Crimen y castigo: analogía de signos. ¿Qué?
Todo este post va a estar inundado de citas de Foucault, de su obra Vigilar y Castigar. Porque es magnífica, porque ahí está todo dicho. Nos va a permitir reflexionar sobre los ideales que guiaron a los reformadores del sistema judicial de fines del siglo XVIII y vamos a poder comprobar cómo, todo lo que ellos soñaron y planificaron, con muy buen criterio, naufragó.
Vamos por partes. La bajada del título de este blog dice “de cómo el sistema de castigo monopólico
actual dejó de ser eficiente para prevenir el crimen”. Por sistema de
castigo me refiero a lo que todos conocemos: la cárcel. La privación de la
libertad, la detención en un centro penitenciario, es la única forma de castigo
vigente, por eso digo monopólica. Sólo se la hace variar en función al tiempo:
un delito más grave conlleva una pena más extensa, y un delito menos grave se extiende
por menos tiempo.
¿Sabían que antiguamente (siglo XVII) la prisión no era sino una de las
tantas formas de castigar? Y, de hecho, la menos usada. Había todo un abanico
del cual se servían los jueces para intentar expiar el delito. Hay un cambio de
lógica, que Foucault relata muy bien, y que tiene que ver con el paso de un
paradigma en el cual el poder recaía sobre los cuerpos, castigándolos con penas
físicas (es lo que vimos en anteriores posts cuando hablamos del suplicio), y
que perseguía una ilusión: anular el delito. Después de toda la carnicería más
cruenta imaginable, la vara giró hacia la búsqueda de penas más humanas.
Foucault se pregunta cómo es posible que la prisión, en tan poco
tiempo, haya podido convertirse en la forma más general de castigo legal. Muy
rápidamente comienzan a levantarse por toda Europa edificios enormes dispuestos
a albergar a todos los que se salieran de la norma. Lo que en un principio se
había pensado como un posible manual de penas, con variaciones y opciones para
aplicar de acuerdo al caso, tiende irrefrenablemente hacia la uniformidad más
constante y más aplastante. No importa la naturaleza del delito, da igual matar
que robar, la pena es la misma, sólo varía el tiempo.
Cuando los juristas de la reforma pensaron la manera de cambiar el
sistema penal, que venía de la oscuridad más profunda, hundida en las muertes
legales y atroces ejercidas por el poder soberano, idearon unas máximas dignar
de volver a ser puestas sobre la mesa.
1)
Para comprobar que nada de eso se puso en
práctica
2)
Para darnos cuenta de que tenemos todo el
trabajo hecho, sólo falta ejecutarlo
Veamos. En el título les decía “analogía
de signos”. Nos vamos a servir un poquito de la semiótica. Muy por el
contrario de una pena uniforme, laxa, igualitaria y despersonalizada, antaño se
había pensado en una “pena-signo”.
Básicamente implica que la pena tiene que estar en directa relación con el
crimen que le da origen. “Son necesarias
unas relaciones exactas entre la naturaleza del delito y la naturaleza del
castigo”, dice Foucault.
¿Y esto para qué? Bueno, aquí viene lo interesante: no tanto para
expiar el delito, porque los hechos ocurridos no pueden alterarse
lamentablemente, sino más bien para hablarle directamente en la cara a los
futuros criminales. Para lograr el objetivo mayor y último que todo sistema
penal que se precie de tal debería perseguir: PREVENIR EL CRIMEN. Eso de lo que
tanto vengo hablando y que consume toda mi atención y preocupación.
“La
prevención de los delitos es el único fin del castigo. No se castiga, pues,
para borrar un crimen, sino para transformar a un culpable. El castigo debe
llevar consigo cierta técnica correctiva”.
De nada sirve encerrar diez, veinte o treinta años
a un criminal, si no se tiene por objetivo reinsertarlo a la sociedad.
Pensémoslo. ¿Cuál es el sentido de invertir semejante capital económico y
humano en sostener cárceles que no proveen ningún beneficio, ni a la sociedad
ni a los propios detenidos? Qué funcionan como una especie de hotel donde se
entra para agravar aún más el espíritu y salir antes de tiempo a seguir
delinquiendo. ¿Nadie se da cuenta de que no está funcionando? Peor que eso,
está generando problemas aún más graves que los que debería evitar.
Sobrepoblación carcelaria, corrupción, impunidad. Combo letal.
Cuando se pensó a la prisión como institución, se
la pensó como reformatorio. Sí, así como lo leen. Les voy a transcribir los
ideales y las máximas que se plantearon para estas instituciones para que
constatemos cuán lejos estamos de esos ideales. Desconozco cómo funcionará el
sistema carcelario en otros países, infiero que un poco mejor que acá, pero
estoy casi segura de que sigue respondiendo a una lógica de pena uniforme
modulada únicamente por la variable tiempo.
