educamos sobre fechas y símbolos patrios, que no son más que efemérides nacionales.

“Es preciso que uno de los dos perezca”: destierro o muerte. Ya vimos que el destierro no hace perecer al delincuente sino que lo arroja directamente sobre otra comunidad a la que, indefectiblemente, irá a atacar. Entonces, ¿pena de muerte? No, si es posible lograr lo que los reformadores del siglo XVIII plantearon como máxima del sistema penal: reinsertar en la sociedad, de forma positiva, a aquél que ha cometido una infracción o crimen. ¿Qué debería suceder con aquellos individuos que, tal como reporten los supervisores especializados que las prisiones deberían tener para hacer un seguimiento personalizado de cada proceso de reinserción, se establezca que no están en condiciones de reinsertarse? Cadena perpetua, pero la de verdad, la que no termina nunca, sino que coincide con la muerte natural del sujeto.

¿Quedó claro? Son medidas drásticas, terminantes, pero volvamos a ser francos con nuestra situación: son necesarias.  No podemos seguir alimentando monstruos que se vuelven contra nosotros, sus conciudadanos, y nos destripan la vida. Entonces, entre las dos opciones que han sido planteadas desde el siglo XVIII como posibles aproximaciones a la materia, a saber “la que rechaza al delincuente al otro lado, al lado de una naturaleza contra natura, y la que trata de controlar la delincuencia, por una economía calculada de los castigos”, ¿con cuál nos quedamos? Con una intermedia: ni fuera de la sociedad porque, como ya vimos una y otra vez, los delincuentes son producto de la sociedad, vale decir, la sociedad debe hacerse cargo de ellos; ni con castigos laxos, mal administrados, que sólo provocan un efecto rebote.

Hay que encontrar la manera de hacer que esto funcione, por el bien de todos. Dar a conocer el pacto, lograr adhesión consciente a temprana edad, pedir y/o exigir lealtad -así como se pide lealtad a la bandera-, diversificar los métodos de castigo, volverlos personalizados, en directa analogía al crimen que le dio origen, supervisar los procesos de reinserción y, sobre todo, trabajar fuertemente en encontrar las claves que nos lleven a una posible prevención de determinados tipos de crímenes.

Cuánto hay por hacer. Se trata de nuestra propia defensa, como sociedad, de los peligros que provienen de nuestro propio interior. Sólo cuando entendamos y asumamos que no hay un “ellos y nosotros”, sino que somos todos parte de un mismo círculo, vamos a poder pensar en conjunto y podrá hablarse verdaderamente de reinserción social. Dejar a un individuo fuera, desterrarlo, condenarlo a una vida miserable con entradas y salidas constantes de una cárcel que, no sólo no lo ayuda en nada, sino que empeora su situación, no beneficia a nadie. Porque ese violador, ese ladrón, ese asesino, que entra y sale, cada vez que sale y se reinserta inadecuadamente en la sociedad, ya sabemos lo que hace: reincide. Porque nadie se ocupó de asegurarse que podía volver a ser un individuo capaz de vivir dentro de las normas que establece el pacto social. Y, sin embargo, es liberado, con total impunidad y connivencia de las fuerzas policiales.

Esto debe parar. Y les digo algo más, el que no proteste contra este sistema corrupto, lo sepa o no, es cómplice. Dejemos de lado las excusas y empecemos a pensar en serio, con gente idónea a la cabeza, en una reforma total y absoluta del sistema penal, para que la vida en sociedad pueda volver a suceder dentro de circunstancias aceptables, y donde la delincuencia sea la excepción y no la regla.

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