¿Es posible prevenir el crimen?


“Que el castigo mire hacia el porvenir y que una de sus funciones mayores sea la de prevenir”.
Este era uno de los lemas de la reforma del siglo XVIII, enmarcada en el movimiento histórico de la Ilustración. Como les dije, y como es propio de todos los idealistas, sus objetivos siempre son más altos que sus realidades. Los principios estaban bien delineados y, por supuesto, eran aspiracionales. Pero como lo muestra la evidencia, nada de eso se cumplió.

Cuando hablamos de crimen, tenemos que atender una variable fundamental: el tiempo. La pena o castigo se aplica en tiempo presente a un hecho pasado, que ya no tiene solución ni reparación, pero priorizando y enfocando el futuro. ¿Qué significa? Que, por más que no se explicite del todo, el propósito principal del sistema penal es sentar jurisprudencia, intentar poner un límite a futuros hechos criminales. La pena le habla más a los posibles siguientes acusados, que al sentenciado que tiene frente a sí.

La impunidad sólo puede traer como consecuencia, más impunidad. Pensémoslo a nivel micro. Un niño que se porta mal, hace algo indebido, y sus padres o cuidadores no reparan en ello, no hacen ninguna mención, ni mucho menos aplican un castigo o consecuencia a dicho acto, instalan en la mente de ese pequeño que eso que él hizo, no está tan mal. Pasó de largo. ¿Qué sigue de esto? La persona sin duda va a ir subiendo la apuesta. Al no encontrar un tope a su intrepitud, va a seguir escalando.

Perdón que remita siempre al mismo ejemplo pero el caso de Fernando Baez en Villa Gesell es completo desde el punto de vista del análisis. ¿Por qué nos atrapa este hecho? Porque tiene todos los condimentos. Ya hablamos del nivel de atrocidad que los asesinos aplicaron al cuerpo de la víctima, y lo relacionamos con el suplicio del siglo XVII, comparándolos con verdugos. Hablamos también del nivel de impunidad de un crimen cometido a la vista de todos, grabado por cámaras de seguridad, y que aún espera su sentencia. Y hoy agrego: según se pudo saber por los medios de comunicación, estos jóvenes de veinte años tenían antecedentes. No era la primera vez que pegaban. Evidentemente, esos hechos pasados fueron la condición para que el crimen de Fernando ocurriera.

¿Por qué digo esto? Siguiendo con el razonamiento que venía exponiendo, si los padres o cuidadores de estos chicos hubieran reparado en los casos anteriores donde sus hijos “se portaron mal”, “hicieron cosas indebidas”, “cruzaron límites”, y hubieran aplicado un castigo, una consecuencia, un tope, estoy segura de que hoy no estarían presos por masacrar a golpes a una persona. Estoy segura de que, si hubieran comprendido la gravedad de lo que habían hecho, no se hubieran ido (como lo mostraron las cámaras de seguridad, que reflejaron cada paso que dieron esa madrugada) a comer una hamburguesa, como si nada hubiera pasado.

Ese es mi punto. No tenían noción completa de lo que acababan de hacer. Eso no significa que sean inocentes. Significa que manejaban un nivel de impunidad tan alto que, con cada hecho de violencia permitido y no condenado, iban subiendo la apuesta. Hasta que, finalmente, mataron a alguien. Y eso los metió tras las rejas. El límite paterno, que no llegó a tiempo, lo terminó poniendo la sociedad entera. Por más que esos chicos logren demorar, a través de su abogado y del dinero de sus padres, el juicio y la condena, y aún si tristemente lograran salir de la cárcel, su vida está acabada. La condena social por el crimen atroz que cometieron ya los marcó, para siempre.

Para que ningún crimen quede impune se necesitan dos cosas: un sistema de vigilancia que actúe previniendo los hechos criminales, cuando se pueda, y atrapando a los autores; y una justicia que garantice el debido proceso penal y que aplique consecuencias inexorables a los hechos delictivos. Lo primero sería la labor de la policía, tal como la conocemos actualmente. ¿Qué piensan? ¿Tenemos un esquema así funcionando debidamente?

Policía y justicia son dos de las instituciones más corruptas de nuestro país. La impunidad sucede y gana sitio porque lo permiten. ¿Quiénes? Estas instituciones. La policía no funciona como debería funcionar, llega tarde y muchas veces hasta es cómplice de los delincuentes. Un bochorno. Y la justicia, ya lo vimos, con sus vericuetos legales –las lagunas actuales-, y sus abogados mercenarios no aplica las penas que tiene que aplicar, no sienta precedentes, en fin, no intimida a los futuros criminales, sino más bien los insta a lanzarse a por ello.