“Entre el
delito y el regreso al derecho y a la virtud, la prisión constituirá un espacio
entre dos mundos, un lugar para las transformaciones individuales que
restituirán al estado los súbditos que había perdido. Aparato para modificar a
los individuos, un reformatorio”.
Los reformadores planteaban un uso pautado del
tiempo en la prisión, una rutina, hablaban de cambiar hábitos, de volver a
generar individuos obedientes, sometidos a normas. En ningún momento se pensó a
la cárcel como un lugar para vivir en el ocio más improductivo y peligroso. Por
el contrario, los presos deben trabajar. Tienen que ganarse su estadía en la
penitenciaría, deben pagar por su comida, cobrar un salario digno. Deben poder
estudiar, rezar, aprender, tener esparcimiento. Se trata de reformar a estos
individuos para que puedan volver a insertarse en la sociedad. Piensen esto:
ninguna pena, ni siquiera la cadena perpetua, es para toda la vida. En algún
momento, tienen que salir. Y si no se los prepara, si no se intenta cambiar
algo en esas personas, ¿qué sentido tiene?
También se hablaba de la prisión como aparato de
saber. De observación constante y rigurosa. No para vigilar únicamente, sino
también para conocer y tener un seguimiento de la evolución de cada condenado.
Habrá quienes puedan reformarse antes de tiempo, y quizá puedan acceder a una
libertad condicional, si los supervisores, debidamente calificados, así lo
aprueban. Y estaría bien. Por mucho que pese. Porque si no, tendríamos que
sincerarnos y decir que tener a una persona que se considera incorregible en
una cárcel durante treinta años, dándole de comer, es un gasto innecesario.
Pero habría que dejar la hipocresía de lado y eso, a veces, cuesta.
Volvamos al tema de los signos. “Encontrar, para un delito, el castigo que
conviene es encontrar la desventaja cuya idea sea tal que vuelva
definitivamente sin seducción la idea de una acción reprochable. Si se quiere
que el castigo pueda presentarse sin dificultad al espíritu no bien se piensa
en el delito, es preciso que el vínculo entre el uno y el otro sea lo más
inmediato posible: de semejanza, de analogía, de proximidad”. Esto equivale
a decir que, en el Antiguo Régimen, por mucho que nos pese, tenían muy clara
una cosa: si querían infundir miedo en los futuros posibles criminales, tenían
que demostrar lo que le pasaba a alguien que había desviado el camino. Así,
cuando a alguien que robaba, le cortaban la mano, estaban usando toda la
semiótica del mundo para generar un efecto unívoco. El castigo se representa en
la mente del espectador como el signo del delito.
Entonces, cuando alguien piense en robar,
automáticamente va a representarse la idea de lo que efectivamente le pasará si
lo descubren. Eso es una pena-signo. Y eso hace, sin dudas, que un sistema de
castigo sea EFICIENTE, en la medida en que logra disuadir una idea criminal. “Hacer de modo que la representación de la
pena y de sus desventajas sea más viva que la del delito con sus placeres”.
A eso hay que apuntar. Cuando digo, en el título de este blog, “la cárcel ya no da miedo”, me refiero
exactamente a esto. La cárcel da risa. No cumple con ninguno de los objetivos
con los que debe cumplir y, como les dije en el primer post, para muchísimas
personas en situaciones altamente vulnerables, lo que pasa detrás de esos muros
no difiere en absoluto de su realidad cotidiana.
Por ende, ¿para qué seguimos sosteniendo las
cárceles? No sólo no nos brindan ningún servicio a la comunidad, sino que
envician aún más a los criminales que entran y salen rápidamente con ideas y
recursos renovados. No reforman al delincuente, que además se reinserta en la
sociedad, no por mérito, sino por corrupción. ¿Hasta cuándo? Encima, lo peor de
todo, es que pagamos por esto: con dinero de nuestros impuestos y con nuestras
vidas.
Para cerrar, cuando hablaba de la pena-signo,
mencioné el ejemplo del ladrón al que se le corta la mano para ir a lo más
evidente, para que se entienda la idea. Me encantaría que pudiéramos pensar
otras opciones o variantes de penas-signos (menos drásticas), personalizadas,
variables, ajustables, tal como se pensó a fines del siglo XVIII, y retomar
esas ideas aspiracionales, usarlas de guía, adaptarlas a la actualidad. Y
repensar, por supuesto, el sistema carcelario en su conjunto. “Nuevo paradigma
de criminalidad” tiene que ver con los nuevos asesinos, los que venimos
describiendo a lo largo de los posts, y con la esperanza de empezar a pensar de
qué manera -más eficaz-, podríamos lidiar con nuestros criminales, más nuestros
que nunca.

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