Sin duda, hay muchas cosas que tienen que cambiar. Por eso el problema es tan complejo. “Si se deja ver a los hombres que el crimen puede perdonarse y que el castigo no es su consecuencia necesaria, se alimenta en ellos la esperanza de la impunidad”. En el post anterior hablábamos de representación. Y decíamos que “si se vinculara a la idea del crimen la idea de una desventaja un poco mayor, cesaría de ser deseable” (siempre citando a Foucault en Vigilar y Castigar). Esa idea es la representación. En la mente de alguien que tiene la intención, lo sepa conscientemente o no, de cometer un crimen, y siempre que hablemos de alguien que no está loco en el sentido médico del término, hay una noción de posible consecuencia. Todos sabemos que podemos ser castigados o apresados por hacer algo malo. ¿De dónde sabemos esto? De nuestra crianza. Desde que somos niños y entramos a vivir en sociedad, empezamos a conocer las reglas, los usos y costumbres, los límites, lo que está permitido y lo que no.

Hay personas que acceden a una mejor educación (que no necesariamente está ligada a condiciones económicas, o por lo menos no sólo a eso), y tienen por ello, una noción más acabada del tema. Y habrá otros que no. Que por lanzados o por ingenuos, o por su entorno, entran en el mundo de los “fuera de la ley”. En todos los casos, hay una representación variable del posible castigo que les puede tocar.

“La cárcel ya no da miedo”, el título de este blog, refiere a que esa representación de posible castigo o condena a un hecho criminal está en un nivel muy bajo. A diferencia de lo que pasaba en el Antiguo Régimen, donde todo el pueblo tenía que ver cómo desmembraban vivo a un criminal en la plaza pública, y lo hacían sufrir a límites inhumanos, hoy los malhechores ven en su cotidianeidad cómo otros delincuentes entran y salen, o incluso la pasan mejor presos que libres. Esa realidad es la que alimenta la impunidad. El propio sistema de justicia la hace crecer. Con sus fallas, con sus errores, con sus omisiones, con sus penas laxas, demoradas e incompletas. La justicia no es inexorable, como pedían los ilustrados que fuera. La policía no vigila nada. El crimen y la inseguridad avanzan, porque los dejan. Nada traba su avance.

Imaginen si pudiéramos volver a empezar, planteando nuevos principios. En el siglo XVIII, los reformadores decían: “no hay que castigar menos, sino castigar mejor”. Tenían un problema concreto al que enfrentarse: el sobrepoder monárquico. Hoy, nuestro problema es otro: el nivel de impunidad está por las nubes. Cada día más y más personas se animan a cruzar la línea, se dejan llevar por sus pulsiones violentas, las llevan a cabo, las concretan. Ese paso es decisivo. Lo que antes se lograba refrenar, en la gran mayoría de los casos, hoy parece liberarse. ¿Y saben cuál es el efecto de algo así? El contagio. Por eso hablo de epidemia.

Vamos a ver más adelante un caso muy interesante donde yo veo claramente el ejemplo de este contagio del que hablo. Y también dejo para más adelante lo que considero la parte central de todo este análisis, la más fascinante: la de los criminales que entendieron todo. Los que están revolucionado el crimen, los que suben la apuesta al cielo. Acá me leen hablar de la cárcel, los sistemas de castigo, pero hay quienes se están salteando toda esa parte. Son los kamikazes. Son las personas que no sólo concretan su crimen (y esto es conjetura mía: y además obtienen todo el placer por ello), sino que burlan a toda la sociedad en su conjunto, volándose los sesos inmediatamente después.

Son los clásicos suicidas, me dirán. Existieron siempre. Sí, pero no como ahora. Alguien que se quiere suicidar, simplemente lo hace. Está asociado a trastornos mentales, principalmente depresión. No soy psiquiatra, no me voy a meter con ese tema que no manejo. A mí me interesan los suicidios de personas que, luego de salirse con la suya, y descargar toda su pulsión de muerte en un otro, se saltean la etapa del juicio en vida, se evitan el castigo, la condena, y pasan al otro lado. Tocando un botón. No son casos aislados, cada vez suceden más. Y, al igual que mencionaba con respecto al crimen en general, también operan por contagio. Ya lo analizaremos. Juntos. Porque mientras escribo este blog, leo en paralelo, y voy balbuceando reflexiones y conclusiones parciales de un tema que ocupa mi mente desde hace más de una década y que, hablando académicamente, me tiene fascinada.

La efectividad de los sistemas de castigo, ese aspiracional, ese norte que tendríamos que buscar,  tiene que ver con su capacidad de prevenir, en el mayor porcentaje posible, futuros crímenes. Ahí radica, creo, el objetivo de la próxima reforma penal que, por supuesto, sólo podrá darse de la mano de un profundo cambio social. Nuevo paradigma. Todo lo que está pasando en el mundo contemporáneamente nos habla de estar en la puerta de un cambio histórico, pero me temo que antes, como ha pasado a lo largo de la historia, vamos a tocar fondo, para luego resurgir.

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